25 febrero,2023 5:01 am

Las Minas

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

A Piedad, por los guanábanos,

por enseñarme sobre la cruz

y los ríos.

Por quererme tanto, pues.

 

Una señora anima un anafre con un pedazo de cartón. Atrás de ella, bastantes pencas de plátano macho cuelgan esperando el amarillo. Más atrás de la fruta, el cementerio de Las Cruces. Y ya casi donde termina el cementerio, el sol del Jueves Santo. Y allí, cubriéndolo todo con una severidad innecesaria, el aire polvoso de marzo, que sólo invita a las personas a querer renunciar a sus ropas lo más inmediatamente posible, en favor de sentir la sal de la bahía en las falanges de los pies.

Esperamos que la combi se llene. Tiene rotulado en el parabrisas la palabra “El Hermoso”. Varias estampas adornan también a “El Hermoso”: Una del Club América que dice Ódiame Más, otra de un Piolín con gorra y playera de los Chicago Bulls y otra más del clásico logo de bloqueador solar Coppertone, el de la niña que es sorprendida por un perrito criminal, que practica el oficio de bajar bikinis a la menor provocación. Sobre la ventana de la puerta corrediza de la combi se deja ver una lista: La Sabana. El Cayaco. Tres Palos. Tuncingo. El Bejuco. San Marcos.

Mi abuela me dice que me ponga buzo. Que nuestra parada es en San Juan El Chico. Yo le digo que si existe un San Juan El Chico, entonces debería existir un San Juan El Grande. Me responde que es verdad, con una ternura que sólo es posible ofrecer, porque me cambió los pañales y me arrulló aunque estuviera cansada.

Se esculca el escote con un ademán que la he visto realizar todas las veces que hemos ido al mercado los domingos. Y saca un billete de a 100 del monedero que esconde en su brasier. Le pregunto por qué guarda ahí el dinero. Sólo me dice que así le enseñaron desde niña. Y me imagino a mi abuela siendo una niña, preocupada como yo, porque se le caigan los dientes. Y dejo de pensar en sus dientes cuando miro que su cabello puchunco ya comienza a desconocer el color negro.

Me dice, ándale, págale al chofer. Y me siento importante de pagar, aunque no sea mi dinero. Por fin arranca la combi. Suena una canción que dice Yo como actor fui pésimo. Tú como actriz, lo máximo. Y después de esa frase, una señora que viene en el último asiento, pide que le suban al estéreo, Y el chofer le sube. Y todos reímos.

Abren la venta. El aire que entra, a pesar de que sigue caliente, es un poco más gentil que hace rato. El tráfico empieza a ceder y el trayecto agarra una velocidad más propia de carretera. Un pasajero pide bajar en La Sabana. Me confunde que ahí se llame La Sabana, porque una semana antes, la maestra de geografía, explicándonos sobre la biodiversidad del mundo, nos ponía ejemplos de animales de la sabana. Hablaba de cebras, de jirafas y de rinocerontes negros. Yo no miro ninguno. Pero no faltaban los puestos de agua de coco, los deshuesaderos de autos y las paredes pintadas con anuncios de Vota PRI este 2 de julio y otras más anunciando un concierto de La Luz Roja de San Marcos en la Unidad Deportiva Acapulco.

Con mis piernas cuido que la morralilla no se vaya de lado y que se acaben regando las cosas que compramos por todo el suelo de lámina. Mi abuela me dice que nunca hay que llegar sin nada cuando uno va de visita. Así que cargamos con un kilo de manzanas, un casillero de huevos y varias barras de jabón Zote.

Después de El Bejuco, hay otros pueblos más pequeños que no sé cómo se llaman. Y suben y bajan señoras con morralillas visiblemente más pesadas que la nuestra. Comienzan a aparecer anuncios de ventas de piedras del río Papagayo. Cruzamos el puente. El río se mira flaco. Y en algunas partes de la orilla se alcanzan a ver personas, quizá bañándose, quizá juntando piedras.

El aire refresca unos minutos, pero entre más nos alejamos del río, vuelve a su rigor habitual de Semana Santa. Casi cada diez minutos se aparece un tope. Es muy evidente que el chofer no tiene intención alguna de frenar con suavidad, y nos vemos obligados a sostenernos de donde se pueda para no acabar encima de otros pasajeros. Y en las curvas, lo mismo, aunque ya después de varias, mi abuela y yo usamos eso de pretexto para abrazarnos. Y aunque ella no deja de preocuparse por el casillero de huevos, sé que está feliz de que la combi vaya así de rápido porque ya quiere saludar a su hermano.

En los costados del camino hay negocios que dejan siempre visible la venta de cerveza en unas cartulinas de color verde fosforescente. Algunos perros andan por ahí haciendo lo que sea. También se miran burros y unas gallinas que son indiferentes a los autos, al sol, al mundo, posiblemente hasta a ellas mismas. Y de vez en cuando personas caminan o empujan carretillas con grava o arena.

Después de una hora y media de camino, ya no falta mucho para llegar. Mi abuela me dice que mire bien, ahí donde está la ceiba nos tenemos que bajar. Y es cierto, pasamos el letrero que dice San Juan el Chico y los dos gritamos ¡Bajan! Y nos bajamos.

Cruzamos la carretera. Nos guardamos en la sombra de la ceiba. Me sorprende que entre tanta resequedad de la Costa Chica exista un árbol tan verde que pareciera no haber escuchado nunca la palabra desierto. Mi abuela me pide abrir la morralilla. Quiere revisar que ningún huevo se haya quebrado. Todos están completos y me acaricia el cabello y me dice, mijo y yo le digo mande.

