20 abril,2024 4:24 am

La reducción de la vida entera de un río, a dos o tres escenas

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

(Primera parte)

He robado trenes grandes

Y máquinas de vapor.

Los Cadetes de Linares.

 

I

Los rumores de las subastas de ganado de esta parte del desierto, más que mostrar a una sociedad pecuarista organizada alrededor de la adquisición y venta de animales de granja, presenta, sin exageración alguna, los divertimentos de una secta perversa. Todos dicen que las criaturas en trueque son robadas. Pero en esa pequeña cofradía, el hurto es lo de menos.

El mercado de compra y venta de animales de tonelada o media tonelada, aves, perros de raza o peligrosamente educados, y alguna que otra excentricidad venida de Asia o América del Sur, son expuestos, cada tanto, en algún lugar de la sierra de dudosas coordenadas.

La forma de avisar del evento es errática, pero todos los rancheros con membresía a la secta, de alguna forma se enteran casi con la misma discreción con la que se anuncia que ha llegado la cigüeña a casa. Y como si se tratara de un circo húngaro que va de pueblo en pueblo, unos días después del llamado, un sombrerudo con megáfono y lentes de aviador negros, así namás, surgirá en medio de un llano, bajo una carpa erigida en triángulo igual de orgullosa que una montaña, pero que se desmantelará tan aprisa que la nube de polvo surgida en el arribo de las trocas cargadas de animales, ni siquiera acabará de asentarse cuando todo ya haya terminado.

Tremenda destreza para levantar actos de magia así, uno pensaría que solo pueden ser animados por la necesidad de escabullirse de la ley. Pero se comenta que los subastadores no se habían entregado al perfeccionamiento de la rapidez de montar y desmontar el jolgorio de venta de animales en tiempo récord, por la aburrida necesidad de escaparse de la policía. Para prófugos obtusos ya había otros tianguis gallineros, mercados de pulgas que de verdad vendían pulgas, y bazares gitanos donde se lee la mano, y si se puede, el pie. Los subastadores, llegado el punto, cuentan, domesticaron esa velocidad de montaje y desmontaje, por el gran placer de saberse un espectáculo. Un mito vivo bajo un sol igual de vivo donde no era el dinero la motivación principal, sino haber conquistado la desaparición y toda la maestría que conlleva jamás ser encontrado.

II

Como todo mito vivo, la especulación es necesaria para que la gloria que envuelve un acontecimiento así, no solo no disminuya, sino que adquiera alturas y despliegues mayores en la calidad de sus metáforas y héroes, condición que solo puede ser procurada por el boca en boca de los niños con las rodillas raspadas en el recreo, el mitote de señoras sin oficio que se pasean durante horas por plazas públicas juzgando hasta la sombra de los pájaros, y borrachos profesionales que cuando no están llorando por su exesposa con el pecho tendido sobre la alfombra verde de una mesa de billar, algo más inventan del mundo.

Sin embargo, también es sabido que lo que acaba por darle a un mito su generosa y ambigua inmortalidad, no es la calidad y destreza de los personajes para sobrevivir a todo sobresalto, sino la forma en que aquello que parecía tener todas las de ganar, por una minucia, simplemente muere.

III

Cada pueblo de aquella municipalidad tiene su propia versión de cómo operan los subastadores, aunque ningún habitante hubiera participado de cierto en la compra y venta del disque ganado. Y cada historia parece ensayar el rumor de simples cuatreros, que si ya no a caballo, pero en trocas de 8 o más cilindros, hasta dotar al crimen de una narración, que en unas décadas, si algún estudiante excesivamente optimista tiene el descaro antropológico de asumir aquello como folclor, pasará a formar parte de los libros de texto gratuito que se leen en las escuelas primarias, y que por alguna razón burocrática desconocida, siempre tienen adornada una de sus paupérrimas paredes con un mural infame representando la primavera y la sospechosa cara de un reformista demasiado justo.

Corrijo, casi ningún habitante.

IV

Por aquella parte de la sierra el tren había sido descontinuado de sus labores. Sólo quedaban las vías, que un pueblo empezó a usar como división, primero geográfica, aunque consecuentemente política y ya rayando la obviedad, pues económica. Así que los más pudientes estaban de este lado de las vías, y los más jodidos de aquél otro lado. En ese pueblo, que al parecer era la última parada comercial del tren antes de seguir su camino irreal hasta la Gran Frontera, los trabajadores ferrocarrileros hacían una escala de una o dos noches de descanso, dependiendo el carbón y el clima. La misma empresa de trenes les había construido una pequeña pensión muy cerca del río. Dicen que un ganadero, sin pedir permiso, decidió tomarla a propiedad, junto con la esposa de quién sabe qué otro ranchero, arrebatada de unas tierras que estaban muy muy allá de las últimas montañas.

