11 abril,2022 5:26 am

La Semana Santa hace 60 años

Silvestre Pacheco León

La Semana Santa en la década de los sesenta del siglo pasado en Quechultenango nos alegraba más por la llegada de familiares al pueblo en plan de vacaciones que la tristeza por el recordatorio de la pasión de Cristo. Aunque para los adultos era algo más que una tradición porque participaban activamente en el ceremonial religioso.
Los niños sobrellevábamos la semana de penitencia pensando en las novedades y regalos que traían los visitantes cuya presencia cambiaba un poco el ambiente aburrido para los que nunca habíamos salido del pueblo pero que anhelábamos crecer para vivir esa experiencia que parecía como el destino manifiesto de los jóvenes que asistíamos a la escuela.
Creo que fue la influencia de tantos visitantes que llegaban al pueblo en esta temporada de vacaciones, atraídos por los atractivos naturales y sociales del pueblo, lo que poco a poco fue cambiando la actitud de las familias frente a las tradiciones religiosas. Por el ánimo de atender a las visitas y sus requerimientos rompían con el ritual de la iglesia que poco a poco fue perdiendo devotos porque en vez de afanarse para mantenerlos en la fidelidad su trato era poco cuidadoso y en vez de atraerlos con amabilidad los acosaban y señalaban por su falta de compromiso.
Antes de que esas nuevas relaciones sociales afectaran al culto religioso los festejos tenían cierto grado de rigidez, casi como lo describe don Agustín Yañez que era la costumbre en los pueblos de los Altos de Jalisco en su novela Al Filo del Agua.
Se comenzaba la Semana Mayor, cubriendo con lienzos de tela morada todas las imágenes de santos que encontraban refugio en el templo como una manera de mostrar el luto por la Pasión de Cristo.
El cura de turno iba narrando al paso de los días cada hecho relevante sacado de la lectura del Nuevo Testamento.
Las campanas dejaban de tañer en esos días de luto y recogimiento, y en su lugar se escuchaba la matraca, un instrumento de madera a semejanza de tambor que se colocaba en la torre de la iglesia cuyo mecanismo funcionaba con una manija que al darle vuelta empujaba el sistema dentado de fajillas haciéndolas chocar con golpes ruidosos como truenos que daban la sensación de revuelta para cerrar y abrir la gloria y llamar a cada acto de la ceremonia como el lavado de pies, la última cena, la aprehensión y la pasión cargando la cruz hasta el Monte Calvario donde fue crucificado.
El ayuno era general en todas las familias, cuando menos jueves, viernes y hasta el medio día del sábado después de que se abría la gloria. En la noche la normalidad se marcaba con un gran baile en la plaza municipal.
En los días santos era obligatoria la contrición como manera de estar con Cristo en el sufrimiento por todos nosotros.
Nadie debía reírse ni levantar la voz como actitud de respeto, pues se decía que si en esos días te molestabas con alguien era como estar molesto con Cristo. Si gritabas, lo hacías contra él.
Los campesinos dejaban de trabajar. Todas las actividades cesaban en esos días y el silencio era total porque tampoco la radio se tocaba. Era el tiempo de los mangos que tampoco podías cortar sin sentir que estabas pecando.
No se cosechaba nada en esos días, ningún fruto, ni siquiera se debía desgranar una mazorca y de preferencia la gente vestía de luto.
Los hombres rudos y de trabajo con toda humildad vestían las túnicas arrugadas de los santos para participar como apóstoles en el lavatorio de los pies que el cura apenas rozaba fingiendo que los aseaba.
El jueves por la tarde, antes de la aprehensión que en mi pueblo la gente llamaba “prendimiento” Judas Iscariote con una banda de sus seguidores salía corriendo por las calles arrastrando cadenas y machetes sonando las monedas supuestamente recibidas por denunciar a Cristo.
Las procesiones estaban a la orden del día y en las esquinas de las principales calles del pueblo los vecinos levantaban ermitas adornadas con ramas verdes para hacer sombra y con algún cuadro alusivo a la pasión de Cristo.
Pero el día de mayor dramatismo era el viernes Santo con la procesión de las Tres Caídas, cuando se recuerda la Pasión en la que Cristo.
Es la procesión más numerosa dividida entre mujeres y hombres. La primera lleva a la cabeza a la madre de Jesús llorosa y vestida de luto cargada en andas, y la otra por los hombres que acompañan a Jesús que va su imagen cargando la cruz. Todos caminan bajo los candentes rayos del sol procedentes del atrio y en sentido contrario hasta que madre e hijo se encuentran en el barrio de Manila. Ambos en el clímax del sufrimiento se acercan y se ponen frente a frente rodeados de feligreses que lloran y sudan mientras prometen seguir las enseñanzas de Cristo.
El último anuncio de la matraca que se escuchará en todo el año suena en el medio día del sábado, hora en la que ya se puede uno reír porque es el anuncio de que se abre la gloria, como si en tal estado de gracia viviéramos.
Pero lo que nos queda a todos como experiencia de ese día son los jalones de orejas y los cintarazos que los papás han estado esperando para que los hijos se vuelvan obedientes.
También se aprovecha ese día para pegarle a los árboles que son lentos o de plano no dan sus frutos como manera de ridiculizarlos y hacer que sientan pena y al año siguiente ya estén produciendo.
Después viene el baño a jicarazos y cubetadas para refrescarse en un guerra o batalla campal que a veces terminan en peleas de verdad.
Cuando se abre la gloria ya las familias se encuentran en los balnearios porque madrugaron para escoger el mejor lugar para bañar, comer, beber y descansar.
La botana preferida es el pico de gallo con rebanadas de mangos atenquis o comunques como dicen en la costa Chica de los frutos sazones pero verdes, mezclados con gajos de toronja, trozos de chiles verdes, cebolla, orégano y mezcal.
Los balnearios concurridos son Santa Fe con sus enramadas a la orilla del río Azul donde se degustan las picaditas con semillas de calabaza, cecina asada y los guisos de carne de marrano con tortillas salidas del comal. Le sigue el Borbollón como se le llama al nacimiento del río, luego el tanque de la presa en Colotlipa, o al chorro del acueducto de la hacienda de san Sebastián, y donde revienta el agua, en el nacimiento del río Limpio.
Otros grupos de jóvenes se suman a los lugareños para visitar las grutas de Juxtlahuaca con sus pinturas rupestres y el río subterráneo. Todos buscando la manera de refrescarse.
Mucho ha cambiado en Quechultenango la festividad de la Semana Santa y también el ambiente de fiesta, sin embargo, algo de lo que queda nos sigue atrayendo para volver.