18 febrero,2023 5:06 am

La importancia

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

 

Perros corren en la orilla de la playa. No veo a sus dueños cerca. Persiguen a la ola y ella los persigue. Estoy seguro de que la cresta blanca del mar y los perros han sido inventados únicamente para jugar a que el azul del cielo no alcanza. Yo no sé para qué fui inventado. En este día no necesito saberlo. Leo un libro. Su título no importa. Lo cierro cuando en la página noventa y dos muere uno de los protagonistas. El otro, el vivo, el que queda, se avienta un monólogo donde básicamente dice que la muerte no es una contradicción de la vida, sino más bien, la única forma de resolver la pregunta por la vida. No sé si le creo. No sé en qué creo. No sé.

Dejo de pensar en la vida y la muerte como algo en perpetua sincronía. El sol es generoso. Puede que hasta excesivo. Es un día de febrero. Todo parece estar en su lugar. Hago un recuento. He sido amado. Yo he amado. He ganado algunas cosas en la feria. He conocido la transparencia de los ríos. Me he bañado en uno. He encontrado una piedra hermosa como el ojo de un dios pequeño. He abandonado esa misma piedra. Esas cosas ocurren. No importa mucho. Al menos no en este momento.

Miro de nuevo a los perros. En esa carrera contra la marea me es regalado un secreto. Anoto algunas ideas para escribir algo. Nada llega que valga la pena recordar. La tarde ahí sigue insistiendo en su metáfora con el oro. El aire me recorre el cabello. El cielo es atravesado por algunas gaviotas. Su vuelo es preciso. Les tengo un poco de envidia. Quisiera irme con ellas.

Abro de nuevo el libro. Dice: Mantenerse alejado del fuego. Suena a la misma advertencia que tienen algunos aerosoles. Cierro el libro. La última frase de la página noventa y nueve dice: Que el fuego se mantenga alejado de nosotros. Las olas se repiten. Hay una canción en ellas. Me impresiona que ninguna desaparece de la misma manera. ¿Cómo iré a esfumarme yo? No importa tanto en esta hora. Quizá en la siguiente.

Pienso en Heráclito y la frase que dice que lo único constante es el cambio. No era tan difícil que se apareciera el nativo de Éfeso en esta escena. A Heráclito y al fuego pudiera creerles. El aire insiste en mi cabello. Me reconozco joven. Sonrío. Aunque no sé qué significa ser joven. Quizá cuando ya no lo sea lo entienda. Qué triste entender solo a la distancia. La vida es un problema óptico. Ahora pienso en ese lugar común que dice que todo depende del cristal con que se mira. Este es mi cristal.

Una madre camina con su niño por la arena. Las pisadas de su madre resisten más el borrado de la ola. De todas formas, ese pequeño aún no tiene obligación con el mundo. ¿Por qué debería entender la permanencia? Se alejan tanto por la playa que ya no los distingo. Son apenas dos colores cubiertos por la sal que revienta una y otra vez en este lugar que podría ser el principio del mundo. El fin del mundo también. El fin implica siempre un principio. Vuelvo a pensar en la pregunta por la vida. Concluyo que el lenguaje no es suficiente para responderla. ¿Qué cosas son suficientes?

Esta es una tarde de febrero. Conozco algunas cosas sobre el llanto, sobre el amor y sobre aprender a despedirse. Recuerdo a mi madre tomándome de la mano en la orilla de este mar. El único mar. El primero. Su mano agarra la mía. Cabe perfectamente mi palma en la suya. Esa perfección no es gratuita. Mi mano se acopla así a la suya porque mi cuerpo es consecuencia de su cuerpo. Es todo lo que necesito saber. Llega una gran ola. La gran ola de Kanagawa. Hasta qué punto todo esto es un sueño. Así termina.

Pasa una vendedora de pulseras con nombres. Busco el tuyo. No existe. Tampoco el mío. Qué lástima. La vendedora me insiste un poco más. Sigo buscando nuestros nombres. Busco tanto que ya ni siquiera importa que la vendedora se haya ido. Importa otra cosa. El mar por ejemplo. El único mar. El primero. Sigo buscando hasta que mis ojos y el horizonte marino son una sola cosa. Ahora son la pulsión original que le regaló esta forma a los peces. Su color. Su caducidad. Su ansia y la geometría inacabada pero no por eso imperfecta de un arrecife. Así la oscuridad del fondo donde ya no cabe nada.

Es febrero. Escucho a Los Cadetes de Linares en mi celular. Se sobrepone la imagen de la playa con la imagen de mis tíos en la sierra. Algo sobre trocas, aserrín y olor a tortillas de harina me es ofrecido mientras la canción dice: Amarillo no me pongo / Amarillo es mi color / He robado trenes grandes / Y máquinas de vapor. Nunca he robado un tren. No sé si algún día lo haga.

Meto mi cartera y mi celular en mis zapatos. Me levanto. Acomodo la escena de la sombrilla, la toalla y la hielera para disimular mis pertenencias importantes. Dilatar el robo lo más que se pueda. No tengo la menor intención de actualizar mi credencial del INE. Ni de llamar al banco. Camino hacia la orilla. Esta es la orilla. Este soy yo.

La primera ola descubre mis pies. El pintor Katsushika Hokusai estaría orgulloso de mí. Yo estoy orgulloso de él. Sigo adentrándome al azul. El permanente azul donde mi padre me enseñó el arte de no morir. La coreografía de ya no tenerle miedo a lo que no se ve. Esto es lo que no se ve.

