16 enero,2023 5:32 am

La cabeza de mi padre

no usar ya

 

Florencio Salazar

A Haydeé Colmenares y Mome del Moral, con el deseo de su pronta recuperación.

La cabeza de mi padre, novela autobiográfica de Alma Delia Murillo (Alfaguara, 2022), ha causado interés entre los lectores. Ha ocupado por meses, en una de las cadenas de librerías más importantes de la Ciudad de México, un sitio privilegiado entre títulos de Arturo Pérez Reverte e Irene Vallejo. Este híbrido –autobiografía y novela–, es producto de la memoria. Se registran hechos y cuando estos faltan los conectores de la imaginación suponen lo que pudo haber ocurrido. Es la verdad literaria de la autora.
La narración tiene como hilo conductor la búsqueda del padre desaparecido durante la infancia de la personaje, narradora y autora, que es la misma Alma Delia. En ella imbrica diversos géneros provocando diferentes ritmos en la lectura. El texto es la catarsis de sus emociones: la ausencia de la figura paterna, la habitación en vecindades, la carencia casi de todo y el esfuerzo sin respiro de la madre para sostener la precaria vida.
Alma Delia –el personaje– solo conoce en fotografía el cuerpo sin cabeza de su padre. La inexistencia paterna se hace más presente: en el registro escolar, en las solicitudes laborales, en los trámites diversos que solicitan los nombres de los progenitores. Hay un vacío existencial en la niña, en la joven, en la mujer madura, que tiene la premonición de advertir la muerte de personas cercanas y siente próxima la de su padre. Quiere reconocerlo antes de que esto ocurra: saber cómo está, qué hace y en dónde.
El 20 de diciembre de 2016, a bordo de una camioneta, inicia el trayecto de la capital de la República a Michoacán (Morelia, Ario de Rosales, Urapa, La Mira), junto con algunos de los hermanos y, sorpresivamente, también de su madre empeñada en asistir. Van a buscar a Porfirio, su padre; pero Alma Delia primero encuentra a su madre. A esa desconocida. A la luz y sombra de la que decidió desprenderse a los 19 años para tratar de ser actriz y terminar en la literatura y el periodismo. A la invisible que conocía de cuerpo entero. A la que tenía de cabeza y recupera en su ancha vitalidad.
Ese será el recorrido de la memoria: del origen, de las calamidades, de los riesgos y las muestras de carácter de los que sobreviven “a la pobreza, a la calle, a la casi indigencia” siendo bravos, dejando de lado ser “mansos y suavecitos” porque si la casa educa y la escuela enseña (es un decir), es en la calle donde se aprende a vivir, a mostrar lo que se tiene, a poner la mira en lo que se desea.
La narradora –en primera persona– entrevera la experiencia vital de la personaje con la realidad de muchas mexicanas. De Nezahualcóyotl a Santa María la Ribera, en donde sufre el abuso sexual en la infancia, las vecinas prostitutas y los vecinos ladronzuelos, el rechazo del “suegro” al noviazgo del hijo por no ser del mismo nivel, la marginación laboral; y luego, independiente de la familia, sobrevivir al atropello de un trolebús, al acoso –“¿por qué tan solita?”–, al celo por su calidad profesional. La angustia por no escuchar el rugido protector. Si bien indica con datos duros los feminicidios y la exclusión de las mujeres en el arco de las oportunidades, la corrupción y el nombre del médico que, en su consultorio, trató de abusar de ella, no es un libro de “denuncia”, panfletario. Es el ojo clínico de la escaladora y la mirada despectiva hacia los sobrados. Desde el cerebro y el hígado da testimonio de su camino en el desierto para alcanzar la tierra que se había prometido.
Obvio, el carburante que mueve a la personaje es el enojo. El enojo en la pobreza, en los estudios, en el trabajo, en el amor, en la escritura de La cabeza de mi padre. No solo la sacude la visión del deceso; también el resentimiento por todo lo que ha significado la vida sin él. La madre empleada doméstica, de mostrador, afanadora, enfermera casual, que padece amores intensos y frágiles. Al reventar la desesperación ella descarga su furia en los cuerpos de las hijos, de las hijas, con azotes de cables de luz.
“Pero (también) había que trabajar. Punto. Había que chingarle. Y así, chingándole, era la única forma de corresponderle a esa mujer que había criado sola a ocho hijos rompiéndose la espalda, el aparato digestivo y el equilibrio emocional para lograrlo”. Si la trama es la búsqueda del padre, el itinerario recorre el sufrimiento y el temple de la madre. “Hay que llegar a los 40 para aquilatar todo lo que vale eso, ir por la vida tomada de la mano de la madre”, dice Alma Delia. Entonces entiende “a su madre y, sobre todo, a la mujer”. El abusado adjetivo heroico queda perfecto en ese ser proteico.
El periplo es aventurado. Incursiona en tierra de narcos y cada movimiento es observado por sicarios. Las amenazas posibles se disuelven al identificar a la familia de Porfirio. Él justifica su ausencia incapaz de evitar el sufrimiento de la pequeña hija –hermana mayor de Alma Delia– quemada por un flamazo, ahora con el cuerpo hecho cicatriz. No soporta ese trauma. Es evidente el simbolismo de la fotografía: el padre no tiene cabeza porque él mismo se la ha cortado. La bicéfala madre afronta con nervio y decisión.
Alma Delia Murillo –la autora– se atreve en el laberinto de varios géneros en su narrativa: biografía, periodístico, epistolar, crónica de viaje, poesía, ensayo, cuento corto y aforismo. Es un texto sicológico y testimonial, en el que, además, muestra cómo construye –sobre la marcha– su estructura literaria. Lo anterior implica el deslizamiento de la narración con diferentes ritmos. Parece ser excesiva en las citas de escritores y poetas; sin embargo, la tensión marca los episodios de la vida de la personaje y mantiene el interés en la lectura. En su desdoblamiento señala los enclaves sociales, económicos y políticos del contexto nacional. Es ácida en sus comentarios y hay enojo en su batalla aspiracionista. Los críticos del aspiracionismo simulan ignorar lo que es “Pasar de un segmento social a otro en este país donde la movilidad es casi imposible, es una pesadilla, una eterna noche asfixiante”.
Alma Delia Murillo nos ha obsequiado un libro memorable. Por la calidad de la escritura y sofocarse en lo profundo de la condición humana está destinado a perdurar. Ella lo sabe: “Apostaría con el Diablo que muchos de quienes me leen ahora mismo están haciendo su propio relato, el del padre ausente, desconocido, mitificado”. Es decir, la historia de cada uno pero de muchos. Por ello, exclama con orgullo: “Déjenme despotricar a cambio de todos los años que escuché a patrones y maestros sermonearnos y castigarnos por ser pobres, por tener piojos, por tener anemia, insultando a mi madre por haber osado traer hijos a la pobreza ¿Cómo se atrevieron? Con qué gusto les diría ahora que la seguridad de sus apellidos reprodujo hijos condenados a la medianía por la falta de hambre”. Cierto, “todos escribimos la novela de nosotros mismos”.
En La cabeza de mi padre hay mucho de México. Patria doliente, país sin cabeza. La ruta está abierta. Aquí hay un reclamo al coraje. A atreverse.