28 septiembre,2024 6:14 am

Laundromanía

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

 

 

 

Alan Valdez

 

Aplacé tanto este día que ha ocurrido. Ya no tengo nada limpio que ponerme. No voy a darles más detalles. Quiero decir, siempre hay dos que tres prendas olvidadas, que por alguna razón uno decidió que debían quedarse en lo más discreto del clóset. La playera del equipo de fútbol de la oficina en un imposible verde fosforescente. El regalo de Navidad más repudiado por tu ojo, pero como te lo dio aquella tía, pues no lo tiras, pero tampoco lo presumes. Los calcetines que olvidaron el resorte quién sabe hace cuántas quitadas, y los calzones también ya cansados, pero las quitadas son lo de menos.

Así que con aquella liga de la injusticia de la ropa que merece ya una jubilación, salgo vestido, pareciendo un payaso equivocado de fiesta, pero al fin payaso y me dirijo a lavar la otra ropa, la que hace que me digan pareces una foto desde hace quién sabe cuantos años. Y a mí me gustaría responder, que qué envidia, la gente en las fotos no envejece, pero yo sí.

Afuera de la lavandería que abre, según el anuncio, 24 horas 7 días a la semana, hay un hombre fumando sin playera y sin zapatos. Me imagino que al igual que yo ha tratado de aprovechar una sola lavada para enjuagar todas las culpas del mes. Adentro del lugar, las máquinas giran su víscera y engranaje y me impresiona saber que la mugre como nunca antes está tan bien organizada.

Es martes. 9 de la noche. En el lugar hay varios personajes. Algunos estudiantes hacen tarea, o eso parece porque sus dedos se mueven en el teclado como si de verdad estuvieran desquitando los préstamos bancarios de sus padres. Otros, más verosímiles, ven su celular, mueven el dedo índice como si la pantalla tuviera urticaria, y le rascan el lomo al telefonito. Y otros más, como yo, torpes y asombrados, miran la puerta de la lavadora, tremendo espectáculo, esperando que algo que no tenga que ver con la espuma y el agua suceda.

Pero nada ocurre. Por tres dólares, el programa de televisión es el mismo. Sin embargo, el arte giratorio de la ropa limpia me obliga a sentarme ahí, y me transforma en un mirón desafortunado pero profesional que indaga en los hábitos de los suavizantes vecinos. Ternuras insospechadas en protagonistas que yo hubiera creído más tenaces, doblan sus calzones con dibujos sin ninguna idea del eje y sus geometrías. En fin, debajo del pantalón las arrugas ni se notan. Gente que de la colorimetría no se sabe ni el nombre, mezcla blancos con negros, y aquí sí hay que aclarar, la corrección política no resuelve nada.

El fumador entra, abre la secadora, y antes de doblar cualquier prenda comienza a cambiarse enfrente de todos. La elección de su atuendo de martes por la noche me parece soberbia, pero no sé si es por lo extraño de la situación, o porque es martes o porque la camisa que se abotona tiene una serpiente abrazando una motocicleta gigante en la espalda. Por supuesto que una de estas escenas llega a ser erótica, pero no daré más detalles.

Al lado de mí hay un hombre. Abre una bolsa de plástico gris del Walt-Mart. Cuenta la morralla en la palma izquierda. Se deshace de una pelusa, regresa un botón a la bolsa y elige la lavadora número 18, justo al lado de la mía. La puerta de la máquina batalla para cerrarse y entonces balbucea. Oigo lo que dice. Pinche chingado. Me río. No por lo chingado de la máquina sino porque llevaba todo el día sin escuchar español. Se da cuenta, me mira y nos acabamos saludando.

Pablo. Alan. Nos damos la mano. Chihuahua. Guanajuato. Y comenzamos a intercambiar historias de Ciudad Juárez, de Ciudad de México, de la pisca en California y de no acabar por entender el otro lado. Pablo me pregunta por mis razones de andar tan lejos. Después de oír mi relato escolar me contesta sin reparo, pues no sea pendejo mijo, si ya anda por acá pues agarre el pedo, y no le afloje. Yo le hago la misma pregunta y él termina por contarme que en invierno, si ya no alcanza lugar en los refugios, hace un agujero en la tierra y ahí se esconde de la nieve. Antes de que pueda responder cualquier cosa, y con la imagen de un hombre rascando la tierra como un topo, mi lavadora me avisa del fin del ciclo. Brevemente don Pablo y yo dejamos de vernos y me dirijo con mi ropa enjuagada y revuelta hacia el área de secadoras.

En el dryer que elijo hay un calcetín olvidado. Por un momento me pregunto si ese era el par que me faltaba, pero abandono la idea y deposito la prenda azul marino en un bote largo y lleno de telas sin aparente dueño. La vida de los calcetines se parece mucho a la nuestra. Y me apuro a depositar las monedas en la secadora para detener semejante reflexión empalagosa sobre el amor, los pies y la paciencia.

Don Pablo se acerca. Ahora le toca secar. Desde lejos me grita que si ya merito. Me doy cuenta de que el ánimo de esa frase es imposible de traducir al inglés. Nos acercamos, continúa dándome consejos para el invierno aquí en Iowa. Me habla de Dios y del pecado, pero no me sorprendo, algo tienen en común Cristo y las adiciones. Y por último saca de su pantalón una cámara digital visiblemente vieja. Me dice mira, Diosito me permite ver cosas que los demás no pueden. No lo juzgo, mi curiosidad es más grande que la falsa idea de la locura. Así que me comienza a mostrar el registro de cosas aparentemente desorientadas, pero que para él son la prueba de que el fin del mundo está cerca.