El agua me reclama. Mis piernas ya no son mías. Son del mundo. Sigo acercándome. Mi estómago ya no es mío. Es del mundo. Mi cuerpo está colmado. El océano y yo ahora nos conocemos desde siempre. Si él va hacia el origen, yo soy el origen. Si él renuncia al tiempo, yo soy el tiempo. Si él cuestiona la pertinencia del cielo, yo soy el cielo. Si él dice, yo pregunto. Esta es la pregunta.

Nado de muertito. Se clausura la geografía. Los nombres de los países. Sus guerras. Las cifras llenas de petróleo y sangre nunca significaron tan poco. Ligeramente voy hacia arriba. Retrocedo. Algo alcanzan a ver mis ojos. Algo que sólo se intuye cuando nada de lo que está en los libros de Historia tiene ya sentido.

Sigue el seseo del mar. Un lenguaje tan antiguo que tiene palabras para designar a las cosas que nunca van a morir. Yo sí voy a morir. No sé cuándo. Jamás me había importado tan poco mi propio deterioro. Un ave interrumpe mis ambiciones. Pienso en Ícaro. E Ícaro se vuelve una fábula necesaria. Pero no para explicar la soberbia. Sino para describir todas las posibilidades de la caída. Esta es mi caída. Esto es nadar de muertito.

Regreso a la orilla sin saber exactamente en qué lugar de mis treinta años estoy. Mis cosas están intactas. Abro mi cartera. Los mismos billetes. Mi idolatría al papel moneda también intacta. En mi INE mi CURP tiene las mismas letras y número. ¿A caso yo también soy una cifra? Un número es una referencia para indicarnos que tan lejos estamos del cero. ¿Qué tan lejos lo estoy?

Abro una cerveza. Suda como si algo le afectara. A mí nada me afecta en esta hora. No sé la siguiente. Vuelvo a poner música. Las olas y la canción compiten. Nadie gana. No hay nada que ganar. Y Amparo Ochoa dice que los dioses no comen. Ni gozan con lo robado. Yo le creo a Amparo. Siempre le he creído. Pasa un hombre corriendo. Su espalda evidencia el compromiso que tiene con el deporte y con el sol. Él es el sol. Yo también le creo. Pasa ahora un vendedor de tatuajes. Mire. Sin compromiso. Que hermoso es mirar sin esperar nada a cambio.

Me da hambre. Como una manzana. También el sonido de la masticación compite con el mar. El sabor de la fruta me convence de asumir que mi cuerpo es más de lo que intuyo que es.

La arena absorbe la luz con tanta paciencia que se reciben la una a la otra con la misma ambición erótica que tienen las abejas con las flores. Esta es la flor. Este es el día.

La madre y su hijo regresan. No sé exactamente de dónde. No importa mucho saberlo. Pero si tuviera que adivinar, diría que fueron al mismo sitio al que van las tortugas a recibir los dones de su caparazón. Las huellitas del niño siguen desapareciendo más rápido que las de su madre. Aun así, ellos dos se aman porque el tiempo no les importa. Pero no les importa porque ellos son. Yo también soy.

Me ofrecen ostiones en una cubeta blanca que aún presume el logotipo de pinturas Comex. No compro nada. El hombre se va cargando la cubeta procurando un equilibro que me recuerda a cuando recogíamos agua del pozo que crecía debajo del amate. Ya no existe ese árbol. Ahora hay una casa. Ahora hay un desierto. Esa fue la primera vez que lloré por perder a un ser vivo. Obviamente no es la única. Pero eso no importa. No ahorita.

La tarde empieza a perder el color. El sol se concentra, mínimo, en el tamaño de una uña. El dedo del universo me señala. Pero no siento vergüenza alguna. ¿Por qué debería? Sí, me he equivocado varias veces. No he pedido disculpas. He mentido. He robado la redondez de una manzana y no la he compartido. Pero eso no tiene ninguna importancia en este momento.

El sol se ha extinguido por completo. Es hermoso como el mar es indiferente por completo a nosotros. Los trabajadores comienzan a levantar los camastros. Las familias se ponen las toallas al hombro. Algunos niños lloran. Siempre es difícil renunciar a vivir sin esperar nada. También levanto mis cosas.

Ahora la noche es tan plena que envidio no ser la noche. Camino. Sé que dejo algunas huellas, pero no las miro. Carezco de pasado y de futuro. Jamás me había sentido tan liberado del peso de mi nombre.

Llego al concreto. Sacudo mis piernas. Me pongo mis zapatos. Se siente extraño caminar sin que mis pisadas titubeen por lo irregular del suelo. Veo a los automóviles ir y venir de un lado a otro de la Costera. ¿Hacia dónde van? Pero nadie me responde. Aunque tampoco siento la necesidad de ir con ellos. Sigo mi camino. En una plaza, un grupo de perros destroza unas bolsas de basura. Tienen hambre, pero no se pelean. Sólo se persiguen unos a otros. Si no viera los restos de pañal que uno carga en el hocico, hasta podría pensar que se divierten.

Llego a una iglesia. Me siento en una de sus jardineras. Aunque está cerrada, intuyo la cruz y la severidad ahí empotrada en la pared principal de la estructura. Vuelvo a recordar a la madre y al niño caminando en la arena. Es hermoso acordarme de ellos dos, ahí, permanentes como el sol de febrero. Siempre las huellas de la madre duran más que las del niño. Pero no importa. No en esta hora. Quizá en la siguiente. Solo quizás en la siguiente.