AGENDA CIUDADANA
Lorenzo Meyer
Si se acepta a) que la esencia de la actividad política es determinar quién consigue qué, cómo y cuándo (Harold D. Laswell, 1936) y b) que la democracia representativa es hoy el instrumento legítimo para responder a esas interrogantes, entonces es positivo que hoy en México los procesos electorales dentro y entre partidos sean la forma dominante del combate político.
A lo largo de nuestra historia las prácticas democráticas a nivel nacional han sido esporádicas y sus raíces actuales aún son débiles. Pese a ello, y no sin dificultades y contradicciones, nos estamos adentrando en un proceso electoral de gran envergadura que tiene características inéditas y reglas aún no muy claras, pero si logramos manejarlo bien redundará en un beneficio para todos como nación.
En el origen del “viejo régimen” que surgió de la Revolución y que entró en crisis al final del siglo pasado, las pugnas provocadas por los procesos de la sucesión presidencial fueron extremas y se desarrollaba casi por entero al interior del grupo que monopolizó el poder. En cualquier caso, a la oposición externa simplemente se le condenó a la irrelevancia o la rebelión. Inicialmente la disputa al interior de la élite gobernante se superó con sangre. En 1920 la sucesión de Carranza se zanjó con su asesinato y en 1924 la de Obregón se resolvió en el campo de batalla. La reelección de Obregón en 1928 quedó asegurada asesinando a los generales Serrano y Gómez y la derrota de la rebelión escobarista en 1929 permitió que Plutarco Elías Calles se convirtiera en “Jefe Máximo de la Revolución Mexicana” e impusiera sin mucha dificultad a Portes Gil como presidente interino, a Ortiz Rubio como constitucional y a Abelardo Rodríguez como sustituto. En los prolegómenos de la elección de 1934 hubo una suerte de campaña dentro de la cúpula del PNR de los generales Lázaro Cárdenas y Manuel Pérez Treviño y del coronel Carlos Riva Palacio, agitación que cesó en cuanto Calles optó por Cárdenas.
En 1939 la división dentro del partido en el poder (el PRM) llevó a que su ala derecha encabezada por el general Almazán creara su propio partido –el PRUN– e incluso hiciera preparativos para una acción armada pero las aguas se calmaron cuando Cárdenas desechó la opción de izquierda representada por el general Múgica e impuso como presidente a un conservador: Manuel Ávila Camacho. Un proceso parecido se repitió en 1946 cuando Ezequiel Padilla, prominente miembro de la élite del poder no logró el apoyo de Ávila Camacho y si bien creó su propio partido ya no pudo amenazar con rebelarse cuando se prefiguró su derrota.
En 1958 el proceso de sucesión se hizo menos visible, “más íntimo”. El presidente Ruiz Cortines manipuló a tres aspirantes con bases propias de poder regional hasta neutralizarlos (Rogelio Hernández, Presidencialismo y hombres fuertes en México, 2015) y al final sacó adelante a otro, a su “tapado”, a Adolfo López Mateos. A partir de entonces y hasta que el PRI perdió la presidencia en el 2000 “el que se movía (en la cúpula de ese partido) no salía en la foto”.
En todos los procesos anteriores el papel del votante fue casi irrelevante, pero al despuntar este siglo la situación empezó a cambiar. Es verdad que en la elección por venir la centralidad del presidente en la designación de los aspirantes con posibilidades dentro de su partido se mantiene, pero la suerte que correrá cada uno de ellos ya no dependerá mucho de la voluntad presidencial sino de su propia capacidad para tejer redes de apoyo y, sobre todo, para competir a cielo abierto por el favor del ciudadano de a pie, que se supone tendrá la última palabra. Y la tendrá por la vía de una encuesta nacional abierta para designar al candidato del partido que en esta ocasión pareciera tener mayor aceptación entre los votantes: Morena. Ahí anidará la “incertidumbre democrática” pues esta vez los partidos de oposición no parecieran tener posibilidades de alzarse con la victoria. Pero esa condición no es permanente y lo ideal sería que en el futuro la “incertidumbre democrática” se mantenga viva hasta el día mismo de la cita del votante con las urnas.