Raymundo Riva Palacio
Julio 29, 2021
Como seguramente sus antecesores, Andrés Manuel López Obrador quiere trascender como un gran Presidente. Es una ambición legítima que muy pocos han logrado en la Historia. El deseo claro de López Obrador, sin embargo, no empalma con algunas de sus decisiones, como el que este viernes regrese a Badiraguato, en Sinaloa, cuna de los más importantes narcotraficantes de México. No es uno de esos momentos que lo trasladarán épicamente a las páginas de los libros de Historia de México, a menos claro, que el Cártel del Pacífico sea quien los escriba.
Pero ante esa bajísima probabilidad, ¿por qué va el presidente a ese municipio? Oficialmente, para supervisar la obra de una carretera, que habían programado como visita “privada”. Un presidente no supervisa obras secundarias, pero López Obrador decidió con este acto equipararla con los mega proyectos que visita regularmente. Hacerlo inicialmente en lo oscurito, parecía avergonzarlo de hacerlo, o buscaba privacidad para algún encuentro que quisiera en ese municipio, pero se tuvo que hacer pública ante la revelación de lo que pretendía.
Para López Obrador y su vocero Jesús Ramírez Cuevas, que tanta atención le prestan a las redes sociales, Badiraguato y Joaquín El Chapo Guzmán, uno de los hijos pródigos del municipio, fueron trending topics en las redes sociales, pero por las razones contrarias. Una, no expuesta en las plataformas digitales, es lo que significa entrar a Badiraguato, donde a diferencia de muchas otras comunidades en el país, no es nada sencillo. Es la cuna de muchos de los narcotraficantes más célebres en la historia mexicana, lo que no es algo fortuito: desde hace casi 100 años se cultiva opio, y se exporta a Estados Unidos. Badiraguato es una de las puertas al llamado “Triángulo Dorado”, entre Sinaloa, Durango y Chihuahua, equiparado así por las autoridades estadunidenses con el “Triángulo Dorado” de Laos, Myanmar y Tailandia, otra región de fuerte producción de opio en los 70.
Llegar a Badiraguato no es sencillo, no solamente por lo sinuoso de los caminos –aunque otro de sus hijos pródigos, Rafael Caro Quintero, construyó una carretera que lo conectaba con Culiacán, a 80 kilómetros de distancia–, sino porque es una zona profundamente inmersa de narcotráfico como la mariguana, de donde el Cártel del Pacífico se estima saca sus gastos de operación cotidiana, por lo que hay halcones sembrados en todo el camino y para visitas como las del presidente, se tiene que pedir permiso. Son reglas no escritas que se cumplen o se atiene uno a las consecuencias.
No se sabe cómo lo ha logrado López Obrador, aunque en esta ocasión tiene a su lado a un oriundo de Badiraguato, Rubén Rocha Moya, gobernador electo de Sinaloa, que compitió por Morena en un proceso salpicado por denuncias de la participación del narcotráfico a su favor. Rocha Moya es contemporáneo de otra de las celebridades negras del municipio, Juan José Esparragoza, El Azul, uno de los narcotraficantes con el cual casi todos los capos de las drogas en el país, aun quienes estaban enfrentados, hablaban con él como un consigliere. Los dos nacieron ahí en 1949, cuando la población apenas superaba los 14 mil habiantes. Otro de sus contemporáneos, Caro Quintero, nació tres años después.
No tiene mucho tiempo que el presidente visitó Badiraguato, que le generó un escándalo que lo persigue. Fue a finales de marzo del año pasado, cuando López Obrador detuvo su camioneta para saludar de mano a la madre de El Chapo Guzmán. No se sabe si fue espontáneo o negociado, pero ahí estaba convenientemente el abogado en México del narcotraficante, que le entregó una carta de doña María Consuelo Loera, quien le pedía que interviniera ante el gobierno de Estados Unidos para lograr la repatriación de su hijo.
López Obrador instruyó públicamente a la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cor-dero, al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y al entonces titular de Hacienda, Arturo Herrera, junto con el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, reunirse con los abogados del criminal, quienes, según la misiva, les aportarían pruebas para demostrar que “había sido entregado ilegalmente” a las autoridades de ese país. Se desconoce qué sucedió con esa gestión, y tampoco se sabe si esta nueva visita servirá para otro encuentro con la madre de El Chapo Guzmán.
La señales que da el presidente con los cárteles de las drogas son muy negativas. Previo a su primera visita como jefe de Estado al corazón mediático del narcotráfico en México, el presidente ordenó la liberación de Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, quien había sido detenido por una unidad especial de la vieja Policía Federal, apoyada por el Ejército, por una petición de extradición del gobierno de Estados Unidos. La liberación fue muy polémica, no sólo por la violación a la ley en que incurrió el propio presidente, sino por los motivos reales que lo llevaron a la decisión de soltarlo.
La versión oficial fue que ante el desastre de una organización fallida de los militares –como si quisieran que se fracasara–, se optó por liberarlo en lugar de provocar una matazón. Se puede aceptar ese argumento en principio, pero se cae al saberse que el joven Ovidio salió de Culiacán con las escoltas del Cártel del Pacífico sin que lo siguiera nadie, ni se intentara una nueva operación de captura o, tampoco, se le fincara alguna responsabilidad. Mensajes en Twitter de uno de sus hermanos donde amanazaba con exhibir pagos para la campaña presidencial si no lo liberaban, pasaron desapercibidos.
Qué sucedió el 17 de octubre en Culiacán, aún no sabemos lo suficiente, pero es uno de los episodios más oscuros de la Presidencia de López Obrador. Se tendrá que explicar en algún momento, así como también la forma deferencial y respetuosa como trata a los jefes del narcotráfico.
Regresar a Badiraguato no lo ayuda, sino lo perjudica. López Obrador debe pensar que es menor el costo que el beneficio, pero debe saber que, históricamente, está equivocado.
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