Las imágenes que me muestra en la pequeña pantalla de la Panasonic son bruscas, nocturnas a veces, desenfocadas otras veces, la luna, iglesias, animales muertos a la orilla de las banquetas y otras cosas muertas que no sé que son. Basura, imágenes de revistas porno que se dejaron de imprimir quién sabe hace cuanto pero que Pablo encontró en casas abandonadas, platos de comida vacíos sobre mesas también vacías. Imágenes de zapatos de niños sin agujetas. Llantas de tractores con líquidos rojos. Jeringas. Cucharas con el residuo después del hervor contaminado. Y es en una mancha de aceite donde concluye todo el recorrido. Porque en esa fotografía, don Pablo me jura, está la única y real cara de Jesucristo.

La miro. El arcoíris poluto del aceite sobre el agua se despliega sobre una banqueta de una ciudad no muy lejos de aquí. Arquea en los límites de lo seco del asfalto una silueta ovalada, se pausa en el centro y contiene dos círculos. Si le echo ganas hasta cabello, nariz y buen samaritano puedo aprenderle a la figura. Pero simplemente no lo veo. No lo digo. Quién soy yo para cuestionar la fe de un hombre que surca el suelo de Iowa para esconderse de la nieve. El ciclo de mi secadora llega a su fin.

Doblo mi ropa. Don Pablo me habla del fin del mundo y yo le creo. El ciclo de don Pablo termina. Mete en su bolsa gris de plástico dos pantalones, dos playeras, dos calzones y dos pares de calcetas. No los dobla. Nos damos la mano. Me dice que viene cada dos semanas. Que luego nos vemos. Me da la bendición, cuídese mijo, aquí en esta ciudad hay mucho pecado. Abre la puerta y se dirige a una noche que yo nunca he conocido.

     Termino de doblar mi ropa. Según yo, cada calcetín está emparentado. Reviso por última vez la secadora. Y también salgo a la noche. No hace frío, pero tampoco hace calor, sin embargo, el verano ha terminado, otra vez, todas las veces y llego y abro la puerta de mi casa como si alguna predicción hubiera ya sido iniciada.

Acomodo la ropa. El cuello al gancho. El pantalón a la mezclilla. Hasta debajo de mi cesta hay un calcetín solitario. Me reclamo por el descuido. Y vuelvo a pensar en el amor, en el pie y en la paciencia. Y decido dejarlo ahí solo en el cesto, porque chance, por pura probabilidad en la siguiente lavada encontrará lo suyo.

Me quito el disfraz, me visto para el último rato de la noche. Por la ventana veo dirigirse estudiantes con bolsas del súper y es obvio que se me aparecerá don Pablo. Y mientras me preparó un té repaso algunas de las imágenes que me mostró en su cámara sin saber hacia dónde.

Cuando yo era niño y vivía en Acapulco en la colonia Hermenegildo Galeana hubo un alboroto en todo nuestro cerro por la manifestación de la Virgen en el tronco de un árbol de nanche. Tenía 8 o 9 años. Acababa de hacer mi primera comunión. Mi abuela estaba orgullosa de mí. Yo no sé si yo estaba orgulloso de mí. Fuimos a rezarle.

Yo no vi nada en el tronco. Pero hacía calor, señoras con cuadernitos con todas las letanías de los 15 misterios del Rosario hablaban al unísono con una cadencia que me daba miedo. Yo movía la boca pretendiendo entender algo. Hacía calor, recuerdo.

Años después hubo una nueva aparición, esta vez era la cara de Cristo en una tortilla dura que sirve para darle de comer a los cerdos. Para el momento de esa noticia yo ya no me persignaba, pero seguía sintiendo que alguien me vigilaba por las noches al husmear en las revistas que mis amigos de la secundaria y yo comprábamos en el quiosco del Cici.

Tengo trabajo por terminar. Le mando un mensaje de buenas noches a mi madre. Le digo que me sigo rehusando a planchar mi ropa. Mientras me pongo a redactar algo en la computadora me descubro arqueando la espalda igual que mi padre frente al escritorio. Tampoco sé qué hacer con esa imagen.

Mientras trabajo, ya siendo más silla que persona, escucho un sonido de mosca y luego ya por fin la mosca. Me inquieta, pero trato de acabar de escribir el párrafo que me falta. La mosca insiste. Su sombra en mi lámpara la vuelve una criatura de dimensiones excesivas. Me decido sobre ella. Utilizo un manojo de copias de poesía japonesa, supongo que las tradiciones a veces sí tienen relevancia. Lo enrollo en un cilindro tan perfecto que la idea del círculo y yo nos inauguramos. Mi mano derecha, relevante y sigilosa, caza y abarca el aire sobre el insecto. Atiendo cada finta de la musca domestica. Replico su ala ansiosa y sus patitas averiguando la mierda. Eclipso su horizonte, pero he sido tan paciente que la mosca en realidad piensa que la sombra de la poesía de Matsuo Bashō enrollada es la verdadera noche. Confía.

Error.

Imprimo con tanta velocidad mi mano en el gesto que siento que he revertido a la mosca a su condición de signo.

Alzo el papel.

En el escritorio apenas la sangre acumulada, pero en la hoja, en la maldita hoja hay algo. Y lo primero que hago después de tanto y tanto es tomarle una fotografía.