21 mayo,2023 8:36 am

Nos dirigimos a un periodo difícil: Kissinger

 

Ciudad de México, 21 de mayo de 2023. Henry Kissinger cumplirá 100 años el 27 de mayo. Nacido en Alemania en plena hiperinflación de Weimar, no tenía ni diez años cuando Hitler subió al poder y tenía tan sólo 15 cuando él y su familia llegaron como refugiados a Nueva York.

Resulta casi tan asombroso que este antiguo Secretario de Estado y gigante de la geopolítica estadounidense dejara su cargo hace 45 años.

A medida que se acerca a su siglo de vida, Kissinger no ha perdido ni un ápice de la potencia intelectual que lo diferenció de otros profesores y profesionales de la política exterior de su generación y de las posteriores.

En el tiempo que he dedicado a escribir el segundo volumen de su biografía, Kissinger ha publicado no uno, sino dos libros: el primero, en coautoría con el ex consejero delegado de Google Eric Schmidt y el informático Daniel Huttenlocher, sobre inteligencia artificial; el segundo, una colección de seis casos biográficos de liderazgo (Liderazgo, Debate, 2023).

Nos reunimos en su retiro rural, en lo profundo de los bosques de Connecticut, donde él y su esposa, Nancy, han pasado la mayor parte del tiempo desde el inicio de la pandemia de Covid-19.

La emergencia sanitaria tuvo su lado positivo para ellos. Era la primera vez en 48 años de matrimonio que el doctor Kissinger, compulsivamente peripatético, hacía un alto forzoso. Alejado de las tentaciones de los restaurantes de Manhattan y los banquetes de Beijing, ha bajado algunos kilos.

A pesar de que camina con bastón, depende de un aparato auditivo y habla más despacio que antes con ese inconfundible barítono de rana toro, pero su mente sigue tan aguda como siempre.

Kissinger tampoco ha perdido su habilidad para enfurecer a los profesores liberales y a los estudiantes progresistas o “woke” que controlan Harvard, la universidad donde se forjó su reputación como erudito e intelectual público en los años cincuenta y sesenta.

Todos los Secretarios de Estado y asesores de seguridad nacional (el primer cargo que ocupó en el Gobierno) han tenido que elegir entre opciones malas y peores.

Antony Blinken y Jake Sullivan, que ocupan en la actualidad esos cargos, abandonaron el 2021 al pueblo de Afganistán en manos de los talibanes y en 2022 dieron armas por valor de decenas de miles de millones de dólares en la zona de guerra que es Ucrania.

De alguna manera, esas acciones no despiertan las invectivas que se han dirigido a Kissinger a lo largo de los años por su papel en acontecimientos como la guerra de Vietnam (una cantidad significativa de críticas también ha venido de la derecha, aunque por razones muy diferentes).

Nada podría ilustrar mejor su capacidad para enfurecer tanto a la izquierda como a la derecha que la polémica suscitada por su breve discurso en el Foro Económico Mundial de Davos el 23 de mayo de 2022.

“Henry Kissinger: Ucrania debe ceder territorio a Rusia”, cabeceaba The Telegraph, suscitando un número casi igual de tuits enfurecidos de progresistas que han añadido los colores azul y amarillo de Ucrania a la última versión de la bandera del orgullo, así como de neoconservadores que claman por una victoria ucraniana y un cambio de régimen en Moscú.

En una mordaz respuesta, el Presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, acusó a Kissinger de favorecer el apaciguamiento de la Rusia fascista al estilo de 1938.

Lo más extraño del furor fue que Kissinger no dijo nada parecido. Al argumentar que en algún momento debe negociarse algún tipo de paz, se limitó a afirmar que “la línea divisoria entre Ucrania y Rusia debería ser una vuelta al statu quo ante”, es decir, a la situación anterior al 24 de febrero, cuando partes de Donetsk y Luhansk estaban bajo control de los separatistas prorrusos y Crimea formaba parte de Rusia, como ha sido el caso desde 2014.

