10 abril,2023 5:27 am

La Pascua, una clave para esperanzar

Jesús Mendoza Zaragoza

 

Una de las necesidades más universales de la humanidad es la esperanza, como actitud básica, como estilo de vida, como forma de vivir. La esperanza, como actitud humana nos abre hacia el futuro, sobre todo, cuando afrontamos adversidades e incertidumbres. Hay que comenzar por reconocer nuestras propias incertidumbres y procesarlas para seguir mirando hacia el futuro. Algo de esto nos ha sucedido durante la pandemia, que nos puso en situación de incertidumbre generalizada. Y para incertidumbres, las tenemos en México desde hace mucho tiempo, incertidumbres relacionadas con la desigualdad social y con la violencia, por ejemplo.

México tiene su propio contexto de adversidades e incertidumbres que han alimentado desesperanzas y frustraciones en los últimos años. Estas incertidumbres tienen sus raíces en visiones reduccionistas del ser humano y de la vida, que nos hacen prisioneros del pasado para vivir estacionados en el presente. En este sentido, el futuro se ve nebuloso e incierto.

Una de las raíces de la desesperanza está en la economía que mira al ser humano de manera unidimensional, como sujeto de necesidades económicas. El ser humano es visto o como trabajador o como consumidor. Y nada más. No es visto como persona. Otra de las raíces de la desesperanza está en la política que sólo busca clientelas a través de mentiras, engaños y manipulaciones. Y no se ve a las personas como ciudadanos, que poco le interesan al sistema político. Además, la cultura dominante, que rinde culto al individualismo, les arrebata a las personas la posibilidad de lazos comunitarios y sociales, necesarios para su propio desarrollo. Además, cercena el potencial de la imaginación y de la creatividad en las personas, que no les permite mirar y proyectar el futuro.

Con una visión reduccionista de las personas, el resultado viene a ser la mediocridad, el cultivo de una parte de la persona y el abandono de aquello que le hace eso, ser persona, con libertad, con creatividad, con ideas, con proyectos, con historia y con esperanza. Y las consecuencias las estamos padeciendo hoy en nuestros actuales contextos, lleno de incertidumbres y frustraciones. De ahí, la apatía social, la indiferencia ante el dolor del prójimo y la mediocridad política ante las penalidades del país, entre otras cosas. Estamos estacionados, desde hace muchos años en situaciones de violencias, de las más diversas. Y la pobreza de las mayorías no cede. Ya conocemos cuáles son sus factores, que tampoco ceden; la corrupción, la impunidad y la desigualdad social siguen estando estacionadas. Y la incertidumbre nos va rebasando.

Hay que reconocer que la incertidumbre es parte de la condición humana y que tenemos que aceptarla de manera que podamos procesarla y sacar de ella aprendizajes y otros beneficios que nos ayuden a crecer como personas y como pueblos. En ese sentido, no es ni buena ni mala. Pero hay que reconocerla y aceptarla, escuchar el mensaje que trae en sus entrañas para continuar caminando por la vida. Por ello, hay que integrarla y procesarla para bien, asumiéndola como una oportunidad para dar un salto hacia el futuro.

La esperanza ha sido tema preferido para muchos filósofos. Uno de ellos, Federico Nietzsche, que en una de sus reflexiones sobre la esperanza comienza hablando del mito de la caja de Pandora. Como se recordará, esta figura mitológica portaba una caja con un supuesto presente de los dioses para los mortales. Sin embargo, tal caja contenía todos los males y cuando Pandora la abrió, esos males escaparon y desde entonces acompañan a la humanidad. Cuando Pandora cerró la caja, dentro de ella quedó la esperanza. Que la esperanza haya quedado atrapada dentro de la caja significa que quedó atrapada dentro del ser humano. El filósofo dice que la esperanza es “el peor de todos los males” porque prolonga sus propios suplicios hacia el futuro. Por eso, afirma que la esperanza es dañina, es la virtud de los débiles.

Pero hay otro filósofo, Ernst Bloch, que plantea lo que él llama “el principio esperanza”. Señala que uno de los más importantes aprendizajes que hay que hacer en la vida es el de la esperanza: hay que aprender a esperar. Bloch concibe al ser humano consciente de los males que le aquejan, pero profundamente esperanzado. Sueña con un mundo digno y cálido para todos. Habla de las utopías como el componente necesario para vivir esperanzados. Ateo y marxista de su tiempo, Bloch tiene que afrontar el tema de la muerte, que rompe todas las esperanzas humanas. Solo señala que hay que encontrar en esta vida una forma de afirmar la vida ante la muerte describiendo algunas de sus formas: la sonrisa de un niño, la alegría de ayudar a un necesitado, las artes, la música, etc. Pero, aunque no logra desplegar la esperanza más allá de la muerte, el aporte de Bloch en su obra fundamental El principio esperanza, es muy valioso.