V

Aunque también se dice que la mujer en realidad no había sido robada, sino que se había escapado, que era hija de un gobernador del Sur, y que Don Tino y ella, por puro azar, se habían encontrado los ojos en medio del desierto. También, otras bocas con ambiciones más novelísticas, contaban que los subastadores se habían traído a esa muchacha de algún sitio donde, cuando acá es primavera, allá es otoño, o al revés y que Don Tino la había comprado.

Pero hay que tener cuidado con todas estas habladas. No se debe confiar uno de lo que se escucha medio en broma, medio en serio, en una gasolinera en medio de un camino que ni Dios se acuerda dónde.

VI

Lo interesante de cada una de estas historias no es su desvarío hacia un sinfín de posibilidades argumentales, sino que en su conjunto acababan por contar la versión más próxima a lo que había ocurrido y que dio origen al mito de los subastadores.

VII

Don Tino en realidad era un guardia forestal, y el gobierno le había dispuesto la antigua caseta ferrocarrilera como pensión y cuartel. Tampoco había comprado nada.

Lucila Rossi y Faustino se encontraron de casualidad en un rondín que él hacía a caballo muy hacía abajo, buscando un humo antes de que se animara un monumental incendio. La mujer primero se asustó, corriendo hasta la náusea, desplomándose en la orilla de la desembocadura de este cauce y el inicio de aquél otro. Ahí fue cuando los dos sí se hallaron los ojos.

VIII

Lucha, como se empezaba a rumorar que era su nombre, era una mujer de pelo amarillo y blanca como la nieve que cae en las películas, también decían las gentes. Nunca se le veía sola, salvo cuando se sentaba a leer en la orilla del rio Siwara. Y cuando digo que no se le veía sola es que o estaba acompañada por Don Faustino o por un revolver Peacemaker, ya medio viejo, pero al fin la pólvora y el arma.

IX

Don Tino, después de escuchar un acento entre desesperado y llenó de vos, andá pashá ,andá pashá, no me lastimes. Solo se le ocurrió pensar que tanto correteo le había cambiado el color y la lengua a la muchacha. Cuando le dijo que era guardabosques y le enseñó su pálida insignia de oficial municipal, Lucila dijo su nombre. Le aceptó agua, un pedazo de carne seca y una cobija para cubrirse los trapos que apenas y alcanzaban a ser ropa.

Comenzaron a cabalgar hacia la caseta ferrocarrilera que Faustino designaba como la Casa de los Tejones, simplemente porque cuando llegó, en efecto, era la casa de una familia de tejones. En el trayecto, Lucila le platicó cuántos días llevaba caminando.

El guardabosque la escuchaba con atención. Los cascos del caballo sonando contra las piedras del camino, en su eco por las laderas, acentuaban algunas frases con su rumor de martillo herrero, pero cuando la muchacha dijo la palabra subasta, Don Tino reparó el caballo, cargó su fusca, le pasó la Peacemaker a Lucila dándole unas muy generales indicaciones sobre el seguro y la buena puntería, y le metió candela al trote hasta llegar a los Tejones.

X

En la gasolinera, en el kilómetro 117, un comerciante de pacas de pastura de aven­­­­­a, sigue hablándole de su tío, el guardabosques, a un trailero. Uno cuenta con santos y señas y harta palabrería los sucesos. El otro escucha con reciprocidad.

Ambos hombres se pararon a cargar diesel, usar el baño, fumar, volver a usar el baño, echarse un café, fumar, volver a usar el baño y descansar del camino, pero ninguno de los dos tiene ganas de seguir manejando. Es mayo, el sol anda tan fiero, que ni el viento se atreve a pedir tregua. Cuando el clima está así, la clásica broma de que se podría freír un huevo en el cofre de los coches se vuelve una muletilla. Al comerciante le dicen El Meñique, el menor de cinco hermanos, al trailero simplemente le dicen El paquetes, también, coincidentemente, el menor de cinco hermanos.

Comenzaron a hablar cuando hacían fila para el baño. Uno con la moneda exacta de 10 pesos en la palma derecha, el otro con puras monedas de a peso en la mano izquierda. Al entrar al baño, ambos se sientan en tazas contiguas, separados apenas por una pírrica pared de plástico y aluminio barato. Nadie dice nada, pero ambos se miran los zapatos por debajo de la separación de las tazas. Uno trae unas votas vaqueras, muy lustradas, nuevecitas se diría. El otro unos tenis, que a leguas presumen el anuncio de soporte ortopédico.

Paquetes le pide papel higiénico a Meñique después de revelar que siempre tiene la misma pinche perra suerte. Y celebra que esta vez haya habido alguien al lado para no caminar como ganso hasta el tráiler, donde ahora siempre carga un rollo de papel, y así no tener que limpiarse en una posición, por demás incómoda, adentro de la cabina del vehículo.

Ese gesto, aunque ninguno de los dos lo considere como tal, generará una complicidad suficiente para que Meñique comience a contarle de su tío, recién fallecido hace unos días, a Paquetes. Cosa también por demás obvia señalar, es la razón de su desplazamiento. Ir al funeral de Don Tino.

Continuará…