31 agosto,2023 5:23 am

Las mentiras sobre Avándaro

 

Humberto Musacchio

El viernes 25 de agosto apareció en Excélsior una nota de Lucero Calderón, quien entrevistó a José Manuel Craviotto, quien dirige el filme Autos, mota y rocanrol, que trata sobre el Festival de Avándaro, ocurrido en 1971, el sábado 11 de septiembre y la madrugada del domingo 12. La cabeza de la nota, “Reviven degenere de Avándaro”, no corresponde a lo sucedido ni a lo que era la generación que vivió aquellos momentos, pues muchos de aquellos jóvenes habían participado en el movimiento estudiantil de 1968. Era una generación politizada y combativa, sí, pero muy fresa.
Craviotto informa que la película carece de personajes femeninos, “ya que en aquella época las mujeres no se involucraron en este evento”. Lamento contradecirlo, pero en Avándaro hubo muchas jóvenes, las que iban acompañadas de sus papás, sus hermanos o amigos, los que cuando algún asistente encendía un cigarro de mariguana lo obligaban a apagarlo, aunque al amparo de la noche todo el que quiso y pudo probó la yerba, pero no fueron todos ni la mayoría. Un loquito que debió meterse pastillas, en cierto momento decidió desnudarse, lo que impidieron las personas que estaban cerca de él.
El sábado a mediodía se informó que se cancelaba la carrera de autos programada para el día siguiente, pues el multitudinario e interminable arribo de jóvenes no permitía realizarla en condiciones de seguridad. En lo que se refiere a los organizadores, a esas horas sufrían el asedio de periodistas chayoteros que en el Motel Avándaro exigían hospedaje, comidas y dinero, pues entonces el gremio padecía por los bajísimos salarios y la corrupción era promovida desde el mismo gobierno, que en sus oficinas de prensa disponía de nóminas para premiar a los dóciles.
Contra la idea de que aquello fue una orgía masiva o “degenere”, está el hecho de que “la encuerada de Avándaro”, que ya en la madrugada se desnudó hasta la cintura –y nada más–, fue la única mujer –la única– que ofreció tal espectáculo, y ninguna otra.
En la mañana del domingo, cuando ya se había suspendido la música y todo mundo se aprestaba a emprender el camino de regreso, impedían la salida los autos estacionados a lo largo de los cinco kilómetros del único camino que conectaba con Valle de Bravo, los vehículos que estaban en ese poblado y los que sólo pudieron aparcarse en la carretera antes de entrar a Valle. De ahí nuestra llegada a la ciudad de México (de Jorge Meléndez, el fotógrafo Hugo Galindo y yo, que coordinaba entonces la sección juvenil de un diario capitalino) ocurriera al anochecer del domingo.
Lo primero que hicimos fue buscar los periódicos del día y para nuestra sorpresa todos, absolutamente todos, dieron obligadamente una versión inventada por la Oficina de Prensa de la Presidencia de la República, según la cual lo que hubo en Avándaro fue una masiva práctica de sexo al aire libre acompañada de drogas y alcohol.
La razón de ese fraude informativo es que el siniestro Luis Echeverría, quien había prometido investigar la matanza del 10 de junio de 1971 y castigar a los responsables, no podía hacerlo porque tendría que ser él quien fuera a la cárcel. Al presentar a aquella juventud como degenerada e irreformable, hallaba un pretexto para echarle tierra al halconazo. Y tuvo éxito, porque los articulistas, los serios y los corruptos, se dieron vuelo condenando a los jóvenes.
Se presentaba a Carlos Hank González, gobernador del estado de México, como el responsable de la presunta orgía, a lo que aquel político, mucho más inteligente que sus enemigos, respondió que lejos de condenar a la juventud había que comprenderla y orientarla.
Se esperaba una asistencia de apenas cinco mil personas, pero llegaron, según diversos cálculos, entre 150 y 300 mil. Como se difundiera que hubo cuatro muertos en el Festival –lo que nunca se pudo probar–, el legendario periodista Alberto Domingo respondió que más muertos había en cualquier fiesta de barriada.
En su libro Expedientes pop, Luis de Llano Macedo, uno de los organizadores, dice que lo ocurrido “fue una verdad que se quiso callar”. En buena medida lo consiguió el canallesco Luis Echeverría, porque 52 años después todavía hay quien se lo cree. Ojalá que el cineasta Craviotto esté dispuesto a contar la verdad.