4 mayo,2021 5:24 am

La petición de la lluvia

Silvestre Pacheco León

 

Petición de lluvia en Quechultenango.

Todos los años muy de madrugada pasaban por el callejón de mi casa los grupos de personas que conservan la tradición en mi pueblo de hacer la petición de lluvias al dios indígena, como en la época prehispánica.

Mis padres, aunque no se oponían abiertamente contra esa práctica pagana, mantenían a sus hijos alejados de esa fiesta animosa que a mi madre le recordaba a doña Eleodora, una mujer que durante su vida fue la principal animadora del huesquiscli, grupo de danzantes que alegran el ambiente bailando y chanceando a la cabeza del huentli, que lleva la ofrenda hasta el lugar físico donde se cree que mora el dios de la lluvia y el viento.

Siempre con la curiosidad de conocer el ritual de la cultura indígena pero dominado por el poder de la iglesia católica que a través del catecismo nos enseñaba que eran supersticiones todo lo relacionado con la cosmovisión pagana y pecado para quien la practicara, no pude conocer más que el ambiente de fiesta para la petición de lluvia el mismo día en que la religión católica celebraba a la Santa Cruz.

Era largo el tiempo que tardaba la comitiva en subir hasta la cima del emblemático cerro del Cimal y yo despierto desde la madrugada me imaginaba subiendo el cerro del Cimal acompañando las danzas de los Nitos, los Chivos y los Mecos.

En Quechultenango, pueblo mestizo donde todos crecimos bajo la influencia religiosa del catolicismo y el paganismo, terminamos todos nombrando como el amigo, el malo o el demonio a los dioses que la iglesia católica ha descalificado, aunque no por ello la gente haya renunciado a pedirle el favor de mandar lluvias abundantes y viento suave durante el temporal para que los cultivos crezcan y den buena cosecha, a pesar de que ahora la mayoría de la gente viva alejada de las siembras.

Por eso la petición de lluvia tiene mucho más de costumbre y tradición por la propia fiesta a la que convoca, aunque no dejan de producirse las leyendas en torno a lo que muchos llaman supersticiones.

La última que se conoce cuenta que un joven del pueblo subió al cerro como parte de la fiesta y que estando en la velación tomando mezcal en torno a la fogata que a todos alumbraba y daba calor, empezó a burlarse y a denostar el poder del amigo cuando de pronto y sin una causa justificada todos los vieron caer en el fuego como si alguien lo revolcara y sólo con la ayuda de sus compañeros logró evitar quemaduras de consideración, achacando el accidente a la venganza del dios que gobierna la lluvia y el viento.

El sincretismo en la vida de la comunidad es una realidad tan común que las dos religiones hasta se apoyan en su coexistencia pacífica. Un ejemplo de ello sucedió en el año de 1960, cuando por una larga sequía a punto estuvieron de perderse las siembras de la agricultura de autoconsumo.

Había pasado una semana sin llover cuando la costumbre era tener la lluvia a diario. La milpa ya había crecido a la altura de la rodilla y la gente se preocupaba mirándola morirse de sed, por eso se justificó sacar de la iglesia al santo patrón para recorrer con su imagen todo el campo “que mire por propios ojos la milpa y se compadezca de ella para no dejarla perder”, así decían los creyentes que en grupos nutridos se fueron incorporando a la procesión rezando, cantando y pidiendo la bondadosa intervención del santo para que lloviera.

Pero los días pasaban con el cielo limpio de nubes y la gente rodeando al santo, cansada de pedirle el milagro, hasta que se impuso en la opinión del grupo protestante de la colonia San Sebastián. Argumentaban que la causa de la sequía podía ser la falta del huentli que en aquel año no se organizó, que ese olvido podía haber enojado a Ehécatl, el dios pagano.

Nadie puso objeción al razonamiento y al otro día todos pusieron manos a la obra. Con cooperaciones se organizó el huentli y el huesquiscli con la ofrenda, marchando muy temprano al cerro con la música y las danzas de costumbre.

Los encargados de la ofrenda repusieron la fiesta con la disculpa anticipada rogándole que no viera como ofensa el olvido y les regalara la lluvia.

