27 febrero,2023 4:54 am

Leonel Maciel

 

Silvestre Pacheco León

En Zihuatanejo tiene un caudal de seguidores fieles que cultivan su amistad. Es su punto de llegada en las cada vez más frecuentes visitas que hace a su tierra natal, La Soledad de Maciel, un pueblo muy cercano al mar, junto a la ribera del río de San Jeronimito en el municipio de Petatlán, lugar donde hace pocos años se inauguró un museo de sitio atendido por el INAH para dar vida al prehispánico juego de pelota desenterrado del paso del tiempo para impresionarnos de la grandeza del pasado.
La Chole, asentamiento humano antiquísimo ha sido referencia en la historia local como ejemplo en la defensa de sus raíces porque en la década de los años sesenta el pueblo se opuso a que se llevaran a la Ciudad de México una escultura de piedra que los pobladores identificaban como su Rey.
Como el traslado de la escultura pretendían hacerlo levantándola por los aires sujeta a un helicóptero hasta la carretera, la gente frenó esa intención que la despojaba de sus antecedentes, y cuando ese hostigamiento cesó tomaron las medidas pertinentes para que el intento de robarles no se fuera a repetir, enterrando la escultura como base del asta bandera en la plaza cívica del pueblo.
Eso que es un hecho real en la vida de los choleños forma parte de las historias que Leonel Maciel cuenta como su carga intelectual sumada a los mitos propios de los costeños que obligados por el rigor de los rayos del sol a trabajar en el campo desde antes del amanecer, a la hora del almuerzo ya están de vuelta en su casa con tiempo de sobra en lo que resta del día para dar rienda suelta a su imaginación entre el cadencioso ir y venir de la hamaca que siempre ocupa un lugar preponderante en los corredores. Allí los costeños descansan y sueñan con historias imaginarias que después se cuentan entre ellos como si fueran hechos ciertos.
Leonel Maciel tiene raíces muy profundas en la vida de la costa que lo alimentan en su prolongada y fructífera vida, por eso viene con frecuencia a nutrirse de ellas que son las que le proveen el arte de conversar con palabras dichas como en clave, manera muy peculiar de los costeños que con sus gestos y matices les dan más de un sentido.
Quien escucha sus historias y las paladea puede caer pronto en la magia de su plática que es un complemento de su obra pictórica, nada que ver con el silencio cohibido del pintor oaxaqueño Francisco Toledo.
El guerrerense es grandilocuente, no necesita de un gran entrevistador para contar su vida y dar su opinión. Su plática puede ser de temas triviales pero siempre llama la atención como lo cuenta.
El dicho de León, como asegura que es su nombre original, es folclórico, colorido e irreverente como lo expresa en su obra que aquí se conoce, la cual como él mismo dice, está más allá de las corrientes, escuelas o temporalidad, que suelen ser inventados por el ego que separa a los grupos.
Las conversaciones con Leonel son las de un auténtico costeño de alcurnia, sus palabras son mágicas, como de encantamiento, porque cuentan historias coloridas y míticas con tal convicción que uno termina por creerlas.
Amante de los paseos y trotamundos dice que todo aquel que pretenda ser artista tiene que ver lo más que pueda para luego plasmarlo en un lienzo con el toque esencial de la experiencia, y si la mano tiene la gracia y el pulso para moverse siguiendo fiel el contorno de sus sueños, cada dibujo visto con el ojo mítico de la costa, podrá pintarse con los colores de la naturaleza y el matiz de la propia creatividad del pintor.
Los visitantes ilustres de Zihuatanejo como Botero, García Márquez y Cortázar se perdieron de conocer a este costeño que lleva en sus alforjas las lecturas del inefable erudito isleño Alejo Carpentier y su El recurso del método, al guatemalteco Miguel Ángel Asturias y su Señor Presidente, así como al mexicano Juan Rulfo con su Pedro Páramo.
La historia que cuenta Leonel sobre la fundación de su pueblo no tiene nada que pedirle a Macondo para demostrar que el realismo mágico del boom latinoamericano forma parte de lo cotidiano en la vida de los pueblos costeños.
Lo que cuenta Cien años de soledad sobre la familia de los Buendía ya era historia contada por Leonel Maciel como el largo peregrinar de su familia, buscando un nuevo lugar para asentarse, aburrida de vivir en el pueblo de Petatlán.
Así llegaron a la Chole bautizada con ese nombre porque no había más rastro de gente que la suya y como no había entonces nadie que les pudiera reclamar nada le agregaron el apellido Maciel por derecho de la numerosa prole que con los años se ha esparcido por el territorio costeño. Gente buena como la de los Buendía.
Como las historias de Leonel no son para discutirse debemos dar como creíble que fue por puro accidente que a finales de los años 50 del siglo pasado llegó a La Esmeralda en la Ciudad de México donde aprendió la técnica y afinó el pulso con el lápiz para seguir dibujando con la maestría que pronto llamó la atención de los que estudiaban y enseñaban en la Escuela Nacional de Pintura.
Él afirma que nunca participó en concursos para ganarse una beca, como lo dice una historia local que cuenta su origen de pintor cuyo premio fue un viaje a París, como realmente sucedió con Francisco Toledo.
Leonel relata que estuvo una larga temporada en Europa y que viajó al Oriente buscando conocer más sobre sus antecedentes asiáticos que delata en su perfil y ojos oblicuos, bastante parecido al actor de cine Noé Murayama.
Aunque el pintor sostiene que no entiende la política, su postura es firme al recomendar la independencia de los artistas frente al poder porque asegura que al gobierno tampoco le interesa la cultura, pero sostiene que esta puede ser factor del desarrollo. Fiel a esa postura apoya con decisión la iniciativa que en el poblado del Coacoyul encabeza el arquitecto Jesús Espino con el Museo del Coco, proyecto al que Leonel y su hermano Carlos han donado una obra monumental, un mural de más de 60 mil piezas de cerámica que cuenta múltiples historias que narran el origen, el trabajo, los sueños y las creencias de los costeños como el Galeón de Manila que surcó las aguas del Pacífico por dos siglos y medio llevando y trayendo mercaderías en las que se mezclaron razas y costumbres y apetencias de libertad, así como el portento de trasplantar las huertas de cocotero desde la costa asiática y africana hasta nuestras tierras, en una hazaña propia de héroes que hicieron del extenso y proceloso mar el camino para unir pueblos.
Todo el abigarrado de historias que cuenta el mural donde no faltan los chaneques y los nahuales, el demonio y la cruz para el despegue del proyecto del museo contiene experiencias del mundo que nuestro pintor vivió en países como Brasil, Francia, Estados Unidos y Portugal, donde ha expuesto sus obras, además de México, en Bellas Artes, en el Poliforum Siqueiros, en Morelia, en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, Aguascalientes, Zacatecas y Cuernavaca.
Así de internacionales nos ha vuelto Leonel Maciel contando la vida de los costeños con su pulso, los pinceles y colores que ahora tenemos la fortuna de admirar.