19 octubre,2021 5:19 am

Otra actividad en decadencia

Federico Vite

 

Leer ya no es desde hace algunos años una actividad en la que algo como una voz entra por los ojos y nos embelesa. Leer era quedarse fuera del mundo. Ahora, la lectura es similar al coitus interruptus. Me refiero a una intimidad irregular, una actividad sin ritmo entre el texto y el lector, un ejercicio lleno de pausas. Quien mejor explica este hecho es Néstor García Canclini en su libro Lectores, espectadores e internautas (Editorial Gedisa, España, 2007, 136 páginas). García Canclini –ensayista nacido en Argentina, pero con largas estancias en México– asevera que las artes dejaron de ser vanguardia cuando enfilaron hacia el mercado, las galerías, los editores y la publicidad porque necesitaban público y requerían del asombro para atraer nuevos consumidores (nueva forma de llamar al público).

García Canclini rastrea la condición picante del asombro desde Platón hasta Karl Jaspers y Bruno Latour. El asombro, nos dice, ha sido considerado por muchos filósofos como el origen del conocimiento. Estamos ante el motorcito que todo lo impulsa, pero ya no se puede encontrar en las bellas artes. Durante unas décadas, expone, el asombro fue el recurso de las artes de vanguardia para distinguir los efectos estéticos producidos por el folclore y la industrialización de la cultura: “la sorpresa incesante de las innovaciones frente a la monotonía atribuida a las tradiciones o a la estandarización de los medios y diseños masivos”.

La mudanza del asombro nos conduce al oficio de los arqueólogos, quienes tradicionalmente cultivan culturas exóticas, pero debido al tamiz de la contemporaneidad su perfil cambia y se transforman en “mercaderes de lo insólito”. Esos mercaderes de lo insólito suelen correr los vericuetos de la globalización. El temor, por supuesto, es que encuentren lo mismo y que los tesoros de la globalización uniformen el pensamiento. Es decir: que todos exploren las mismas ruinas con un sesgo de novedad. Leer entonces es rasgar la uniformidad, es asomarse en las afueras del estándar del pensamiento global.

“Mike Featherstone y Couze Venn señalan que la expansión digital de los archivos alternativos y contramemorias nos vuelve disponibles a pensar más allá del libro y de la vieja posición entre lectura e imágenes, pero nos deja también sin los matices y paradigmas que permitían pensar”, refiere García Canclini y nos lleva a la certeza máxima de este documento: “Los públicos no nacen sino que se hacen, pero de modos distintos en la época gutenberguiana o en la digital”.

Si pensamos que la educación y la formación de lectores críticos no se frustra por las desigualdades socioeconómicas, estamos en un error. Estamos en un error también si pensamos que no es necesario ampliar el horizonte y concebir políticas culturales que no se replieguen en un escenario predigital. Ese es el factor común de las políticas públicas actuales, lo predigital y tal vez por eso el asombro no se “contagia” como debería, porque se desdeñan las herramientas tecnológicas actuales.

No es lo mismo un escritor en el siglo XVIII o XIX que un oficiante actual de la literatura. No, no, no. Tomo de García Canclini esta certeza: “Los salones literarios y las editoriales reordenaron la práctica literaria. La consagración de las obras y los autores implica la producción de una creencia en su valor, que es conferida por actores específicos: museos y espectadores, editoriales y lectores”. Con esta precisión quirúrgica nos abrimos paso en los túneles del complejo Continente Literario. Primero, esta certeza: el valor de la literatura ya no es lo literario. Después viene el remache: “En el campo editorial, la pérdida de autonomía fue documentada, entre otros, por André Schiffrin en su estudio La edición sin editores, crónica de la caída de Pantheon Books y otras casas estadunidenses. La concentración de las editoriales clásicas en grupos empresariales manejados por gestores del entretenimiento masivo hace que se publiquen menos títulos (sólo los de alta tirada) y elimina los que se venden lento, aunque lleven años en catálogo, sean valorados por la crítica y tengan una salida constante. Los nuevos dueños exigen al mundo editorial libros que den tasas de ganancias semejantes a sus negocios en televisión electrónica.”.

En 1999, al final de su vida, Pierre Bourdieu también lanzó un grito de alerta. Dijo, a manera de vaticinio, que habría un declive con los éditeurs héroïques y anunció el ascenso de los publishers. Así predijo el arribo del populismo en la literatura, un Continente Literario en el que los editores no saben leer, pero su habilidad esencial y precisa es contar. Hacer cuentas es lo primordial. Dicho de otra manera, el lector ya no importa, lo esencial es el consumidor. Este hecho necesariamente nos lleva a una redefinición del lector. El lector ahora es un mecanismo mucho más complejo e interdisciplinario. García Canclini afirma: “El concepto de lector fue trabajado en el marco de una teoría de los campos, ya sea de forma restringida como lector de literatura o en sentido más sociológico como destinatario del sistema editorial. Esa delimitación es aún más estricta cuando se incorpora al lector como personaje en obras tan diversas como la de Macedonio Fernández, que opone el lector artista (el que no busca una solución), o en la novela de Italo Calvino (Si una noche de invierno un viajero), en neta oposición al mundo televisivo”. Este sería el ideal de un lector, pero cada vez y con mayor rapidez nos convertimos en un internauta, alguien que lee, escucha y combina materiales diversos, procedentes de la lectura y de los espectáculos. “Ni los hábitos actuales de los lectores-espectadores-internautas, ni la fusión de empresas que antes producían por separado cada tipo de mensajes, permite ya concebir como islas separadas los textos, las imágenes y su digitalización”. De manera rotunda, entendamos, el consumo cultural está integrado: radio, televisión, música, noticias, libros, revistas e internet. Más que lectores somos internautas y así construimos nuestra actualidad demasiado ruidosa. Esta es nuestra jaula. La conducta noble de la disidencia a base de libros va en franco declive. Un buen ejemplo es la resemantización de la canción Bella, Ciao.

La idea del pensamiento posmoderno, diserta García Canclini, abandonó la estética de la ruptura y propuso revalorar distintas tradiciones, auspició la cita y la parodia del pasado más que la invención de formas enteramente inéditas. Insisto: esta es nuestra jaula.

La buena acogida del “refrito” como mercancía novedosa propició que los artistas perdieran autonomía creativa porque necesariamente se sometieron a las exigencias y necesidades del mercado. Otro factor que desanimó la creatividad, nos dice el ensayista, fue la atrofia del mecenazgo estatal y de los movimientos artísticos independientes. A riesgo de parecer conservador, debe decirse que el mecenazgo tiene más de una lectura posible. No sólo propicia “flojos”, “mantenidos” o “vagos”. Bien estructurado, ordenado y reglamentado, el mecenazgo da oxígeno puro a proyectos de valor literario. ¿Por qué? Dejo a García Canclini la respuesta: “Las políticas privadas y públicas, reconfiguradas bajo criterios empresariales, prefirieron, en vez de la originalidad que aspira a crear sus receptores, la capacidad de recuperación de las inversiones en exposiciones y espectáculos”.

Después de ingresar a Lectores, espectadores e internautas queda la certeza de que el lector ya no es el eje central de una editorial ni de un autor. Ambas instituciones del Continente Literario se desgarran por encontrar el hallazgo comercial. Mejor dicho, se desgarran por encontrar el ideal artístico del reciclaje (término más acorde con la publicidad) que diferencia a editorial y autor de los competidores.