4 mayo,2020 5:22 am

La trampa de la nostalgia

Jesús Mendoza Zaragoza

 

Cuando enfrentamos crisis graves, tanto individuales como colectivas, se da una conmoción de la conciencia en la que se mezclan la confusión, el desconcierto y la desesperanza. Y, como resultado, se da una disminución de la lucidez para entender lo que sucede en su debido contexto y para formular alternativas que ayuden a salir de una determinada crisis. No se distinguen causas y efectos, factores y resultados. La percepción de la crisis se simplifica y se pierde de vista su complejidad. En estas condiciones no es posible encontrar caminos que ayuden a resolver adecuadamente dichas crisis.

Con la crisis de la violencia de la década pasada –que por cierto no se ha resuelto aún y ha pasado a segundo plano en la percepción pública– así sucedía. A cada percepción simplista de la violencia ha correspondido una salida falsa. Unos decían que esa crisis consistía en una lucha de los buenos contra los malos con indeseables efectos colaterales y esa crisis se recrudeció; mientras que otros decían que era un asunto policiaco que había que resolver mediante la represión y la persecución y las consecuencias han sido desastrosas.

No faltó la percepción de que la crisis de la violencia era tan imparable y tan invencible que la salida había que buscarla volviendo al pasado. La propuesta era, en ese caso, “volver al pasado”. Esta propuesta se sostenía sobre la pretensión de que el pasado fue mejor que el presente y de que la salida hacia el futuro es imposible. De ahí la nostalgia por el pasado. En el pasado –se decía– los niños podían jugar en la calle a cualquier hora; los comerciantes no tenían que temer por la seguridad de sus negocios; los jóvenes podían salir a divertirse hasta altas horas de la noche sin preocuparse. La crisis de seguridad se percibía, de esta manera, como un muro infranqueable que no deja otra opción. Tantas veces se escuchaba que el “Acapulco de antes era mejor” porque era seguro y que había que regresar hacia ese pasado. Esa nostalgia por el “Acapulco de antes” o el “México de antes” fácilmente seducía y lo único que generaba era apatía y escepticismo. Pero siempre nos mantuvo paralizados.

Con la actual crisis generada por la pandemia del coronavirus está sucediendo lo mismo. El clima de inseguridad sanitaria acompañada por las estrictas medidas de prevención que se han tenido que tomar, que incluyen el distanciamiento social, el freno a la economía en su conjunto y una situación de excepción nos han llenado de desconcierto. Estamos viviendo lo inimaginable. Y parece que todo va en declive. Esa situación ha estado generando esa percepción de que lo pasado era mejor. La vida, antes de la pandemia, era mejor para todos y lo deseable es retornar a ella. Por tanto, hay que regresar a ese pasado, concebido como la “normalidad”.

Mirar al pasado tiene un sentido: aprender de él para trabajar hoy y proyectar el futuro. Es el sentido de la Historia y del estudio de todas las historias. Conocer la Historia es lo mejor para descubrir su trayectoria y para sacar tantos aprendizajes. Pero mirar al pasado para regresar a él, no tiene sentido, es totalmente absurdo. Es sólo un intento de huida. Eso de que Acapulco estaba mejor en las décadas de los 60 y 70, cuando no se asomaba aún la violencia brutal entra las bandas de la delincuencia organizada y las fuerzas de seguridad pública, corresponde a una lectura simplista acompañada de la desesperanza: la delincuencia organizada es tan poderosa que no nos permite salir hacia adelante, por lo que la salida debe encontrarse hacia atrás. No se advierte la complejidad de los factores de la violencia, la que no se puede entender cabalmente sin la intervención de factores comunitarios, institucionales y estructurales y sin el concurso de dinámicas económicas, políticas y sociales, entre otras.

Hay que entender que el presente es un resultado del pasado, en el que se conjuntaron una serie de factores. La inseguridad y la violencia en México tiene una compleja explicación histórica. Y la pandemia del coronavirus en el mundo también la tiene. Es un resultado de nuestro pasado. Ese pasado, tan añorado por algunos es el que nos ha acorralado en esta monumental crisis, así como el pasado de corrupción, desigualdad, descuido del campo e indiferencia social han contribuido al desarrollo de la violencia, que seguirá en nuestro país por no sabemos cuánto tiempo más.

Ese pasado que nos ha dejado la cruel factura cruel de esta pandemia, puede ayudarnos a entender que la salida está hacia el futuro. Si bien el futuro ha de pensarse en continuidad con nuestro pasado, ha de diseñarse con una serie de rupturas. Hoy se necesita una actitud responsable para generar los cambios que sean necesarios para que las siguientes pandemias no sean tan letales o no se den, de plano. Si nuestro mundo globalizado tuviera mejores condiciones de vida para todos los pueblos de la tierra, una pandemia podría ser puesta bajo control sin causar tanto daño o simplemente podría prevenirse. Pero si las naciones están distraídas en conflictos irresueltos, en guerras sin fin, en agresiones al medio ambiente, en carreras armamentistas, en confrontaciones comerciales, en discriminaciones étnicas y sociales, y es toda una lista de asuntos pendientes, no pueden poner atención a lo esencial: al desarrollo integral y sostenible de las personas y de los pueblos.

La nostalgia es buena cuando nos ayuda a recordar las bondades del pasado y a hacer memoria de quienes somos, pero si durante una crisis se convierte en una tentación al retorno, es de gran riesgo. Por lo pronto, a nuestro México hay que mirarlo de manera esperanzada porque tiene tantos recursos –de toda clase– para aprender del pasado y construir hoy el futuro que deseamos. El pasado fue bueno para su tiempo, pero no para reproducirlo hoy. Tenemos que recurrir a la imaginación, a la poesía y a la creatividad para repensarnos de nuevo y diseñar el futuro que resuelva nuestras crisis de hoy.