7 septiembre,2021 5:23 am

Lecciones de una generosidad atípica

Federico Vite

La novela, el novelista y su editor (Traducción de Juana Inés Dehesa. Fondo de Cultura Económica, México, 2010, 149 páginas), del editor y dramaturgo estadunidense Thomas McCormack, revela eso que ocurre en el imaginario de muchas personas que escriben y esperan, como un sueño largamente acariciado, publicar en una editorial de impacto comercial y con ello escalar peldaños en la loca carrera por la consagración.

Sin ser aleccionador, McCormack ofrece un paisaje general de lo que a su juicio ha dado tanto respeto y buenos dividendos, tanto en ventas como en la academia, a la literatura del siglo pasado en Estados Unidos. En sus palabras, las confesiones suenan más o menos así: “El principal factor secreto de la narrativa estadunidense del último medio siglo ha sido el editor literario; por mucho, la suya ha sido una historia de oportunidades perdidas o destruidas”. Con esa secuencia inicial, acatemos otro asunto, la labor de un editor, según McCormack: “Los editores hacen cuatro cosas: contratan (esto es: buscan y encuentran autores, manuscritos e ideas para libros, y los contratan para su publicación), ayudan a publicar (influyen en la promoción, la portada y las estrategias de venta) y apoyan, consuelan y mantienen a los autores dentro de la casa. Pero el trabajo con el que se les identifica más típicamente, y que siempre me ha parecido su labor esencial, es el que realizan con el manuscrito”.

Esencialmente, me parece pertinente decirlo, editar es una forma de leer. El editor, ese humano que practica la lectura sensible, escoge, revisa y publica, pero siempre apegado a diversificar el rostro de la literatura de una región o de un país. Es decir, no se trata de encontrar lo mismo por todas partes. O como suelen señalar algunos publicistas: “Este autor es el Raymond Carver de Copenhagen”. Podría ser el Raymond Carver de La Sabana o de Tres Palos, pero el asunto no es repetir esquemas o adecuarlos por regiones, sino ofrecer con sensibilidad esas otras formas de comprender el mundo: “El editor literario que cuenta con el talento y las habilidades necesarias puede ser una combinación de médico, maestro, entrenador y conciencia, capaz de beneficiar a cualquier escritor que en el mundo haya sido”. Esta aseveración acerca a un editor al papel de párroco jesuita, pero más allá de mis referencias católicas, me parece que la siguiente apreciación de McCormack traduce muy bien lo que es la lectura con sensibilidad: “Existe una diferencia primordial entre el instinto y el oficio: el instinto te dice que algo está mal, pero no necesariamente te dirá qué está mal”.

Las bregas de la chamba, la lectura, la corrección y la decantación de esos manuscritos son básicamente los elementos con los que se ahorma la sensibilidad, pero eso no ocurre en todos los aspirantes a editores. Dice McCormack: “El mero hecho de que alguien trabaje como editor no es garantía de que posea una sensibilidad pertinente, ya que la gente llega a la industria editorial por razones que pueden confundirse fácilmente con la posesión de las características adecuadas. Una sólida cultura literaria no implica una gran sensibilidad, excelentes calificaciones en literatura comparada no traen consigo una gran sensibilidad, y un marcado deseo de escribir a menudo establece un marcado antagonismo con el tipo de lectura requerida para esta tarea”.

Obviamente tampoco es ajeno a toda la fauna y flora del continente literario. Enuncia de la siguiente manera el hecho tan socorrido por múltiples habitantes de la librósfera, los usos y costumbres de un mundo paralelo a la lectura: “Después de cierto tiempo de trabajar en el mundo editorial, es común que se ofrezca el puesto de editor a ciertas personas basándose en evidencias erróneas. A veces llegan ahí porque los editores para quienes trabajaban han dejado el puesto o, cuando cambian de empresas, gracias a que sus currículos mencionan ciertos libros en los que ‘trabajaron’, sin especificar exactamente qué tipo de trabajo hicieron”.

