29 julio,2020 5:33 am

La reforma de las pensiones: privatizar ganancias y socializar pérdidas (de nueva cuenta)

Saúl Escobar Toledo

 

El anuncio dado a conocer en Palacio Nacional el 22 de julio, justo hace una semana, en el sentido de que se enviará una iniciativa de ley “tripartita” destinada a “fortalecer el sistema de pensiones”, deja más dudas que certezas. Ello se debe en buena medida a que no se conoce el texto de la reforma. De esta manera, varias de las metas señaladas en el comunicado oficial no están claramente sustentadas y dejan muchas dudas en el aire. Los ejes fundamentales que se plantearon fueron: a) un aumento escalonado de las aportaciones al seguro de retiro; b) una disminución importante del número de semanas requeridas para alcanzar una pensión; y c) un incremento a la cuantía de la pensión mínima garantizada.

Para lograr lo anterior, la aportación patronal aumentará en forma gradual de 5.15% a 13.87% en un lapso de ocho años. Y aquí empiezan las dudas porque sorprende que los representantes de los empresarios que apenas un día antes reclamaban subsidios y apoyos del gobierno, ahora festejen un proyecto de ley que afectará directamente a las empresas. Adujeron que estas aportaciones entrarán en vigor hasta 2023. Pero dos años de gracia no puede considerarse un plazo apropiado pues aún no sabemos el momento en que la economía se vaya a recuperar al punto en que se considere que están dadas las condiciones para aumentar los costos laborales. Tampoco está claro, como se dijo extraoficialmente, que las pequeñas y medianas empresas no serán afectadas debido a que “el aporte patronal será diferenciado de acuerdo (con) los ingresos de los trabajadores”.

Este esquema tendrá que ser explicado más detalladamente ya que puede inducir a que los patrones (de todo tipo) congelen los ingresos de sus trabajadores. Como dijo el líder del CCE en una entrevista a un medio de comunicación, lo cual fue reportado oportunamente por El Sur, “nuestra sugerencia a todas las empresas es que el punto porcentual se negocie dentro del paquete de prestaciones. Es decir, si le ibas a dar 7 por ciento de aumento al trabajador, darle 6 por ciento al salario y un punto se lo dejas en el cochinito” (sic). Muchos otros especialistas incluso del sector privado han advertido que la reforma alentará la informalidad, puede ser un factor inflacionario y será un freno para la inversión del país. Hay entonces un riesgo evidente: el aumento de la cuota patronal será pagado de una forma u otra por los trabajadores y afectará sensiblemente el crecimiento del empleo formal y bien pagado.

Debe quedar claro que, para fines prácticos, técnicos y legales, se trata de una reforma fiscal ya que según el Código respectivo, las aportaciones a la seguridad social se consideran contribuciones para los gastos públicos, obligatorias para las personas físicas y morales “conforme a las leyes fiscales respectivas”. El aumento de la cuota patronal puede calificarse como una reforma regresiva, muy distinta a la que se había propuesto por un grupo amplio de organizaciones y personas, consistente en aumentar los gravámenes, mediante la Ley del Impuesto sobre la Renta (a las personas físicas), a las grandes fortunas que concentran la enorme mayoría de la riqueza y los ingresos en este país. Una pena que se haya optado por un camino totalmente distinto.

El segundo objetivo, la disminución de las semanas de jubilación (de mil 250 a 750) probablemente beneficiará a los trabajadores que les toque en suerte gozar esta nueva disposición, pero no está claro a partir de cuándo. Algunos asumen que al otro día que se apruebe la ley mientras que otros suponen que ello sucederá al final del periodo de transición, allá por el 2030. Además, para mayor confusión, el boletín oficial afirma que este requisito “posteriormente se elevará gradualmente, en un periodo de 10 años, a 1,000 semanas”. ¿En qué quedamos entonces?