Eso es lo que el propio Zelensky ha dicho en más de una ocasión, aunque algunos voceros ucranianos han abogado recientemente por volver a las fronteras anteriores a 2014.

Este tipo de interpretaciones erróneas no son nada nuevo para Kissinger. Cuando intentaba persuadir a Barack Obama para que se retirara de Afganistán, el Vicepresidente, Joe Biden, hizo una desafortunada analogía con el vilipendiado ex Presidente estadounidense Richard Nixon.

“Tenemos que salirnos”, le dijo al veterano diplomático Richard Holbrooke, “para hacer lo que hicimos en Vietnam”.

Holbrooke, representante especial de Obama para Afganistán y Pakistán, respondió que “pensaba que teníamos cierta obligación con la gente que había confiado en nosotros”.

La respuesta de Biden fue reveladora: “A la mierda con eso”, le dijo a Holbrooke. “No tenemos que preocuparnos por eso. Lo hicimos en Vietnam. Nixon y Kissinger se salieron con la suya”.

Sin embargo, la realidad era, de nuevo, muy distinta. Nixon y Kissinger rechazaron de plano la idea de abandonar Vietnam del Sur a su suerte, como los instaban a hacer los manifestantes contra la guerra en 1969.

En lugar de cortar por lo sano, trataron de lograr la “paz con honor”. Su estrategia de “vietnamización” era, de hecho, una versión de lo que Estados Unidos está haciendo hoy en Ucrania: proporcionar las armas para que el país pueda luchar por mantener su independencia, en lugar de depender de las botas estadounidenses sobre el terreno.

La gente de Harvard y Yale se pondrá aún más tensa cuando vea a Nixon como uno de los seis protagonistas del Liderazgo de Kissinger, codeándose con Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, el ex Presidente egipcio Anwar Sadat, el Primer Ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, y Margaret Thatcher (cuya inclusión también hará sacar chispas a la gente de Oxford y Cambridge).

Le pregunto a Kissinger por qué Nixon -el único Presidente obligado a dimitir- merece un capítulo para él solo en un libro sobre liderazgo.

¿No es un ejemplo de cómo no se debe liderar? Kissinger empieza con el sucinto veredicto sobre el Watergate que dio Bryce Harlow, el experimentado operador de Washington que había sido el hombre de enlace de Nixon con el Congreso: “Algún tonto entró en el Despacho Oval e hizo lo que le dijeron”, es decir, que alguien en la Casa Blanca se había tomado a Nixon demasiado al pie de la letra.

“Como postulado general”, dice Kissinger, “los asistentes deben a sus directores en política no sujetarse a declaraciones emocionales sobre cosas que sabes que no harían tras una reflexión más profunda”.

Hubo muchas ocasiones en las que, en el calor del momento, o para impresionar a los presentes, Nixon daba órdenes verbales desmedidas. Kissinger aprendió rápidamente a no actuar cada vez que Nixon le ordenaba “bombardear” a alguien.

“Si nos fijamos en el Watergate”, afirma, “en realidad fue una sucesión de transgresiones”, empezando por los robos en la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata rival, ordenados por la campaña para reelegir a Nixon en 1972.

Esas transgresiones “se unieron en una sola investigación. Pensé entonces y pienso ahora que merecían censura; no requerían la destitución”.

Desde el punto de vista de Kissinger, Watergate fue un desastre porque echó por tierra la ingeniosa estrategia de política exterior que él y Nixon habían ideado para fortalecer la posición de Estados Unidos, que efectivamente estado perdiendo la Guerra Fría cuando llegaron al poder en enero de 1969.

“Teníamos un gran plan”, recuerda. “Nixon quería poner fin a la guerra de Vietnam en términos honorables… Quería dar a la alianza atlántica una nueva dirección estratégica. Y, sobre todo, quería evitar un conflicto nuclear con la Unión Soviética mediante una política de control de armamento”.