Mientras tanto, en el llano las milpas con las hojas retorcidas de sed a luchas sobrevivían en lo caliente de la tierra. La gente recuerda que no había viento, el cielo estaba limpio y en el horizonte se podía ver el quemante rescoldo del sol saliendo de la tierra. Ya casi nadie quería voltear al cielo por eso fueron unos cuantos los que se dieron cuenta de la pequeña nube venida quien sabe de dónde la cual luego de posarse en medio del llano hizo caer gruesas gotas de lluvia sin ningún aviso.

En un rato se mojó el suelo, luego se hicieron charcos y el agua corrió por los caminos antes polvorientos y resecos. La imagen del santo se mojó mientras la gente encargada de la petición de lluvia bajaba del cerro con escandalosas risas de alegría.

Al otro día todos fueron de visita a sus milpas mirando el milagro que habían vuelto la vida, pero a nadie se oyó comparar el poder del santo con el de dios, aunque la iglesia siguió poniendo valladares contra la mitología ancestral, por eso mandó poner cruces en los cuatro puntos cardinales del pueblo para protegerlo del “malo” en la creencia de que el viento sopla en todas direcciones.

Hubo un tiempo en que los católicos militantes llevaban al párroco a cada una de las cruces para disuadir a los seguidores de la práctica pagana a que continuaran subiendo hasta la cima, pero quizá por la distancia y el esfuerzo que implica la subida terminaron dejando libre el paso de quienes conservan la tradición indígena.

Mis deseos juveniles de participar directamente en el rito indígena por fin pude satisfacerlos en el 2018 gracias a que la fiesta coincidía con mi estancia en Quechultenango.

Decidí subir al Cimal guiado por el eco de la música, los gritos y chanzas, junto con el estruendo de los cuetes, la música del tambor y la flauta de las danzas tradicionales.

Era un reto la caminata para mi sedentarismo y desacostumbrada vida en el campo, por eso cuando llegué al pie del cerro después haber caminado toda la loma que se antepone frente al pueblo sin acusar cansancio, sentí la confianza de que tendría la suficiente reserva de fuerzas para andar toda la subida por el camino pedregoso para llegar a la cima casi sin descansar.

Apenas llevaba media hora subiendo el cerro cuando alcancé al primer grupo de jóvenes descansando a la orilla del camino, mientras yo me sentía fresco y con buen ánimo para mantener mi ritmo.

En el trayecto recordé lo fácil que es perderse caminando bajo los árboles, porque se pierde la orientación y en eso influyen los múltiples caminos idénticos formados por los animales y la gente que va a leñar.

Recordé lo fácil que resulta perderse en el campo porque, como decía mi amigo Felipe, ahí no hay nadie a quien preguntarle. Eso les sucedió un año a Rosa y Enrique, quienes un año quisieron vivir la experiencia del pedimento de lluvia caminando desde Zumpango hasta el pozo de Ostotempa, se perdieron confundidos por tantos caminos.

Todo el día anduvieron perdidos hasta que casi anocheciendo llegaron a un pueblo de Tixtla sudorosos, asustados y sedientos.

En eso pensaba yo cuando me di cuenta lo difícil que me resultaba identificar el camino desandado bajo los secos árboles de tepeguaje, brasil, parotas, espinos, ciruelos cimarrones y muchos chaparrales, todos sin hojas y de un gris requemado, pero pronto me guié con el ruido del grupo que iba delante de mí, y al cabo de unas horas estuve al pie de las cruces en el mismo día en que un grupo de voluntarios terminaban de colocar el techo de la capilla.

Después de haber descansado un rato me acompañé de algunos conocidos subiendo hasta el Sótano, como la gente le llama a una oquedad que calculé en 70 metros de diámetro, casi un círculo perfecto que se había hundido hará cientos o quizá miles de años, en cuyo fondo han nacido algunos árboles gigantescos, los únicos verdes que se pueden apreciar en el contorno, como para recordar la mitología náhuatl que explica que fue por la ramas de un árbol frondoso que bajó Ehécatl a la tierra debido a la pasión que sintió por su amada Mayah, de la que se había enamorado.