Esperamos diez minutos. Llegan otras dos señoras a la misma sombra. Me presenta. Dice, mi nieto y le doy la mano a una señora que vende quesos envueltos en hoja de plátano. Saca un cuchillo que brilla casi como el sol de tan pulido que está. Corta una lámina fina pero generosa y nos da a probar. Tengo sed y el jugo del queso abarca mis papilas gustativas como si fuera la primera vez que pruebo algo así en mi vida. Mi abuela vuelve a sacarse el monedero del brasier y la señora guarda el cambio de la misma forma, sólo que ella lo hace en el pecho izquierdo. La quesera se despide y se va caminando en medio del Jueves Santo, cargando una bandeja de aluminio en la cabeza que equilibra con la mano izquierda y con la derecha carga otra cubeta donde lleva mazorcas ya hervidas de maíz blanco.

Llega una camioneta que está habilitada con toldo y asientos en la caja. El nuevo chofer le pregunta que dónde nos bajamos. Escucho que ella pronuncia las palabras El perdoncito. Me da risa pensar que el perdón tenga tamaño. Y después le ofrece a mi abuela irse en la cabina para que no tenga que hacer el esfuerzo de subirse a la parte trasera. Accede, pero antes me dice que le ayude a la señora a subir su mandado. Le ayudo. En el trayecto hacia Las Minas no hay nada, salvo por algunos tramos donde es evidente que las personas están preparando la tierra. Y la señora, que se llama Jacinta, me pregunta que de quién soy hijo. Le digo que de Raúl. Que Piedad es mi abuela. Y que Carlos, el doctor, es mi tío. Me pregunta que si venimos de Acapulco. Le digo que sí y me impresiona saber que ella sólo ha ido una vez cuando tuvo que ir al Seguro a sacarse unas placas.

Llegamos, Jacinta baja un poquito más adelante. Le recomienda a mi abuela que me lleve al arroyo para que juegue con los otros niños mientras las mujeres lavan ropa para después ponerla a secar encima de las piedras. Y antes de que ya esté demasiado lejos de nosotros, sólo grita, ¡adiós, Doña Piedá! Y le decimos adiós, como si la conociéramos desde siempre.

Caminamos por unos tramos de terracería. Los barandales son de palo. La mayoría de las casas son de adobe, pero ni aquí las paredes se salvan del anuncio de Vota PRI este 2 de julio. Le pregunto a mi abuela qué se siente votar y ella solo responde que nada, o que si se llega a sentir algo, es tristeza. Le pregunto que si tristeza como cuando alguien se muere y ella responde que no tanto así, que más bien es tristeza como cuando no tienes dinero para comprar de comer. Tardé muchos años más en entender que quería decirme.

La iglesia El Perdoncito de Las Minas hace sonar sus campanas para anunciar la 1 de la tarde. El perro de mi tío Carlos, el clásico Blacky, también avisa nuestra llegada con un ladrido amistoso, pero que deja entrever que en otras circunstancia sí se avienta sus tremendas mordidas a quien se acerque a la casa sin haber sido invitado. La tía Midia alza los brazos acompañado de un ¡Arajo, cuñaaá, pensé que no andabas llegado! Y nos hace pasar a la palapa mientras cuida que los guajolotes no se salgan del patio al abrir la puerta también hecha de palo.

Mi tío Carlos está sentado en una silla blanca que no disimula nada el logotipo de la Coca Cola. Lo abraza y luego yo lo saludo. Mi abuela le recuerda quien soy. Mira, hermano, te vino a visitar el hijo de Raúl. Y balbucea algo que desea con muchas ganas articularse como una frase de saludo. Me acerco. Toma mi mano derecha y la levanta hasta acercársela a la frente. Me gusta que salude así. Mi papá ya me había explicado lo de su embolia y como no puede saludar con la voz, entonces se lleva la mano a la cabeza para hacernos saber que él sí nos ha estado pensado.

Saludo a mi otro tío, Doroteo, que justo acaba de llegar de la milpa. El machete que carga, a pesar de tener el lomo negro, deja insinuar un filo que nada perdona. Me dice, “anda, vaya a asomarse al arroyo”. Volteo a ver a mi abuela buscando el permiso y sí lo encuentro, pero con la advertencia de que no me tarde tanto porque pronto tenemos que comer. Mientras cruzo el patio para dirigirme al río, oigo como mi abuela le dice a mi tía Midia que le trajo algunas cosas. Y mi tía solo dice, ¡Ay! Piedá, pa’ que vienes cargando.

Me gusta espantar a las gallinas que se llegan a cruzar conmigo. Sobre todo porque su vuelo apenas es un salto y sus patas parecen patas de dinosaurio. Llego al arroyo. Hay muchas señoras lavando en pozas a lo largo de su cauce. Veo a otros niños. Me miran y yo a ellos, pero me da pena acercarme.

La espuma de todas las lavanderas se junta en una sola línea de color blanco que pacientemente se va deslizando por el cauce. Pienso que a ese ritmo sí podría llegar al mar, pero por ahí de la noche. Me acerco a una poza, en ella están dos niños jugando con el agua. Su mamá me pregunta que de quién soy hijo y que de dónde vengo. Digo que de Acapulco. Y ella sólo contesta: Sí, una vez tuvimos que ir. Me pidieron una placa y tuvimos que ir hasta el Seguro.