13 marzo,2023 5:32 am

La violencia militar en Guerrero

Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

 

La presencia del Ejército ha sido la piedra angular de graves violaciones a los derechos humanos en el estado de Guerrero. El momento más crítico de la militarización no sólo se dio en los años de 1965 a 1990 catalogados como terrorismo de Estado por la represión desatada contra la población que se organizaba en contra del régimen. También se intensificó esta militarización en la supuesta guerra contra el narcotráfico, con el argumento de que el Ejército destruiría las estructuras de los cárteles de la droga, combatiendo la siembra, el trasiego y la comercialización de la mariguana y la amapola principalmente. El Ejército mantuvo inalterable su estrategia de contrainsurgencia para garantizar el control de las instituciones del Estado por parte de las élites políticas que actuaron como una mafia para hacer grandes negocios utilizando tanto el presupuesto público como a las mismas instituciones para realizar negocios privados.

Un ejemplo de esta política represiva es la padecieron las comunidades indígenas del municipio de Ayutla de los Libres. De acuerdo con el espionaje militar que ahora el presidente de la República lo denomina como inteligencia militar, el Ejército identificó que las comunidades me’phaa y na’ savi se organizaban al margen de los partidos políticos para fortalecer sus procesos autogestivos. También identificó la presencia de una organización guerrillera que buscó vincularse a los procesos organizativos de las comunidades indígenas. La respuesta de los militares fue brutal; arremetió con todo el poder de sus armas contra un grupo de indígenas que se encontraba descansando en los salones de la escuela primaria bilingüe Caritino Maldonado. En este operativo el plan fue acabar con la población civil y los milicianos que ahí se encontraban. Ejecutaron a 10 indígenas y un estudiante de la UNAM. Tomaron el control territorial e impidieron que las autoridades civiles intervinieran y se encargaran de realizar las investigaciones correspondientes, así como prestar auxilio a la población civil que fue víctima de graves violaciones a sus derechos humanos. Desde aquella fecha fatídica del 7 de junio de 1998, las autoridades civiles se supeditaron a las autoridades militares para que las familias de los indígenas asesinados se quedaran en total desamparo y obstruyeran todo intento para alcanzar la justicia.

La estrategia de contrainsurgencia implantada por el Estado se focalizó en los hechos atroces de los años 70 con los fuertes movimientos guerrilleros de Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas. Con la Operación Amistad y Operación Telaraña varias regiones de Guerrero se militarizaron, principalmente la Costa Grande. De acuerdo con la FEMOSPP en 1971 el Ejército tenía concentrados a 24 mil efectivos en el estado. La estrategia se robusteció para eliminar todo rastro de la guerrilla, aún después de los asesinatos de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. La guerra continuó contra la población civil, el Ejército tuvo permiso para torturar, desaparecer y ejecutar a quienes catalogaba como enemigos del régimen.

El Ejército implementó la Operación Rastrilleo que consistió en la localización, persecución, captura o exterminio de “maleantes” que operaban principalmente en el estado de Guerrero. Esta práctica consistía en que después de capturar a los “maleantes” eran trasladados a las cárceles municipales, militares  y a zonas militares y centros de detención clandestina para interrogarlos y torturarlos. En 1970, ante la capacidad del Ejército de desplegarse en las zonas más inhóspitas del estado implementaron nuevas estrategias de contrainsurgencia para obtener mayores resultados en la política de exterminio que aplicaron contra los movimientos armados. La Operación Amistad se focalizó en concentrar la fuerza militar para ubicar a los líderes guerrilleros que demostraron tener no sólo valor sino gran capacidad de movilidad y estrategias de protección de las comunidades indígenas y campesinas. La gran preocupación del Ejército era aprender a Genaro Vázquez y a Lucio Cabañas, para ello generalizó el uso de la fuerza contra la población civil incrementando el número de detenciones arbitrarias.

Poco se sabe de sus acciones sanguinarias en la región de la Montaña y la Costa Chica de Guerrero. Fueron zonas silenciadas por el terror que implantaron en las comunidades y por la presencia de caciques regionales que se encompadraban con los mandos militares para someter a la población indígena y afromexicana. El Ejército implementó la Operación Amistad en comunidades indígenas como Iliatenco, Tlaxcalixtlahuaca, Pascala del Oro, Tierra Colorada, Colombia de Guadalupe y Santa Cruz del Rincón, que son comunidades me’phaa que pertenecen al municipio de San Luis Acatlán y Malinaltepec. Existe un registro de que en Iliatenco el Ejército entró y detuvo a Pedro Díaz Calleja, Alejandro Guzmán Díaz,  Germán de la Cruz Espinobarros y a Jesús Olivera Calleja, supuestamente porque en sus domicilios habían llegado personas armadas. Los tuvieron aislados por más de cuatro días, amarrados con cables y tirados en la comisaría del lugar. Esta forma de actuar era para amedrentar a la población y demostrar que no habría ninguna consideración contra las personas que apoyaran a los miembros de la guerrilla o que se atrevieran a llevar alimentos donde se encontraban acampados. A dos de estos compañeros los anduvieron trayendo por varios lugares para interrogarlos en Pie de la Cuesta, de donde supuestamente los trasladaron posteriormente en avión a otro estado para seguirlos interrogando. Es en este lugar donde hay datos de que varios detenidos fueron tirados al mar. Es lo que los mismos familiares de desaparecidos califican como los vuelos de la muerte.