Pero lo esencial de un editor está supeditado a trabajar un texto. “Puesto que las últimas etapas del proceso editorial –el análisis y las revisiones– dependen de las primeras, todo depende de la sensibilidad. Sin ella, todos los cambios que el editor haga al manuscrito resultarán inútiles o destructivos. Si no es capaz de identificar los síntomas, con certeza tampoco podrá identificar lo sano ni tratar lo enfermo”, asevera McCormack y finaliza esa parte de la conversación con una joya: “En un adulto, la falta de sensibilidad pertinente es incurable. No es posible enseñarla”. Lo que no confiesa es que la única manera de procurar la sensibilidad es leyendo literatura por placer. Placer y literatura, un binomio literalmente indisoluble.

Motivado por las palabras de este caballero, no puede llamarlo de otra manera, vienen a mi mente los nombres de los editores de la literatura reciente en México. Muchos de ellos han descubierto y encumbrado a más de uno de los autores que hoy se consideran canónicos e indispensables en el continente literario nacional.

En Alfaguara se encontraba Ramón Córdoba, quien falleció hace dos años  y tras su muerte es notoria en esta casa editorial la falta de brújula. Parece que está empeñada en dar tumbos por un rato. Pero es el momento ideal para que los nuevos editores salgan en pos de autores y de manuscritos.

Verónica Flores fue durante dieciséis años editora de Tusquets. Se encargó de poner en el estante de las librerías del país a escritores que ampliaron los horizontes de la literatura nacional y, por supuesto, logró con acierto que varios autores extranjeros llegaran al mercado editorial mexicano. Ahora está en otra faceta de la librósfera. Creó la agencia literaria VF. Aborda los proyectos escriturales de los autores desde la perspectiva de un agente literario. Para ella, el trabajo con el manuscrito es determinante.

Marcelo Uribe, quizá el editor que tiene sobre sí la herencia literaria de figuras imprescindibles de la literatura mexicana, ha ido cultivando ese capital simbólico, pero ese mismo hecho no le ha permitido a la editorial Era rejuvenecer su catálogo. La pandemia es una oportunidad para diversificar la proposición literaria de esa empresa.

Andrés Ramírez refrescó la literatura con varios de los libros que ha editado. Depositó la confianza en autores que ahora gozan de prestigio internacional. Está a la cabeza de la división literaria y bolsillo de Penguin Random House Grupo Editorial México.

En otra capa de la misma tela de cebolla pondría a Diego Rabasa, Sexto piso, y a Guillermo Quijas, Almadía. También a otros editores: Martín Solares, Edgar Krauss y Romero Tello, quienes trabajan en la industria editorial desde hace tiempo. Agregaría a esta breve enumeración a Héctor Baca, Cuadrivio; Carlos López, Editorial Praxis; Marcial Fernández, Ficticia; Nicolás Cuéllar, Dharma Books; Mauricio Bares, Nitro /Press; Nahum Torres, Ediciones Periféricas; Ricardo Sánchez Riancho, Textofilia Ediciones; y David López, Vocho Amarillo.

Sirva esta breve cartografía para recordarnos que editar es una forma sensible de leer. Y falta editar a muchos autores sumamente valiosos, no los que usan las relaciones públicas como manuscrito ni los que siempre han vivido con privilegios; pero lejos de una conclusión pesimista, me gustaría pensar que lo mejor de la literatura actual no pasa por las editoriales comerciales. Usted sabe. También creo que este país no tiene las editoriales que merece. Pienso en una frase del gran Roberto Calasso: “Si la actividad del editor no es sacudida con frecuencia por una carcajada quiere decir que hay algo que no funciona. Entonces, si nuestra vida de editores no nos ofrece suficientes ocasiones para reír, esto significa sólo que no es suficientemente seria”.