30 julio,2024 5:57 am

La metafísica del manuscrito: los premios y el mercado

 (Primera de tres partes)

 

Federico Vite

 

¿Es cierto que los premios importantes de novela están de alguna u otra manera apuntalados por agentes literarios? Antes de ofrecer una respuesta debe decirse que las memorias del agente literario Guillermo Schavelzon, tituladas con precisión El enigma del oficio (México, Océano, 2023, 294 páginas), muestran el ancho y largo bordado de las bambalinas de este teatro que para efectos sencillos llamo Continente Literario.

Schavelzon revela secretos de algunos autores y describe con precisión los movimientos acertados, a veces no tanto, de un agente literario; asistir, recomendar, gestionar la obra, conciliar intereses, resolver problemas y liberar tensión entre autor-editor y autor-editorial. Cuestión aparte, el libro es muy divertido, o más bien, “Willy” me pone de buenas cuando hace algunas descripciones harto convincentes del ego agigantado que trata de gobernar un agente literario, aunque no siempre lo logre.

Gracias a El enigma del oficio entiendo de otra forma la obra de Mario Benedetti; me asomo a los siempre atractivos asuntos de Ricardo Piglia y atiendo con azoro una travesura de Juan Rulfo. Justo por este asunto, la travesura de Rulfo, también comprendo que un agente literario es una suerte de alcahuete.

Pero traigo agua a mi molino; por principio, hablo de un premio que suele estar en boca de mucha gente. Un premio, por cierto, cuyos ganadores yo no leo, pero sin duda deben tener algo que ofrecerle al lector. Hablo del certamen al que convoca cada año la editorial Alfaguara. Y los casos que refiere Schavelzon son especiales porque ponen énfasis en lo que busca un autor cuando contrata a un agente editorial. Digamos que, cuando se consuma el match, se pone en marcha la metafísica del manuscrito. Cito: “En noviembre de 2003 fui a la fiesta de entrega del Premio Herralde de Novela, en un restaurante de Barcelona, no solo porque el editor me había invitado, sino porque había quedado en encontrarme allí con otro escritor, Gonzalo Garcés, nacido en Buenos Aires como Neuman, y como él, residente desde hacía muchos años en Europa. Era conocido porque años atrás había sorprendido ganando el Premio Biblioteca Breve. En medio de una multitud que luchaba por un bocadillo (era una fiesta de gran austeridad), creí reconocer a Garcés y me acerqué para saludarlo. “¿Gonzalo Garcés?”, le pregunté. “No, yo solo soy Andrés Neuman”, me dijo. Media hora más tarde vi a Neuman convertirse, por segunda vez, en el finalista, es decir, el casi ganador del Premio Herralde de Novela.

Tiempo después tuvimos una charla por teléfono que comenzó mejor, me dijo que le gustaría que lo representara. Ya había leído dos buenas novelas suyas, Bariloche y Una vez Argentina, novelas donde la trasterritorialidad, esa doble pertenencia a dos países, dos culturas y dos castellanos, ser porteño y andaluz al mismo tiempo, pero no ser del todo de ninguna parte, me resultaban temas muy atractivos…”.

Estoy de acuerdo con Schavelzon, en especial, con el elogio a Bariloche, novelita corta, por cierto, pero intensa. Traigo a cuento esta anécdota porque la intención de Neuman era salir de ese foso sin fondo de los escritores sin proyección internacional, un lugar en el que todos pujan por sacar algo, exprimen las banderas de un país, hacen guiñapos su identidad, fingen vidas turbulentas e incluso heroicas y se venden al mejor postor. No saben de dónde ni cómo sacar el tema que los convierta en material de exportación, material digno de mercado internacional. Buscan como desesperados. Pocos encuentran el qué y el cómo de ese tópico. La lección acá es de otro tipo. Así que vuelvo a Schavelzon: “ ‘¿Tienes novela nueva?’, le pregunté. ‘No, pero estoy en ello, escribiendo una extensa y ambiciosa’. Le propuse que cuando la tuviera terminada volveríamos a hablar.

Pasaron cuatro o cinco años. En julio de 2008 Andrés me llamó para decirme que ya tenía la novela”.

“Willy” detalla que El viajero del siglo era de largo aliento (setecientas cincuenta páginas) y transcurría en Alemania, durante el siglo XIX, pero estaba narrada desde la perspectiva (lingüística, literaria y política) del siglo XXI. Yo diría que se trata de un experimento literario que condensa los conflictos de la Europa moderna. “Era difícil creer que a los treinta y tres años hubiera sido capaz de escribir semejante novela, una obra mayor que solo es habitual —y pocas veces— en un escritor después de tres o cuatro décadas de trabajo”. Subrayo esto porque la novela es ambiciosa, pero no genial, aunque yo no soy agente literario ni tengo uno. Lo interesante de este asunto es que se pinta una novela mayor en manos de un joven. Y cito: “Pocos días después estábamos firmando un contrato de agencia y comenzamos a trabajar.

Pensé que lo más lógico era presentarla a Anagrama, después de haber quedado dos veces finalista del Herralde sería muy difícil que no ganara el premio con semejante novela. ¡Ahora sí que tenía una gran posibilidad! Imprimí un ejemplar, lo hice encuadernar y lo mandé a Jorge Herralde con una carta adjunta que trataba de transmitirle mi entusiasmo, pidiéndole que la leyera personalmente”.

Detengo ahí las frases porque vienen a mi mente muchas anécdotas parecidas en las que el agente literario “envía el manuscrito” con la intención de que el hombre orquesta del premio se dé por enterado del concursante (y del respaldo del concursante) que compite en tal o cual certamen de novela. Es común, incluso, que cuando gana un autor, quien primero se entere sea el agente literario, pero lo curioso de este caso es otro aspecto: “Pasaron tres o cuatro semanas de silencio. Y Andrés me decía: Qué raro. Yo no lo decía, pero lo pensaba. Qué extraño, una novela así, de un autor de casa, y que el editor no respondiera… Hasta que un día recibí un correo de una secretaria, diciendo que ‘la novela no les parecía adecuada para el catálogo de Anagrama’. Una fórmula convencional de rechazo que los editores utilizan solo cuando les parece un espanto. En este caso, era una respuesta doblemente ofensiva”.

Sabemos qué le ocurrió a esa novela después, pero antes de diseccionar ese cambio de rumbo me gustaría señalar un aspecto, los agentes literarios suelen cabildear los manuscritos y, por supuesto, los premios. Hagamos memoria. En 2009, Neuman gana el premio Alfaguara con El viajero del siglo. Ese mismo año el premio Anagrama lo obtiene la novela La vida antes de marzo, del cineasta, guionista y narrador español Manuel Gutiérrez Aragón. Se trata de un libro de viajeros también, una narración situada justo en 2024, en un tren que cruza Europa. El texto nace desde el 2024 para hablar del atentado del 11 de marzo de 2004 en España. Usa una estructura parecida a la que propone Neuman en El viajero del siglo, pero el resultado de La vida antes de marzo es honestamente baladí. Lejos de esos dos libros ganadores está el finalista del Herralde de 2009: Providence, de Juan Francisco Ferré, un artefacto sumamente atractivo que no puede sino tensar las cuerdas de la novela como género. Es igual de extenso que el libro de Neuman y me parece más ambicioso, pero lo que logra Neuman con El viajero del siglo es reconectar al público con lo popular de una novela. Providence satisface otros apetitos. Lo interesante acá es cómo resolvió ese entuerto el agente literario. Ya lo sabrá la semana entrante.