Subsiste, por otro lado, el problema de la cobertura. Los altos niveles de informalidad, cercanos al 60% han sido la causa principal de que el sistema haya incluido a un reducido número de trabajadores; sin embargo, también debe tomarse en cuenta la enorme cantidad de ocupaciones vulnerables o precarias (muchas de ellas por medio de la subcontratación). La reforma no ofrece alternativas para mejorar la calidad del empleo y, además, deja pendiente, de manera indefinida, los cambios para los trabajadores del apartado B.

El tercer objetivo, el incremento de la cuantía de la pensión mínima garantizada,  llama igualmente la atención por la vaguedad de los números debido a que, se afirma, esta aportación se incrementará en función de la edad, el salario y las semanas de cotización. En declaraciones hechas por un funcionario del CCE se aseguró que el gobierno pagará más a los que ganan menos, por ejemplo, “si un trabajador gana un salario mínimo el gobierno asumirá el 100% del aumento”.  La pregunta que surge es ¿cuánto significará para las finanzas públicas esta nueva carga? ¿Qué tanto representará en materia de endeudamiento público?

Otras afirmaciones hechas por funcionarios de Hacienda y el CCE parecen sólo buenas intenciones: por ejemplo, reducir las comisiones de las Afores.  Éstas, por cierto, manejarán, según estos voceros, una cantidad de recursos que pasará de un estimado actual de 17.2% hasta el 40% del PIB. Sin duda éste es uno de los objetivos de la reforma que motiva tanta alegría a sus impulsores. Por lo menos eso se desprende de los estudios de la OCDE y de la iniciativa del Partido Acción Nacional, documentos que, muy probablemente, sirvieron de base al documento presentado ese miércoles 22.

Por otro lado, está el tema de los rendimientos. Teóricamente, para que el trabajador obtenga una buena pensión, las SIEFORES tienen que invertir en instrumentos muy rentables. De ahí la propuesta de que se eleve el porcentaje permitido para fondos de renta variable en el extranjero. Ello, sin embargo, implica mayores riesgos. Por el contrario, invertir en bonos de deuda pública es más seguro, pero ofrece menores rendimientos. Esta contradicción, junto con el cobro de jugosas comisiones, ha causado una incertidumbre permanente y frecuentes altas y bajas en las cuentas de los trabajadores. Se trata de un problema sin solución porque el sistema se basa en un negocio diseñado para ofrecer ganancias a las agencias privadas, no mejores prestaciones laborales.

En síntesis, la reforma puede castigar a las pequeñas y medianas empresas y afectar negativamente el empleo y los ingresos laborales. La prisa por anunciar una reforma que empezará a aplicarse, probablemente, dentro de dos años, no sólo desentona con el momento económico que estamos viviendo. Desde el punto de vista político parece sellar un compromiso del gobierno con el sector más poderoso de los empresarios para cancelar definitivamente otras reformas como la de gravar a las personas más acaudaladas, establecer un seguro de desempleo, y el financiamiento de otros programas como la renta básica. Además, contradice la promesa presidencial de no aumentar la carga fiscal ni endeudar más al país. Cuestiones que, por cierto, recaerán, principalmente, en la administración que tomara posesión en diciembre de 2024 (no importa de qué signo partidario).

La presentación de la iniciativa de ley y su discusión en el Congreso seguramente despertará reacciones no tan festivas como las que se dieron en Palacio Nacional. No puede esperarse que muchos empresarios, sobre todo los pequeños y medianos, se sientan tan conformes; ni que otras representaciones sindicales, incluso las que formaron parte del viejo aparato corporativo, vayan a quedarse calladas. Esperemos que los legisladores, sobre todo del partido mayoritario, estén dispuestos a promover un debate amplio e informado. Según la OIT, de 30 países que privatizaron el sistema, 18 lo revirtieron y regresaron a un modelo público y solidario. Y tuvieron éxito. ¿Por qué entonces reforzar un modelo que ha saqueado los bolsillos de los trabajadores?

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