En la década de los 90 varias comunidades me’phaa y na savi lograron articularse en un proyecto de desarrollo regional para romper con el aislamiento ancestral, el rezago educativo y la extrema pobreza. Este trabajo realizado con las autoridades comunitarias fue monitoreado por el Ejército que en todo momento vigiló a las personas que lideraban este movimiento y lograban infiltrarse a las reuniones con gente de la misma comunidad. Por eso la masacre de El Charco fue un crimen anunciado que destruyó el tejido de las comunidades y socavó toda posibilidad de que las comunidades se reorganizaran, por el contrario, implementó una guerra silenciosa al ejecutar a los líderes comunitarios y sembrar el terror en las comunidades empobrecidas. Las infiltraron, las dividieron y las dejaron abandonadas como castigo ante su osadía de ejercer su derecho a la libre determinación.

En este contexto ocurrió la tortura sexual contra contra Inés Fernández Ortega, una mujer indígena perteneciente a la comunidad me’phaa de Barranca Tecoani, de Ayutla de los Libres. El 22 de marzo de 2002 Inés Fernández Ortega se encontraba en su casa con cuatro de sus pequeños hijos preparando agua fresca dentro de su cocina. De manera intempestiva irrumpieron elementos del Ejército mexicano en su domicilio. Con armas en la mano la interrogaron preguntando por su esposo y cuestionándole dónde había robado carne que se encontraba tendida en su patio. Al no contestar Inés fue golpeada salvajemente, la violaron y torturaron sexualmente. Los militares se robaron la carne de res que tenía tendida en el patio de su casa.

El caso de Inés Fernández y de Valentina Rosendo Cantú, una indígena me’phaa menor de edad que también fue víctima de tortura sexual nos muestra cómo la práctica de la violación sexual era común por parte de la estrategia de contrainsurgencia que aplico el Ejército en comunidades indígenas y campesinas para causar miedo a las familias y alebrestar los ánimos de los esposos mancillando la dignidad de sus esposas.

Estos hechos, tanto a las autoridades civiles como militares fueron desacreditados al no darle seguimiento a las denuncias interpuestas por Inés Fernández y Valentina Ronsendo Cantú. Tuvieron que acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que catalogó estas acciones cruentas como violencia institucional castrense, calificando las violaciones como tortura sexual, por el contexto de contrainsurgencia que toma a las mujeres como botín de guerra.

El proceso de remilitarización en nuestro país y en nuestro estado, es una mala señal que nos envía el Ejecutivo federal, el otorgarle mayores facultades y recursos públicos a las fuerzas armadas, en detrimento de las instituciones democráticas y de manera concreta de las instituciones encargadas de la seguridad ciudadana. En nuestro estado la violencia es imparable y a pesar de la presencia del Ejército y de la ahora Guardia Nacional, los grupos del crimen organizado se han expandido, y lo peor de todo, es que se han infiltrado al interior de las mismas instituciones del Estado. Al grado que se han transformado en los puntales de muchos candidatos y candidatas para la próxima contienda electoral. Ya no hay dinero que alcance para comprar los votos, por eso las organizaciones criminales saben que mientras este sistema político siga hundido en la corrupción necesitará el dinero sucio que se maneja dentro de los diferentes giros de la economía criminal.

La nueva militarización que se está implantando en nuestro país al politizar la presencia del Ejército en diferentes campos de la vida pública trae como consecuencia el deterioro de la institucionalidad del Estado de derecho y el incremento del uso de la fuerza como forma de contención y represión a una sociedad que demanda de una mayor participación política y respeto a sus derechos humanos.

Los hechos recientes ocurridos en Nuevo Laredo donde el Ejército ejecutó a cinco jóvenes el pasado 26 de febrero cuando se trasladaban en su vehículo, nos muestra la acción letal con la que actúa el Ejército en hechos que no son graves. En este contexto podemos decir que el entrenamiento y el equipamiento de los militares los obliga a actuar indistintamente ante la población civil, es decir, que en todo momento usarán la fuerza, ya sea para perseguir a elementos del crimen organizado como para ejecutar a jóvenes que salieron a divertirse y que por no obedecer sus órdenes fueron ejecutados.

Este uso del Ejército siempre ha tenido consecuencias fatídicas contra la población civil, en Guerrero en los años de la guerra sucia, los familiares hablan de más de 600 personas desaparecidas por el instituto castrense y en la primera década de este milenio se incrementó el número de personas desaparecidas y asesinadas cuando el presidente Felipe Calderón decidió sacar al Ejército a las calles para declararle la guerra al narcotráfico.

Queda evidenciado que la militarización en nuestro país no ha traído seguridad ni paz, por el contrario ha azuzado el avispero de la violencia pagando un costo muy alto los ciudadanos y ciudadanas que han perdido a sus seres queridos. La misma inseguridad que prevalece en nuestro estado es consecuencia de la corrupción de los políticos, de la corrosión de las instituciones, del contubernio con el crimen organizado para hacer negocios particulares, lo que trae aparejado es el debilitamiento del monopolio estatal de la fuerza. En lugar de registrar casos exitosos vemos un fracaso rotundo de la militarización en nuestro país. Resulta preocupante que quieran enaltecer al Ejército y pedir la libertad de los militares detenidos cuando hay un pueblo agraviado que demanda que se enjuicie a los militares por estas atrocidades.