“Y luego estaba el misterio inexplorado de China. Nixon proclamó desde su primer día que quería abrirse a China. Comprendió que se trataba de una oportunidad estratégica, que dos adversarios de Estados Unidos estaban en conflicto entre sí”, una referencia a la guerra fronteriza que estalló entre la Unión Soviética y China en 1969, después de que las dos mayores potencias comunistas se hubieran separado por cuestiones ideológicas ocho años antes.

“En su nombre di instrucciones para intentar situarnos más cerca de China y Rusia de lo que ellos estaban el uno del otro.” Estas tendencias, dice, se estaban uniendo en el año anterior al estallido del escándalo Watergate.

“Al final (de la Presidencia de Nixon) había una paz en Vietnam que en sus términos era honorable y era sostenible por un Presidente que contaba con apoyo interno.

Habíamos rehecho la política de Oriente Medio”, expulsando a los soviéticos de la región y estableciendo a Estados Unidos como mediador de paz entre árabes e israelíes.

“Y nos habíamos abierto a China y negociado la limitación de armas estratégicas con Rusia. Por desgracia, el apoyo interno se diluyó. En lugar de explotar esas oportunidades, nos vimos obligados, por la debacle interna de Nixon, a aguantar”.

El Nixon que emerge del liderazgo de Kissinger es una figura trágica: un estratega maestro cuyo encubrimiento sin escrúpulos del crimen de su equipo de campaña para la reelección destruyó no sólo su Presidencia, sino que también condenó a Vietnam del Sur a la destrucción.

Y eso no fue todo. Fue la derrota en Vietnam, sugiere Kissinger, lo que puso a Estados Unidos en una espiral descendente de polarización política.

“El conflicto”, escribe, “introdujo un estilo de debate político basado cada vez menos en la sustancia y más en las motivaciones políticas y las identidades. La ira ha sustituido al diálogo como mecanismo para resolver disputas, y el desacuerdo se ha convertido en un choque de culturas”.

Le pregunto si Estados Unidos está hoy más dividido que en la época de Vietnam. “Sí, infinitamente más”, responde. Asombrado, le pido que me explique.

A principios de los años setenta, dice, aún existía la posibilidad del bipartidismo. “El interés nacional era un término significativo, no era en sí mismo un tema de debate. Eso se ha acabado.

Ahora cada Administración se enfrenta a la hostilidad incesante de la oposición, y de una forma que se construye sobre premisas diferentes.

El debate no declarado pero muy real en Estados Unidos ahora mismo es sobre si los valores básicos de Estados Unidos han sido válidos”, con lo que se refiere al estatus sacrosanto de la Constitución y la primacía de la libertad individual y la igualdad ante la ley.

Kissinger, republicano desde los años cincuenta, evita afirmar explícitamente que hay elementos de la derecha estadounidense que ahora parecen cuestionar esos valores.

Pero está claro que esos tipos populistas no le entusiasman más que en los tiempos de Barry Goldwater, el aspirante a la Presidencia en los años sesenta que era un defensor a ultranza del individualismo y un anticomunista feroz.

En la izquierda progresista, afirma, la gente ahora sostiene que “a menos que estos valores básicos sean anulados, y los principios de su ejecución alterados, no tenemos derecho moral ni siquiera a llevar a cabo nuestra propia política interior, y mucho menos nuestra política exterior”.

Esta “no es una opinión común todavía, pero es lo suficientemente virulenta como para impulsar todo lo demás en su dirección e impedir políticas unificadoras… Es una opinión que sostiene un amplio grupo de la comunidad intelectual, que probablemente controla todas las universidades y muchos medios de comunicación”.

Pregunto: “¿Puede algún líder arreglar esto?”

