EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Cultura  

Un homenaje a Acapulco, una crónica de quienes le dieron fama: David Martín del Campo, de Acapulco blues

Reedita la editorial Lectorum el libro que originalmente apareció en 2011 como Las siete heridas del mar, una trama alrededor de la búsqueda de un botín depositado en el mar, y que recupera el escenario del Acapulco de finales de los 50, con personajes épicos como Apolonio Castillo

Julio 13, 2024

El escritor David Martín del Campo, durante la entrevista Foto: El Sur

“¿De qué se están riendo siempre los acapulqueños?”: Tony Camargo

Aurelio Peláez

David Martín del Campo (Ciudad de México, 1952), irrumpe en la narrativa mexicana a los 24 años con una primera novela que fue, según cuenta, un mero ejercicio narrativo de viajes, Las rojas son las carreteras (1976); al leerla, su maestro del Redacción de la Facultad, Gustavo Sáinz, le recomienda publicar y sin más lo encamina con el editor Joaquín Díez-Canedo, propietario de Joaquín Mortiz, gran promotor de los escritores jóvenes, y antes de narradores como José Emilio Pacheco, Ricardo Garibay y Vicente Leñero. Sin más, ahí empezó todo para quien originalmente quería estudiar cine, con una historia de mar, de playa (“yo me debí llamar David Martín del Mar”), como la que este año reeditó –y rebautiza– la editorial Lectorum, Acapulco blues, originamente llamada Las siete heridas del mar (2011).
A la fecha, con medio centenar de libros en su haber, prepara una nueva novela sobre la cotidiana y ya casi desaparecida vida de las redacciones de periódicos, que recoge de su paso por Uno Más Uno y La Jornada. Buscando en la Hemeroteca Nacional para dar contexto a la novela que preparaba sobre Acapulco, una novela negra, de espías de posguerra, se encontró con una edición del Trópico que daba a ocho columas la noticia de la muerte de Apolonio Castillo (1957), aquél épico nadador acapulqueño, originario de Tecpan de Galeana, y encuentra al personaje que justifica un entramado de época que moverá recuerdos, sin duda, a los acapulqueños que repasen sus páginas.

