5 octubre,2018 6:59 am

Ni bancarrota ambiental ni guerra de destrucción

Ruta de Fuga
 
Andrés Juárez
No todo es un desastre. El propio presidente electo lo reconoció en un lindo video en el que aparecía descalzo sobre la arena de una playa, mientras jugaba con una tortuga bebé. México ha avanzado en muchos aspectos, por ejemplo, en la conciencia por la conservación de la naturaleza, decía. En plena campaña. Porque no resta nada ser prudente y objetivo cuando es necesario serlo.
Pienso en ello mientras observo un recuento de las decisiones del gobierno de Estados Unidos en contra del medio ambiente. No son decisiones del Estado, ni siquiera del Poder Legislativo, sino del jefe del Poder Ejecutivo, o sea del presidente de ese país. Con una sola idea como telón de fondo: que el ambientalismo representa un elevado costo para los negocios, se retiró al país del norte del Acuerdo de París, se eliminaron normas regulatorias de la industria del carbón –aun cuando se demostraba que la industria del carbón está ya en decadencia, y sin regulación ambiental–, se emitió un decreto para permitir el vertido de residuos de minería a cuerpos de agua, se ordenó a la Agencia de Protección Ambiental que deje de recabar información sobre emisiones de 15 mil operaciones petroleras y de gas, se dio marcha atrás a la regulación de pesticidas con probado impacto en el sistema nervioso y hasta se desreguló la cacería del oso grizzly.
Los resultados de tal serie de medidas contra el medio ambiente y la biodiversidad pueden ser catastróficos con el tiempo, a menos que llegue alguien más –a tiempo– y las revierta. Políticas ejecutivas como ésas podrían llevar a un país a la bancarrota ambiental. Pero la resistencia social, el ambientalismo de Estados Unidos, pese a la creencia popular, es vibrante y organizado. De costa a costa, pasando por las resistencias indígenas del norte, han construido una barrera en la que los efectos de las decisiones han retachado.
En México, por el contrario, la tradición es diferente. El andamiaje institucional de ambos países ha recorrido trayectos dispares. Mientras que la Agencia de Protección Ambiental fue creada en 1970 luego de muchas batallas ambientalistas, México fortaleció sus primeras dos instituciones exclusivamente ambientales (Semarnat y Conanp) 25 años más tarde y en pleno auge de la aplicación de políticas de libre mercado. Las políticas y las instituciones, así como el “capital humano” que las erigió y mantiene, siguieron también distintas tradiciones. Por un lado, la de la salud pública. Por otro, la conservacionista de recursos naturales, y aparte, trazas de la revuelta agrarista de principios del siglo XX. Aquí, lejos de seguir políticas como las trumpianas, se ha fortalecido la conservación de especies prioritarias, el jaguar se recuperó, la superficie de manglar se estabilizó, se ha impulsado el manejo forestal comunitario y, pese a las presiones, los maíces transgénicos no avanzaron ni el fracking ha logrado imponerse –todavía– como preminente en la política energética.
Intento, en este corto espacio, esbozar un contraste entre Estados Unidos y México porque desde mi perspectiva el desastre y la bancarrota ambiental está en el norte y no en un país como el nuestro, que se resiste –a través de sus comunicados y organizaciones sociales, sobre todo– a entregar el territorio a las actividades extractivas. Enumerar las resistencias sociales sería tautológico para esta columna. Por ello me atrevo a matizar más las resistencias internas del propio aparato gubernamental: están los sectores productivos –agropecuario, minero, hidrocarburos– intentando establecer una preminencia en las políticas y programas; y está el sector ambiental, que se resiste… no se impone porque la diferencia de recursos es abismal, se resiste.
Así, resulta incomprensible que se le pida –en columnas periodísticas– a la próxima Semarnat algo que se antoja imposible: acabar con el neoliberalismo –uff–; imponer la agroecología en el país por sobre la agricultura industrial; pasar de combustibles fósiles a energías renovables –cuando se han anunciado nuevas refinerías y además ¿de verdad creen que no se ha intentado?–; transitar a la pesca responsable, en tanto se está contemplando liberar el mar de Cortés para los pescadores que se han resistido a las vedas; promover economía social y solidaria –con todos los intereses incrustados en la economía nacional, que van en sentido contrario. Esto que se le exige a la próxima Semarnat es más un encargo para el Estado completo. No es que me parezca que esta serie de objetivos para el país no sea deseable, sino me desvío al saber que el ambientalismo es la piedra en el zapato del capital. Dibujar unas expectativas de este tamaño solamente abonará a una decepción anunciada.
Afirmar que desde la actual Semarnat hemos desatado una “guerra de destrucción” contra los ecosistemas del país y que se entrega un México en “bancarrota ambiental” me parece, lo menos, lamentable en voz de un venerable doctor, de quien todos hemos sido lectores y alumnos. Bien haremos en ver que el 1 de diciembre no comenzaremos de cero; reconocer, como en su momento lo hizo el ahora presidente electo, que no todo está perdido; resaltar tanto lo mal hecho como lo hecho a medias, pero también lo construido y sobre ello seguir erigiendo un país más justo, más amable y mantenerlo megadiverso.