Raymundo Riva Palacio
Agosto 10, 2005
ESTRICTAMENTE PERSONAL
En el eterno teatro político de las hipocresías, la muerte del líder del sindicato electricista y dirigente de la CTM, Leonardo Rodríguez Alcaine, provocó reconocimientos de todo tipo de actores. Bastaría ver las interminables páginas de esquelas en su memoria o los gestos, como la visita del presidente Vicente Fox y su esposa a su casa para dar personalmente las condolencias a su viuda. Es difícil encontrarle mérito a Rodríguez Alcaine o al resto de los líderes, ya fallecidos o vivos, en cuanto al desarrollo progresivo de la clase trabajadora. No es por eso que los homenajean y los recuerdan tan sonoramente. Les pagan, más bien, servicios prestados para controlar a la masa trabajadora. No de ahora, de siempre.
Con uno de cada cuatro trabajadores de los 40 millones de la población económicamente activa afiliado a los sindicados, sus líderes no han sido promotores del mejoramiento sustantivo de esa clase, sino artífices de la contención de demandas, sofocando posibles conflictos y utilizando a las masas para fines particulares con motivaciones económicas o políticas. Durante el gran cambio de modelo económico que se dio a mediados de los 80 al incorporar a México en el esquema neoliberal que dominaba al mundo, los líderes sindicales fueron piezas claves para evitar una crisis con la clase obrera, al controlarlos y permitir que los gobiernos echaran a andar ese modelo que polarizó a la sociedad provocando, valga el lugar común, que los ricos fueran más ricos, y los pobres más pobres. El 10 por ciento más rico obtiene el 36.6 por ciento del ingreso total, y el 10 por ciento se reparte menos el 1.6 por ciento de la riqueza.
Los intercambios para permitirles seguir aferrados al poder sindical, que se reflejaban en absurdos contratos colectivos donde, por ejemplo, había casos donde tenían más días de descanso que de trabajo por año, o se impedía que fueran despedidos, o se consolidaba el escalafón impidiendo el avance por méritos y se marginaba a la disidencia, han ido desapareciendo, pero los líderes han logrado mantener el control porque la mala situación económica ha llevado a los trabajadores a ir aceptando la pérdida de sus viejos privilegios a cambio de conservar el empleo. Las huelgas, por esa razón, han ido a la baja y las grandes manifestaciones obreras responden mucho más a objetivos políticos de sus líderes que a esfuerzos para mejorar las condiciones laborales.
El caso más relevante de los últimos años se dio con el sindicato petrolero, al amenazar con la huelga en una negociación del contrato colectivo cuando sus dirigentes estaban amagados con ir a la cárcel por el llamado Pemexgate. Sus problemas se resolvieron política y no laboralmente, donde sólo hubo un medio acuerdo, pero el gobierno aceptó congelar las acciones punitivas para desactivar lo amenaza. Tiempo después de esa álgida confrontación, el presidente Fox y el líder Carlos Romero Deschamps intercambiaron discursos rosas y mutuos elogios.
En esa lógica sibilina, los líderes sindicales recrearon en su gremio la dinámica de dirigentes ricos y trabajadores pobres. A lo largo del tiempo líder sindical ha sido un sinónimo de corrupción y el símbolo más refinado de lo que México no quisiera ser y es. Y ciertamente, han habido casos que alimentan claramente la percepción. Hay un líder petrolero en Salamanca, Guanajuato, que no sólo tiene una enorme residencia con un valor de 10 millones de pesos, sino que es propietario de un equipo de futbol de la Segunda División. Otro, en Ciudad Madero, es ganadero, mientras que uno más, en Reynosa, tiene granjas y constructoras. No importa en dónde estén, lo que les sale de los bolsillos es dinero.
Los líderes sindicales están asociados fuertemente a riquezas inexplicables. El legendario Fidel Velázquez vivía en una casa en las Lomas de Chapultepec, la zona más cara de la ciudad de México, aunque su único trabajo en la vida había sido de dirigente obrero. Su relevo, el hoy homenajeado Rodríguez Alcaine, también, con una pequeña flotilla de automóviles de lujo y un hospital en Acapulco. El sucesor, Joaquín Gamboa Pascoe, que siempre vestía trajes de altísima calidad y automóviles de lujo, llegó a decir, en un enfrentamiento con la prensa, que “si los trabajadores están jodidos, no tengo yo porqué ser igual”, asegurando que jamás “usaría huaraches”. ¿Alguien ha visto a Víctor Flores, líder de los ferrocarrileros, en un restaurante? Llega con sus trajes metálicos, camisas oscuras abiertas del pecho y lentes oscuros, siempre con una corte y regularmente con mujeres hermosas para pagar cuentas por persona que equivale a cuatro veces el salario mínimo.
No son los líderes sindicales el segmento de la clase política más respetado. Todo lo contrario. Son mal vistos, aunque tolerados, en las altas esferas. Son mal vistos entre mucha clase trabajadora que los acepta sin dejar de criticarlos en privado porque todas las opciones a donde voltean no ofrecen posibilidades de mejoras. Sobreviven muy bien económicamente porque reparten migajas entre los marginados que hacen colas eternas para poder verlos y solicitarles, en episodios que recuerdan las escenas fílmicas de El Padrino, ayudas económicas o sociales para sus familias.
Otorgan esas dádivas, que poco cuestan, impidiendo así la demanda de fondo por una mejor condición de trabajo. El elevamiento significativo de los estándares de vida de sus agremiados está fuera de discusión, salvo en la retórica de los discursos. El bienestar desorbitante es para ellos, que cumplen con la enajenación y manipulación de la clase trabajadora el papel que se les tiene asignados y por el cual, como se ve en el caso de Rodríguez Alcaine, ganan que se les rindan homenajes.