Apolonio, un santo

Taxistas, lancheros, un librero que es a la vez agente soviético, prostitutas, recamareras, nadadores, promotores de viajes en yates, turistas, una rusa, una gringa, traficantes de posguerra y hasta una burra, son los protagonistas de este libro que arma un paisaje del Acapulco de finales de los años cincuenta, en un episodio de sucesos en torno a la búsqueda de un botín escondido. El hilo de la trama, un hijo de familia, del entonces Distrito Federal, quien llega a vender un yate cobrado como deuda por un padre prestamista, y se queda a radicar en Acapulco.
“Yo creo que es una novela de homenaje, una crónica de un Acapulco que habría que ser nombrado, porque quizás lo intentó Ricardo Garibay con Bellísima bahía; no lo logró quizá. Está un poco Casi el paraíso, de Luis Spota, hay un capitulito por ahí. Sé que se han escrito muchas crónicas, yo las leí para este libro, pero como que estaban un poco deshilachadas y no tenían la ambición literaria”, dice en entrevista con El Sur.
En el puerto, mientras realizaba un trabajo que le había encomendado la Universidad Autónoma Metropolitana (1985-1987), publicado en 1990 como Los Mares de México, Martín del Campo fue recopilando historias y anécdotas del viejo Acapulco que finalmente concretó en Las siete heridas del mar, redacción que dice, le llevó año y medio.
“Conocí por diferentes razones algunos hechos importantes que ocurrieron en Acapulco en los cincuentas, principios de los sesentas, que merecían ser reseñados, entre ellos la proeza de Apolonio Castillo en el caso (el crimen de los) Fenton, la locura de Johnny Weissmüller que se andaba ahí paseando como Tarzán enloquecido, la casa de Diego Rivera que estaba ahí en sus últimos días; conocí al jardinero de John F. Kennedy, que cuando era senador pasaba sus días en Acapulco y me platicó las travesuras que hacía. Entonces yo dije, como que hay elementos… y así fue como decidí hacerla, enobleciendo a ciertos personajes que en la vida real había conocido.
Dice de dos protagonistas extranjeras del libro: “Conocí a una Cindi Rudy, en los Ángeles, California, a Sasha Markovich en La Habana, Cuba, era la mujer del embajador. Entonces dije, esta gente vamos a retrotraerla como tripulación del viaje. Además, en mi infancia, en la primaria, un compañero de clase era Carlos Braun Díaz, cuya familia eran dueños del yate Fiesta, todos estábamos enamorados de su madre, que era una mujer guapísima, morena de sol, ojos claros. Claro, la señora se la pasaba en Acapulco en el yate. Y después la tragedia de ese crimen pedofílico y se desapareció del planeta su hermano Alejandro. Entonces dije, y si incorporamos un yatecito jodidón pero que funcione. Ya teníamos los elementos. Faltaba un protagonista muy juvenil, de aprendizaje, con ciertas culpas cargando en la vida y esa culpa era el famoso suicidio del hermano por no incorporarse a la academcia de piano del Conservatorio, que era una historia real que se platicaba en casa. Tenía los elementos y me obligó a ejercitar mi oficio de reportero. Yo me fui durante un par de semanas a platicar con la gente. Conversé con el últimos de los hermanos Arnold, y él me dice, sobre el caso de Apolonio: ‘no, si Apolonio murió en mis brazos, carajo’, yo lo llevé al pulmón (cámara hiperbárica), ahí a la Secretaría (de Marina), pendejo’. En fin, todos me sugerían que el que lo había obligado a hacer eso (sumergirse en el mar en la búsqueda de los cuerpos de Los Fentón) era Fernando Gutiérrez Barrios (el policía político de los regímenes priistas)…
–Lo del mar, pues desde su primera novela, Las rojas son las carreteras.
–Lo que sucede es que yo tengo una obsesión por el mar, yo me debí haber llamado David Martín del Mar, y varias de mis novelas se desarrollan en litorales mexicanos. Las rojas son las carreteras es un campamento de unos muchachos medio jipiosos, en Mocambo, cuando Mocambo era una playa a tres kilómetros del puerto de Veracruz. Tengo también otra que se desarrolla en Mazatlán, Isla de Lobos, que es producto de un reportaje sobre los famosos paros camaroneros que había cuando la flota era propiedad privada y no de las cooperativas pesqueras, y luego la historia de un guardafaros, que ganó el premio Bellas Artes. No desearás, que se desarrolla en Puerto Vallarta, que es un poco el recuento de la filmación de La Noche de la Iguana, que fue un escándalo.
–Esa novela de Las rojas son las carreteras la publicó a los 24 años.
–La publiqué a los 24 años. No lo vuelvo a hacer.
–Una precocidad, a esa edad tenemos a José Agustín que a los 18, 20, años ya tenía La tumba…
–El culpable de todos fue Gustavo Sáinz. Yo quería estudiar para hacer documentales, reportajes, cine, escritura… mi padre estaba ofendidísimo porque yo era muy bueno para las matemáticas. Él quería que fuera ingeniero. Y estudiando Comunicación en la UNAM, nuestro grupo era más o menos sobresaliente, y nuestro profesor de Redacción periodística durante dos semestres era Gustavo Sáinz, del famoso grupo de La Onda –José Agustín, Gerardo de la Torre, Parménides García Saldaña– y Gustavo nos pedía que escribiéramos reportajes, crónicas, entrevistas, y las publicaba luego en su revista que se llamaba Siete, de modo que un mes después tú tenías de calificación un diez, tenías tu nombre en letra de impresa en una revista, y 400 pesos que te pagaba. Yo tenía un capricho desde los 18 años, escribir una historia de algo que nos ocurrió en un campamento que hicimos en Veracruz en Mocambo, y hice un viaje a Los Ángeles, nos fuimos a vivir a la casa de una amigo en Anaheim, y yo todos los días iba a la biblioteca Campbell, iba avanzando y regresé con el manuscrito. Se lo llevé a Gustavo y me dijo, ‘oye David, tu novela está muy bien, perfectamente publicable, dásela a don Joaquín Díaz Canedo’. ¿Y ese quién es? No sabía nada. La llevé a la editorial y a los dos meses me hablaron, me dijeron que la iban a publicar y yo estaba temblando.
–De los personajes de Acapulco blues, con quien se queda… ¿Apolonio?
–Apolonio, porque era un héroe, era un santo yo diría. Porque era muy bien portado. Se da a entender que era de misa diaria. Además él fue el que incursionó con el acualón y con el buceo en el puerto. Me quedo con Johnny Weissmüller por loco, porque hizo famoso a Acapulco. Él fue el que invitó a la famosa Hollywood Gang. Se apoderaron del hotel Flamingos, allá arriba, y siempre tenían una fiesta. Allá estaban Ava Gardner, Elizabeth Taylor. Y unos estaban tres semanas, otros cuatro meses. Era un verdadero despiporre promiscuo. Ellos hicieron famoso a Acapulco, cuando Acapulco era playa Caleta. En el resto de la bahía pues iban a desovar las tortugas, tenían cocotales, e incluso la publicidad de National Geographic. Yo estuve revisando de 1956, 57. Decía, “Visite Acapulco”, y era Caleta, punto. Tu ves ahí con sus daiquirís y sus martinis a los gabachos, que ellos hicieron famoso a Acapulco. Lo que ocurrió después fue otra cosa.
–Y era el Acapulco del boom del cine.
–La novela se iba a llamar Buenos días Acapulco, pero había una película de Capulina que se llamaba así. Y se llamaba Acapulco blues, y el editor que era Carlos Graef, me dice ‘no’. Y le digo, es que son siete mujeres, siete heridas de personajes, siete heridas del mar. ‘Bueno, pues que se quede Siete heridas del mar’. Con tal de publicar a veces hay que ceder en algunos capítulos. Y ahora es al revés, ahora el título es Acapulco blues, y el subtítulo Siete heridas del mar.
–Hay como este escenario de reserva hacia el chilango, ¿no?
–Bueno, Se está haciendo tarde (final en laguna) (de José Agustín), que es una gran novela, sí. Lo que ocurre está es que los chilangos tenemos fama de depredadores. Te portas bien en tu ciudad, y cuando sales vas a depravarte, a degenerarte y hacer escándalos. Igual es la de Las rojas son las carreteras, que van allá al campamento a portarse mal. Aunque el protagonista de esta historia (Acapulco blues) no es tan mal portado, porque tiene la responsabilidad del empleo, y el padre es un personaje muy importante, el coronel Camargo, porque yo lo conocí.
–¿Le refirió mucho coloquialmente Garibay?
–Garibay era un buen retratista del lenguaje, eso se le celebra mucho, tiene unas crónicas fenómeno, de cómo se habla o se hablaba en los años setenta, pero yo aquí me quise dar el lujo de ponerles su habla peculiar a cada persona, que es una manera elegante de no estar diciendo ‘dijo Juan, dijo Pedro’; nomás con que alguien hable dices tú, ‘ah, este es El Yuyo, el malhablado éste’…
–Esa violencia que se retrata (en episodios de la novela), una violencia más bien natural, pero ahora Acapulco es otra violencia, ¿no?
–Como todo el país… se ha convertido en otra cosa. Ciertamente. Y además, el propio crecimiento urbano es monstruoso.
–La novela tiene su burro de la Roqueta.
–Es un homenaje… yo le di una cerveza al burro, se la empinaba y en lo que te platico ya la había vaciado. Es Camila (en la novela), y por salvarle la vida, porque hay ahí un perverso o una perversa que les hace mucho daño, es que la lleva. De alguna manera el protagonista…

