24 enero,2024 3:56 am

José Agustín, la (h)onda huella

Netzahualcóyotl Bustamante Santín

 

La charla fue íntima, cordial, amistosa. El autor de Se está haciendo tarde (final de laguna) llegó puntual a la cita. Escritores, narradores, trovadores y poetas de Guerrero y Morelos se reunían para exponer y conocer sus trabajos, su producción editorial, intercambiar experiencias y explorar proyectos conjuntos. Los promotores de la tertulia habían decidido organizarla en Cuautla por ser el lugar donde residía el escritor de la onda desde la década de los ochentas. Que apadrinara pues la vernácula ceremonia.

Era octubre de 1999, hace 24 años. El salón era pequeño, sin el calor sofocante que castiga y hostiga a la Heroica ciudad morelense. El maestro José Agustín con su tradicional camisa manga corta, gafas hexagonales y la sonrisa adherida, saluda amable y sincero. Ahí le esperan un grupo de escritoras y compositores convocados para la ocasión para charlar de cuates con el autor: Victoria Enríquez, Gela Manzano, Judith Solís, Fulgencio Bustamante e Isaías Alanís entre otros.

Aquel encuentro buscaba afianzar los lazos culturales entre estados vecinos que comparten profundos vínculos identitarios. Era un diálogo bidireccional sobre la tradición oral y escrita, que apelaba a los nexos históricos, antropológicos, gastronómicos y territoriales de esta región del sur del país. Tuvo lugar 10 años antes del absurdo percance que sufrió el autor de Tragicomedia Mexicana ocurrido en abril de 2009 en el Teatro de la Ciudad de la capital poblana, que le dejó con graves secuelas de salud que afrontó con fuerza y entereza los restantes 15 años de su vida.

Irreverente, irredento, libre, sobre todo libre, José Agustín confesó entre carcajadas que en su dilatada trayectoria literaria ningún premio le enorgullecía más que haber recibido en Monterrey a mediados de los noventa (en realidad fue en el municipio conurbado de Guadalupe) el reconocimiento que lo distinguía como “la verga de oro de la literatura mexicana” en ocasión del medio centenario de su nacimiento.

En efecto, su prolífica obra como novelista, ensayista, guionista, cronista y dramaturgo solo fue merecedora del prestigiado Premio Mazatlán de Literatura en 2005 por la novela Vida con mi viuda o el Nacional de Ciencias y Artes en 2011 (que fue suspendido en el actual sexenio). Cuando las Jornadas Alarconianas en sus inicios eran un auténtico festival cultural taxqueño que ponderaba la literatura novohispana, se le reconoció con el ahora menguado Premio Juan Ruiz de Alarcón por la obra de teatro Círculo vicioso, en 1993.

Esa tarde de otoño, José Agustín nos recreó con un palomazo literario, con sus inagotables anécdotas, preguntaba los alcances de aquel encuentro cultural de dos entidades con nombres de insurgentes; contaba el impacto que tuvo en círculos políticos la trilogía de Tragicomedia en la época de Salinas-Zedillo; en fin, bromeaba sardónico con elegancia prístina; a sus 55 años era un chavo afable y empático, animado. Su sencillez era proporcional a su lucidez.

Es práctica habitual en los círculos literarios escuchar reiteradas críticas a los estímulos, becas y premios que reciben escritores consumados o aclamados, por la amistad que tienen con miembros del jurado de un certamen. José Agustín no formaba parte de esa casta (ahora que está de moda referirse a ese núcleo), nunca quiso serlo. Era un personaje que, sobre todo ahora que ha partido, resulta complejísimo clasificar. Era la quintaesencia de la literatura de a pie. En definitiva, no era nuestro Bukowsky. Era simplemente nuestro Juan Rulfo en clave contracultural.

Ni la manida discusión sobre su lugar de nacimiento, Guadalajara o Acapulco, o la duda respecto al parentesco con el prolífico compositor de Linaloe, José Agustín Ramírez Altamirano, que en realidad era su tío abuelo, incomodaban al también melómano cada vez que le inquirían sobre ambas cuestiones. José Agustín estaba llamado a ser solo José Agustín. Él tan original como su nombre mismo.

Como sostiene el director de El Sur, Guerrero tiene una gran deuda, ahora póstuma, con su memoria y su legado. Honrar su obra es ingente e impostergable. Vendría bien inscribir su nombre en letras doradas en el recinto parlamentario del estado o ya que estamos en tiempos de reconstrucción, rebautizar la Costera de Acapulco con su nombre. Al mismo tiempo, distribuir masivamente en una edición popular una o dos de sus novelas más emblemáticas entre jóvenes surianos. Con eso no lo homenajeamos cabalmente, pero al menos dejamos constancia del desagravio colectivo.