“Lo que ocurre cuando hay divisiones insalvables es una de dos cosas. O la sociedad se derrumba y ya no es capaz de llevar a cabo sus misiones bajo ninguno de los dos liderazgos, o los trasciende…”

“¿Necesita un impacto externo o un enemigo externo?”

“Esa es una forma de hacerlo. O podría enfrentar una crisis interna inmanejable”.

Lo remito al más veterano de los líderes perfilados en su libro, Konrad Adenauer, que en 1949 se convirtió en el primer canciller de Alemania Occidental.

En su última reunión -porque, por supuesto, Kissinger conocía personalmente a los seis-, Adenauer preguntó: “¿Hay todavía algún líder capaz de llevar a cabo una auténtica política de largo alcance? ¿Sigue siendo posible hoy un verdadero liderazgo?” Esa es seguramente la pregunta que se hace el propio Kissinger, casi seis décadas después.

El liderazgo se ha vuelto más difícil, afirma, “debido a la combinación de las redes sociales, los nuevos estilos de periodismo, internet y la televisión, que centran la atención en el corto plazo”.

Esto nos lleva a su particular visión del liderazgo. Lo que su sexteto de líderes tenía en común eran cinco cualidades: decían verdades duras, tenían visión de futuro y eran audaces. Pero también eran capaces de pasar tiempo solos, en soledad. Y no temían ser divisivos.

“En la vida de un líder tiene que haber algún momento de reflexión”, dice, señalando el exilio interior de Adenauer en la Alemania nazi; el tiempo que De Gaulle pasó como prisionero alemán en la Primera Guerra Mundial; los años salvajes de Nixon a mediados de los sesenta, después de que perdiera las elecciones a la presidencia y a la gubernatura de California; el tiempo que Sadat pasó en la cárcel cuando Egipto aún estaba bajo control británico.

Algunos de los pasajes más sorprendentes del libro se refieren a estos periodos de aislamiento. “Dominarse a uno mismo debería convertirse en una especie de hábito”, escribió De Gaulle cuando era prisionero de guerra, “un reflejo moral adquirido por una constante gimnasia de la voluntad, sobre todo en las cosas más pequeñas: el vestido, la conversación, la forma de pensar”.

En 1932, el futuro Presidente francés calificó de “autodisciplina incesante” el precio del liderazgo: “la asunción constante de riesgos y una perpetua lucha interior”.

El grado de sufrimiento que conlleva varía según el temperamento del individuo; pero no deja de ser menos atormentador que el cilicio del penitente”. El De Gaulle interior era profundamente compasivo, como revelaba el amor que sentía por su hija Anne, que padecía síndrome de Down.

Pero el hombre exterior era austero, distante, antagónico incluso con sus aliados.

Volvamos a Margaret Thatcher, por quien Kissinger evidentemente desarrolló afecto además de respeto. En una fase temprana de la guerra de las Malvinas, tras haber sido informado por el Ministro de Asuntos Exteriores británico, Francis Pym, Kissinger le preguntó qué tipo de solución diplomática prefería. “¡No aceptaré ningún compromiso!”, le dijo contundente. “¿Cómo puedes, mi viejo amigo? ¿Cómo puedes decir estas cosas?”

“Estaba furiosa”, recuerda Kissinger. “No tuve valor para explicarle que la idea no era mía, sino de su jefe diplomático”.

Sugiero que el ex Primer ministro Boris Johnson fue casi lo opuesto a un líder tal y como Kissinger lo define. Desde luego, últimamente no ha habido mucho de la incesante autodisciplina de De Gaulle en Downing Street.

Una vez más, la respuesta de Kissinger me sorprende: “En función de la historia británica, Johnson tuvo una carrera asombrosa. Logró alterar la dirección de Reino Unido en relación con Europa, lo cual sin duda figurará como una de las transiciones más importantes de la historia.

“Pero muy seguido ocurre que las personas que completan una gran tarea no pueden aplicar sus cualidades a la ejecución de la misma, que es cómo institucionalizarla.” Cambiando cuidadosamente de tema para hablar de los líderes actuales en general, añade:

“Faltaría a la verdad si dijera que el nivel de liderazgo es adecuado al reto”.