La oquedad donde se ubica físicamente la morada del dios de la lluvia tiene una profundidad de unos 20 metros en la parte más honda. Todo en el sótano son piedras gigantescas sólidas y pesadas en un ambiente de pasmosa quietud y silencio.

Sin pensarlo mucho, buscamos el lugar menos difícil para bajar, un desbarrancadero que puede catapultar a quien se descuida hasta el fondo del sótano. El grupo que guarda la tradición estaba ya delante de nosotros. Había sólo hombres, como marca la tradición, pero a medida que pasaba el tiempo aparecieron también algunas mujeres.

Los de la ofrenda habían cumplido ya el rito de la entrada a la cueva y pedían a los presentes que levantaran la mano quienes quisieran entrar, con el compromiso de no llevar otras intenciones distintas a la petición de lluvia “por las consecuencias negativas que pueda haber para quienes buscan otra cosa”, decía sentenciosamente el responsable.

La entrada a la cueva es reducida y discreta, donde sólo una persona puede pasar a la vez antes de acceder al espacioso y oscuro salón donde se lleva a cabo la petición.

Una por una fueron introduciéndose por la boca de la cueva las personas seleccionadas y cuando todos hubieron bajado en la más completa oscuridad y silencio fueron encendiendo las velas llevadas para la ocasión, luego el de la voz agradeció que se nos hubiera permitido el acceso disculpándonos a todos por el olvido de ofrendarlo cuando correspondía y explicando la aflicción que invadía a todo el pueblo por la prolongada sequía que ponía en riesgo todo el trabajo invertido en las siembras y la seguridad del alimento en el futuro.

Hecho lo anterior, a cada quien se sirvió su copa de mezcal comenzando con la del dios a quien todos deberíamos imaginar en cuclillas como estábamos nosotros.

Después cada quien encendió su cigarro y ya entrados en confianza se inició la petición para que cayera la lluvia y el viento consigo no tirara las milpas. En torno a esa misma petición cada uno de los presentes hizo uso de la palabra en la más completa quietud donde se respiraba un raro y excepcional ambiente de tranquilidad.

Nadie parecía estar interesado en averiguar otra cosa dentro del espacio invadido por la más profunda oscuridad, y aunque yo aguzaba el oído, no alcancé a identificar ningún ruido que pudiera parecerse al rumor del río subterráneo del que se hablaba entre quienes ya habían vivido la experiencia de bajar, y después tampoco nadie habló del curioso bulto semejante al de una persona que a todos llamó la atención porque guardó silencio cuando le tocaba su turno de hablar.

Para finalizar el rito de la petición de lluvia se sirvió de mezcal la caminera, dejando en medio del salón la ofrenda para que el dios comiera a su gusto sin la presencia ajena y la gente salió de la cueva conforme se fue despidiendo.

Ya con la claridad del sol fuera de la cueva, miré que casi se había despegado la suela de una de mis modernas botas de montaña. Así que la aseguré como pude y me eché a caminar de regreso repasando toda la experiencia vivida.

Caminé y caminé sobre la cumbre del Cimal hasta que me di cuenta que estaba desorientado. Mi desconcierto y confusión crecieron cuando allá abajo del cerro alcancé a ver espaciosos terrenos de un verdor excepcional totalmente desconocidos. No sabía si estaba rumbo al nacimiento del río Limpio o en el extremo contrario, hasta que divisé el pueblo de Coscamila. Entonces caminé en sentido contrario sin la seguridad de tener la orientación debida. Así anduve y desanduve el camino hasta que caí en la cuenta de que podía regresar al sótano y esperar ahí a la bajada de la gente para no perderme, pero como la espera se alargaba, razoné que no podía perderme siempre y cuando fuera hacia abajo.

Así logré salir de la selva reseca a la Tierra Colorada y tras cruzar una serie de alambradas que tienen dividido en lotes todo el cerro sagrado, bajé hasta la carretera y luego caminé todavía con el rigor del sol de vuelta hasta el pueblo sin compartir esta experiencia que los interesados pueden vivir cada año.