El cristianismo, en sus diferentes versiones, protestante, ortodoxa y católica, fundamentalmente, tiene su propia versión de la esperanza, que consiste en mirar con ojos nuevos la vida y todo lo humano. Se descarta la esperanza como una ilusión producida por fantasías o deseos. Así se suele escuchar en tiempos de oscuridades una expresión muy común, “todo va a estar bien”, entendiendo la esperanza como un mero deseo. La esperanza tampoco se identifica con los optimismos propios de las élites políticas y económicas que suelen decir que “estamos bien, vamos bien”, haciendo cuentas alegres en los contextos desastrosos.

La Pascua judía celebraba y sigue celebrando la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, según narra el Antiguo Testamento, con el auxilio del poderoso brazo de Yahveh, mientras la Pascua cristiana celebra el triunfo de Jesús, reconocido por sus discípulos como el Cristo, sobre el pecado y sobre la muerte, triunfo acontecido en su muerte en la cruz y en su resurrección. Para los creyentes, este acontecimiento trasciende hacia toda la historia humana y da una nueva luz a todo lo humano. Hay pruebas históricas de la muerte de Jesús, pero no las hay de su resurrección, porque a Jesús resucitado solo lo vieron sus discípulos, quienes habían creído en él. Hablar de la resurrección supone, pues, un acto de fe: Jesús está vivo, no se quedó sepultado y viene al encuentro de quienes, a lo largo de la historia, hemos creído en él.

Los evangelios dan cuenta de una serie de crisis. Jesús vive sus propias crisis y los discípulos viven otras tantas. La culminación de esta crisis mesiánica se hace patente en su muerte en la cruz. De manera emblemática, en ese momento, la cruz representaba la gran incertidumbre. ¿Qué significó la muerte de Jesús? Para los jefes de Israel, significó la eliminación de un intruso incómodo, mientras que para los discípulos significó el gran fracaso de sus esperanzas por la muerte del Maestro: han perdido su punto de referencia que alentaba un futuro nuevo y ahora tienen que replegarse hacia el pasado. Y, ¿para Jesús qué significó? Él mismo lo explica con sus palabras desde la cruz: el cumplimiento de su entrega a los planes de su Padre en un acto supremo de confianza. Su vida y su destino los confía en las manos del Padre. Y, para el Padre, ¿qué significó esa muerte? El establecimiento de una vida capaz de responder a las profundas esperanzas anidadas en el corazón de la humanidad.

Esa crisis de Jesús y de sus discípulos se resuelve en la resurrección de Jesús, que restaura las esperanzas de los discípulos, pone en evidencia la inconsistencia de los poderes de este mundo y establece un tiempo nuevo, el tiempo definitivo de la victoria de Dios sobre el poder destructor del pecado y de la muerte. Las diversas apariciones de Jesús a sus discípulos tienen la finalidad de afianzar una certeza fundamental: Jesús está vivo y ha vencido a los poderes de este mundo, mientras que el Reino de Dios se queda de manera definitiva. Esa es la gran certeza que permanece, aun cuando desaparezcan todas las demás. Podemos vivir con todas las incertidumbres de este mundo y no sentirnos perdidos, siempre y cuando prevalezca esta gran certeza: el mundo sigue estando en los brazos de Dios.

Jesús de Nazareth nos muestra, pues, la gran utopía: la resurrección sobre la muerte y cómo se alcanza por el camino de la cruz, del dolor y de la solidaridad. Si bien hay quienes señalan que las utopías tienen características negativas porque son producto de fantasías, porque están históricamente condicionadas, porque provocan estancamiento social o porque pueden generar totalitarismos; para los cristianos, la utopía de Jesús orienta y mueve la esperanza y es crítica ante los proyectos supuestamente utópicos.

La esperanza es fundamental para poder impulsar los cambios que nuestro país necesita, para inspirar una visión amplia de las transformaciones que el país requiere, superando los maniqueísmos que definen quienes son los buenos y los malos, y buscando la participación de todos, sin exclusiones ni polarizaciones. Para vencer la pobreza, la desigualdad, la violencia y demás males, ¡cuánta esperanza necesitamos! Necesi-tamos ciudadanos esperanzados, ya sea con esperanzas respaldadas en ideas, proyectos, colaboraciones, o ya sea respaldadas por una espiritualidad teologal como la que se apoya en la persona de Jesucristo, que consiste en esperar contra toda esperanza. Lo importante es esperanzarnos, vivir esperanzados. Con la esperanza podremos recuperar nuestro futuro.