Contesto que seguramente nos está dando una clase magistral de liderazgo el Presidente de Ucrania, la improbable figura del cómico convertido en héroe de guerra.

“No hay duda de que Zelensky ha llevado a cabo una misión histórica”, coincide Kissinger. “Procede de un entorno que nunca apareció en el liderazgo ucraniano en ningún periodo de la historia”, en referencia a que Zelensky es, como Kissinger, judío.

“Fue un Presidente accidental debido a su frustración con la política interna. Y entonces se enfrentó al intento de Rusia de devolver a Ucrania a una posición totalmente dependiente y subordinada. Y ha movilizado a su país y a la opinión mundial detrás de él de una manera histórica. Ese es su gran logro”.

Sin embargo, la pregunta sigue siendo: “¿Podrá mantener eso al hacer la paz, sobre todo una paz que implique algún sacrificio limitado?”.

Le pregunto su opinión sobre el adversario de Zelensky, el Presidente ruso, Vladimir Putin, con quien se ha reunido en numerosas ocasiones, remontándose a un encuentro fortuito a principios de la década de 1990, cuando Putin era vicealcalde de San Petersburgo.

“Me pareció un analista reflexivo”, dice Kissinger, “basado en una visión de Rusia como una especie de entidad mística que se ha mantenido unida a través de 11 husos horarios mediante una especie de esfuerzo espiritual.

Y en esa visión Ucrania ha desempeñado un papel especial. Los suecos, los franceses y los alemanes pasaron por ese territorio cuando invadieron Rusia y en parte fueron derrotados porque los agotó. Esa es su visión de Putin”.

Sin embargo, esa visión está en desacuerdo con aquellos periodos de la historia de Ucrania que la diferenciaron del imperio ruso. El problema de Putin, dice Kissinger, es que “dirige un país en declive” y “ha perdido el sentido de la proporción en esta crisis”. No hay “ninguna excusa” para lo que ha hecho.

Kissinger me recuerda el artículo que escribió en 2014, en el momento de la anexión rusa de Crimea, donde argumentaba en contra de la idea de que Ucrania se uniera a la OTAN, proponiendo en su lugar un estatus neutral como el de Finlandia, y advirtiendo que de seguir hablando en términos de adhesión a la OTAN entrañaba el riesgo de una guerra. Ahora, por supuesto, es Finlandia la que propone unirse a la OTAN, junto con Suecia. ¿Es esta OTAN cada vez más grande?.

“La OTAN era la alianza adecuada para hacer frente a una Rusia agresiva cuando ésta era la principal amenaza para la paz mundial”, responde.

“Y la OTAN se ha convertido en una institución que refleja la colaboración entre Europa y Estados Unidos de un modo casi único. Por eso es importante conservarla. Pero es importante reconocer que las grandes cuestiones van a estar en las relaciones de Oriente Medio y Asia con Europa y América. En este sentido, la OTAN es una institución cuyos integrantes no tienen necesariamente puntos de vista compatibles. Se unieron en Ucrania porque eso recordaba a las amenazas antiguas y lo hicieron muy bien, y yo apoyo lo que hicieron”.

“La cuestión será ahora cómo poner fin a esa guerra. Al final hay que encontrar un lugar para Ucrania y un lugar para Rusia, si no queremos que Rusia se convierta en un puesto avanzado de China en Europa.”

Le recuerdo una conversación que tuvimos en Beijing a finales de 2019, cuando le pregunté si ya estábamos en la “Segunda Guerra Fría”, pero con China desempeñando ahora el papel de la Unión Soviética.

Me contestó de forma memorable: “Estamos al pie de la montaña de una guerra fría”. Un año más tarde actualizó su respuesta a “en el paso de la montaña de una guerra fría”. ¿Dónde estamos ahora?

