3 diciembre,2024 5:19 am

La ceremonia de leer con microscopio

 

Federico Vite

Algunos de los pasajes más significativos en mi vida como lector han ocurrido al ejercitar las labores hercúleas de la traducción. En algún momento del primer semestre del 2017, me llegó una oferta de trabajo no muy bien pagada, pero interesante. La propuesta consistía en hacer la versión al castellano de uno de los libro emblemáticos del Marqués de Sade, la obra que más me atrae de él: Les 120 journées de Sodome, ou l’École du libertinage (Los 120 días de Sodoma o la Escuela del libertinaje). Obviamente acepté, pero no estoy seguro de volver a lanzarme al vacío de la misma manera que hace siete años.
Cuando escuché el tiempo que tenía para entregar el trabajo me asusté. Debía terminar el borrador en tres meses. Sin dudarlo, volví a aceptar. Me hicieron llegar el original en francés y el texto de apoyo en inglés. Mi francés no competía lo suficiente para hacer la hazaña, así que me decanté por el trabajo en inglés, cuya traducción era de Austryn Wainhouse y había sido publicada originalmente en 1954. Empecé a leer el original y luego la versión anglosajona. Pensaba que las palabras que me alentaron a hacer esta traducción fueron sencillas, pero bien acomodadas: “Creemos que tu trabajo dialoga muy bien con la obra de Sade”. Agradecí el elogio y sonreí. No por el piropo, sino porque a mi mente acudieron algunas otras cosas que me confirmaron la cercanía con el marqués. En la universidad usé la novela Justine o Los infortunios de la virtud para darle sentido, fondo y forma a una ficción en torno al marqués de Sade. Fue un trabajo que se produjo con el objetivo de aprobar la materia de guión radiofónico. En ese tiempo leí mucho al marqués con una emoción distinta, más roma, diría yo. Aunque siendo honesto, no encuentro influencia de Sade en mis libros.
Los 120 días de Sodoma fue escrita del 22 de octubre al 28 de noviembre de 1785. El trabajó se realizó durante 37 días seguidos. Fue una labor ejemplar. No sobra decir que el autor redactó la historia en la cárcel de la Bastilla, una de las prisiones en las que el marqués purgó condena. Usó una letra pequeña en un rollo de papel de dos metros de largo por doce centímetros de ancho, aproximadamente. Nosotros conocemos 500 páginas de ese proyecto y aún sorprende el conocimiento de lo humano vertido ahí. Hablo de un libro que subvierte el orden social y critica la opulencia, pero más aún, la impartición de justicia. Visto con calma se entiende ese libro como un alegato a favor de la degradación humana. El abuso y el castigo expuesto en las páginas son un condimento del goce sexual; además, claro, de la exquisita descripción del sometimiento, fuente inagotable de placer para muchos.
Recuerdo que compré la versión de la editorial española Akal, cuya traducción de César Santos Fontenla me sorprendió por la fluidez de la prosa y el ritmo. Esa versión fue publicada originalmente en 1973. Comparaba las páginas que yo llevaba “traducidas” y me asombraba de las variantes entre el trabajo de César Santos y el mío. El goce de leer esa versión me acercó aún más al original. Compré tres diccionarios de francés y recuerdo, por ejemplo, que literalmente no hacía nada más que leer al marqués y escribir un par de páginas al día. Mientras pasaba el tiempo, me avergonzaba pensar que el marqués de Sade escribió esta novela en la cárcel durante 37 días y yo, al intentar traducirla, llevaba el mismo tiempo, pero aún no llegaba a la página cien.