El maratón

Uno de los episodios es la competencia, el maratón de natación que se­­­ realizaba entre Pie de la Cuesta y Caleta, donde participaban en equipos distintos Apolonio y Clemente Mejía.
–Yo conocí a Alberto Isaac, el de La Flecha (Roja, línea de camiones) de Acapulco. Era de los nadadores, y yo estuve investigando, y sí, 28 kilómetros, desde fuera darle la vuelta a la península y entrar, y atrás una lancha marina con un mosquete, ahí por si se acercaba un escualo, y la leyenda de pintarse las plantas de los pies de negro para no llamar la atención, y eran muy seguidos y los maratones de los niños eran menores, eran nada más de dos kilómetros, y además todo se desarrollaba alrededor del Club de Yates, y ahí estaba todo, bueno, y lo que quedó.
–Hay nostalgia de la gente, ¿cuál es la identidad de un acapulqueño.
Pues el prototipo es una gente que su bonanza o su prosperidad está basada en el servicio al visitante. Del turismo depende el 90 por ciento de la economía, eso obliga a una cierta formación de personalidad de la gente que vive en sitios como Hawai, Miami, como la Costa de Oro en España, gente que está al servicio del turismo, sea norteamericano, alemán o canadiense.
–¿Qué tan buena recepción tuvo ese libro?
–Muy buena, y gente que me decía, invita a hacer una película, claro que para hacerla, que sería de época, costaría millones de dólares. Cuando era muy chico quería hacer cine, y un día me di cuenta que para hacer una película se necesitaban millones de dólares, entonces me dije, ‘no voy a poder, mejor hagamos novelas.’ Y con la ayuda de Gustavo Sáinz… en la carrera mi compañera de pupitre era Ángeles Mastreta, los famosos Trejo, Arturo, Nacho. Gustavo Sáinz fue un formador de escritores y de gente de las artes… yo decidí que mejor por la escritura, se me daba bien la reporteada, mis amigos dicen que yo más que platicar reporteo, entrevisto.
–Pero también es parte del oficio.
–Es parte del oficio. Yo no me puedo quedar sin saber cómo se llama esta planta, siempre pregunto.