“Dos países con capacidad para dominar el mundo (Estados Unidos y China) se enfrentan como últimos contendientes. Se rigen por sistemas internos incompatibles. Y esto ocurre cuando la tecnología significa que una guerra retrasaría la civilización, si no es que la destruiría”.

En otras palabras, ¿la Segunda Guerra Fría es potencialmente aún más peligrosa que la Primera? La respuesta de Kissinger es sí, porque ambas superpotencias disponen ahora de recursos económicos comparables (lo que nunca ocurrió en la Primera Guerra Fría) y las tecnologías de destrucción son aún más aterradoras, en especial con la llegada de la inteligencia artificial. No tiene ninguna duda de que China y Estados Unidos son ahora adversarios.

“Esperar a que China se occidentalice” ya no es una estrategia plausible. “No creo que la dominación del mundo sea un concepto chino, pero podría ocurrir que lleguen a ser muy poderosos. Y no queremos eso”.

No obstante, afirma, las dos superpotencias “tienen una mínima obligación común de evitar que se produzca una colisión catastrófica”. Este fue, de hecho, su punto principal en Davos, aunque pasó bastante desapercibido.

“En Occidente tenemos tareas aparentemente incompatibles. Necesitamos instituciones de defensa capaces de hacer frente a los desafíos modernos.

Al mismo tiempo, se necesita algún tipo de expresión positiva de la sociedad para que estos esfuerzos se hagan en nombre de algo, porque de lo contrario no se sostendrán. En segundo lugar, necesitas un concepto de cooperación con la otra sociedad, porque ahora no puedes plantear ningún concepto para destruirla. Así que es necesario un diálogo.” “Pero ese diálogo se ha interrumpido”, observo.

“Aparte de ventilar agravios. Eso es lo que me preocupa de manera profunda sobre el rumbo que llevamos. Y otros países querrán explotar esta rivalidad, sin entender sus aspectos únicos”.

Un guiño, supongo, al creciente número de países que buscan la ayuda económica y militar de una u otra superpotencia. “Así que nos dirigimos a un periodo muy difícil”.

Le pregunto si Kissinger se considera un líder. “Cuando empecé probablemente no”, responde. “Pero ahora sí. No en un sentido total… intento ser un líder. Todos los libros que he escrito tienen un elemento de ‘¿cómo se llega al futuro?'”

Apunto que esto es excesiva modestia. Tras haber dirigido el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Estado y, en algunos momentos durante el Watergate, prácticamente el gobierno de Estados Unidos, es un líder plenamente cualificado, aunque nunca haya sido elegido.

Ha llegado el momento de irse. Puede que el nonagenario siga operando a pleno rendimiento, pero yo me estoy apagando y tengo que tomar un avión. Una última inspiración me lleva a preguntarme por el corolario necesario del liderazgo. “¿Qué pasa con los seguidores?”, pregunto. “¿Han disminuido también? ¿Está la gente menos dispuesta a dejarse guiar?”

“Sí”, asiente. “La paradoja es que la necesidad de liderazgo es tan grande como siempre.”

Hay quienes, sin duda, seguirán demonizando a Henry Kissinger y despreciando o menospreciando lo que dice. A sus 99 años, sin embargo, bien puede permitirse ignorar a los que lo odian. Sin embargo, no ha perdido su impulso de liderazgo.

“El liderazgo”, escribe, “es indispensable para ayudar a las personas a ir desde donde están a donde nunca han estado y, a veces, a donde apenas imaginan llegar. Sin liderazgo, las instituciones pierden el rumbo y las naciones se exponen a una irrelevancia cada vez mayor y, en última instancia, al desastre.”

No tienes ninguna obligación de seguirlos. Pero ir a la deriva hacia el desastre sin ningún liderazgo -o, peor aún, con un falso liderazgo carente de autodisciplina- parece una idea equivocada.

Texto y foto: Agencia Reforma