Algunas veces caía en la neurosis obsesiva compulsiva. Por ejemplo, revisé un par de diccionarios, pero no lograba discernir si estaba frente a un juego de palabras. Leí: “poule poularde”. El marqués usa ese sustantivo y adjetivo para describir uno de los manjares que se presentan en la mesa durante la cena. Para ser preciso, el banquete habla de una ave exquisita. El término era, repito, “poule poularde”. Busqué, les decía, esas palabras, no porque no las entendiera, sino porque necesitaba saber a qué se refería exactamente “poularde”. Tal vez, supuse, había algo escondido. Uno de los diccionarios me llevó a una pista que satisfizo mi curiosidad: “La pularda es una gallina doméstica joven a la que se le quitó un ovario para evitar que ponga huevos y de esta manera, la fase de engorda sea mucho más fructífera, pues no sufre el estrés de la gallina ponedora”. Para llevar eso a la frase de la novela, recurrí al pié de página. Y quedó así, sencillo, en la prosa: gallina pularda. La versión al inglés refería a una gallina de engorda (“broiler chicken”). Tampoco me pareció mala idea consumar la frase así, como lo hizo Wainhouse.
Y de hecho, también pensé que un libro como el que tenía en las manos sería muy difícil de publicar en estos días por una editorial transnacional. Corregí: Sería imposible. La novela cuenta la historia de cuatro libertinos (un duque, un obispo, un juez y un banquero) que se encierran en un castillo de la Selva Negra con un séquito que incluye dos harenes de chicos y de chicas adolescentes secuestrados para la ocasión; algunos de ellos son hijos de ministros de justicia y eso muestra el filo del arma que oculta el autor bajo la manga. Cuatro ancianas de burdel son asignadas como narradoras orales que amenizan las veladas y su tarea es narrar 150 pasiones o perversiones que conozcan de primera mano.
Los libertinos escuchan y representan las pasiones descritas, y a medida que las narraciones se vuelven más brutales, también los libertinos incrementan su furia: la novela alcanza su máxima tensión con las pasiones criminales y las pasiones asesinas. El marqués presenta el material a manera de lista e intercala con breves relatos las escenas.
El proyecto de Sade evoluciona desde lo pedestre (herir un pie a martillazos) hasta lo complejo: hacer que una mujer se trague una serpiente que la devorará por dentro. Recuerdo un proyecto sofisticado. Se describe un artefacto creado para asfixiar: “El suministro de aire se abre y cierra a su antojo dentro de una máquina”.
Las acciones caen en lo grotesco, sacuden a quien los atiende, porque se percibe el ansia de quien las narra. Y la tortura no está alejada del libro, hay relatos que se consideran obscenos y terribles, alcanzan la estética gore.
Los 120 días de Sodoma no es un libro que busque halagar al lector, literalmente lo golpea. Y de hecho, más allá del contenido, lo que a mí me pareció espléndido mientras pergeñaba líneas, checaba conceptos y ajustaba oraciones era el hecho de que por primera vez en mi vida estaba leyendo a un nivel microscópico. No importaban sólo los personajes, la trama, la verosimilitud, la congruencia y la estructura, sino lo que me revelaba cada palabra. Me pareció una hazaña, no por el resultado de la traducción, pues me hubiera gustado tener más tiempo para hacer mejor el trabajo, pero aprendí muchísimo sobre esa vieja idea que habla de la escritura como un edificio cuya esencia consiste en poner sólidamente una palabra sobre otra.
Descubrí el contenido de un libro a ese nivel (micro) y advertí la enorme vigencia del marqués de Sade, y más allá de lo actual de un clásico, también me hice consciente de la necesidad de recobrar (aunque sea a cuentagotas) el poder que tenía la literatura para discernir, elucubrar y criticar ferozmente un sistema de gobierno. Es necesario recuperar la potencia de la literatura para hacer que el lector experimente otros marcos referenciales de la discordancia. Si alguien hizo este tipo de textos en una prisión, ¿de qué es capaz una generación de escritores con muchísimas comodidades? La respuesta podría hacernos llorar, pero no de gusto.

* La traducción de la que hablo apareció en la Editorial Mirlo, de México, en 2017 y consta de 490 páginas.