26 agosto,2023 5:08 am

Patrimonio histórico de la humanidad

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

(Segunda parte)

 

A Pin Pon, el segundo, como lo conocían desde pequeño en la colonia Mártires Agraristas, su madre lo acababa sí, de llamar, pero no para sentarse a la mesa a echarse una comida nocturna, haciendo maridaje con el sonido de la novela de las 8 Amor del no tan bueno. Y más bien, la razón del grito que cruzaba toda la calle de Patrimonio Histórico de la Humanidad, era que la jefa del Pin Pon necesitaba ayuda para poder asear al abuelo.

La jefa del Pin Pon había sido cocinera muchos años en el restaurante de un hotel de prestigio medianón, pero daba algo de feria. Y un buen día, cuando el consorcio hotelero fue vendido a unos magnates de apellido güero, y cuando estos señores de dedos rebosantes en anillos de oro se dieron a la tarea de renovar la marca y los muebles del hotel, fue el momento en que a doña Anita la obligaron a una jubilación temprana.

Le dieron un cheque raquítico y sin proporción para los 19 años de servicio. Una canasta de mimbre llena de latas de paté, aceitunas verdes y negras, un vino baratón, pero con una etiqueta que pretendía un buen gusto de oficina y una tarjeta de felicitación con el dibujo de un niño abrazando a su madre con un globo que decía, Feliz día de las mamás. Adentro de la tarjeta había un mínimo montoncito de palabras que decía: Le agradecemos su preferencia al trabajar con nosotros.

Anita, aún con el uniforme de trabajo puesto, sólo le dijo a su marido Pin Pon, el padre, después de leer la tarjeta, Gordo, ya no tengo trabajo en Camino Real, bueno ahora el pinche Royal Inn. A lo que Pin Pon, el jefe, contestó Ya saldrá algo, mi chaparrita, esto de la basura está dejando un poquito más, chance trabajando de noche se arme el guiso. Abrieron el supuesto Merlot con un nombre pretendidamente francés, Rue du Chien. Y se sirvieron en los vasos finos, que en el fondo traían una cruz en alto relieve. Brindaron, diciéndose en voz muy, muy bajita, Sólo el de arriba sabe por qué hace las jodidas cosas. Ya casi para el final de la botella, se preguntaron por qué un vino traería en la etiqueta un perro con una boina fumando algo que podría o no ser un puro. Nadie contestó la pregunta y se fueron a dormir con la cabeza ligeramente afrancesada.

Y pasó también que meses después, el abuelo enfermó. En el seguro no determinaron qué había provocado la embolia, pero la familia regresó a casa con una dotación vitalicia de paracetamol. Y pasó, también, que Pin Pon, el jefe, fue ascendido de pepenador, al puesto de Transportista de Residuos Reciclables.

El padre comenzó a trabajar por la noche en un camión de carga que iba por todos los mercados de la ciudad juntando papel periódico, aluminio, vidrio y cartón en cantidades groseras. Así, con más ahínco, el viejo apodo revivió con fuerza. Pasando que en todas las reuniones de sábados por la noche, sus amigos, los perros, como se autodenominaban esos borrachos de fin de semana, en cuanto lo veían llegar, soltaban casi a modo de poesía coral un sí, sí, muy guapo y todo, compadrito, pero pues de cartón. Y después de la presentación a cinco voces del Pin Pon padre, y como si lo hubieran ensayado por semanas, le prendían a su ruidero encabezado por Guadalupe Esparza, y todos, repetían, sin un ápice de dudas, Que no quede huella, que no y que no. Que no quede nada.

¿Qué pasó jefita? A poco ya es hora. Le contestó el Pin Pon hijo a su madre en cuanto cruzó la puerta metálica de la casa.

Sí, chamaco cabrón, te había dicho que no quería estarte gritando. A mí no me gusta que media colonia se entere que hay que cambiarle el pañal al abuelo.

La tele, encendida en la sala, con el volumen considerablemente bajo, presumía en sus imágenes, a un hombre y una mujer elegantísimos atravesando un pradera verde y casi inmaculada, en un caballo lustroso y árabe. Los dos, hermosos, como sólo la televisión lo permite, al final se toman de las manos, mientras miran un atardecer digno de cualquier pasaje de La Biblia, donde Dios o alguno de sus secuaces está a punto de decir algo importante. El caballo, no sé sabe si está conmovido o no por la luz, pero no deja de ser árabe y radiante.

–Pero jefa, ni dijiste nada del abuelo, sólo me llamaste y ya.

–Y tú crees que la gentuza no anda viendo a ver qué andan haciendo los demás.

–No creo, jefita, la gente tiene mejores cosas qué hacer.

–A ver chamaquito rezongón, deja de contestarme, cállate y ayúdame. Además, estas ya no son pinches horas de que andes en la calle, y menos ahí con esa muchachita Sara que parece que no tiene oficio. Nomás anda ahí haciendo quién sabe qué porque sus papás ni la pelan.

Doña Anita se acercó a la televisión, le subió el volumen y se fueron al cuarto del abuelo, donde ahora las voces de Amor del no tan bueno se combinaban con la suya, la de su hijo y los quejidos del anciano que nunca llegaban a ser palabras.

–Lo único bueno de que ya estés más crecidito, es que ahora tú puedes cargar mejor a tu tata que yo sola.

–Pero si amá, también hago otras cosas.

–En vacaciones te portas mal. Ahí, del tingo al tango con esa bola de vagos que andan pintándole la cola a los perros.

–Pero si jefa, ya te dije que no fuimos nosotros. Además porque no te cae bien Sara si tú te llevas muy bien con su mamá.

–Qué me dejes de rezongar, yo soy tu madre y yo no tengo por qué darte explicaciones. Anda, mira, se te va a caer el abuelo por andar pendejeando con tus chingaderas.

El abuelo sólo emitió un quejido como de animal que ya se sabe la fecha de su muerte, mientras Pin Pon hijo, lo agarraba por debajo de las axilas para tratar de acomodarlo en el asiento de plástico especialmente manufacturado para quién ya sólo tiene oportunidad de ducharse sentado.

–A ver papacito, pareces un chamaco chiquito. Ándale papi, copera, te estamos tratando de ayudar.

Como pasaba cada vez que lo bañaban, el abuelo no dejaba de intentar moverse en inmediatamente después de sentir las primeras gotas en la cara. Así que la mamá se desesperada en consecuencia, decidía que regañar al padre era la mejor solución para ese momento.

–A ver, si no entiendes por las buenas, papacito, entonces por las malas. Copera o ya de una vez le llamo al padrecito pa que venga a echarte los rezos. Y tú, pásame el deste, que está en el dese. Pero rápido, que qué no ves cómo nos estamos mojando.

Pin Pon, todo mojado y con unos deseos ya adolescentes, de que todos se murieran de una vez por todas, se secó, fue al refrigerador a repetir con un tangible coraje acompañado de un azotón de puerta, nunca hay pinches nada de comer y se metió a su cuarto haciéndose loco de la voz de su madre que le pedía ayuda con otra cosa.

A la mañana siguiente cuando Pin Pon sacaba con prisa la basura, vio desde su acera a Moy también sacando la basura. Cuando estaba a punto de correr para alcanzarlo antes de que se metiera a casa, su padre, apenas llegando, le chifló, llamándolo para decirle que si no podía ir a la tienda a comprar cosas para el almuerzo. Pin Pon padre le dio un billete de cien, Le encargó un kilo de tortillas, una coca de a 2 litros y medio casillero de huevos.

Y me traes el cambio. Nada de hacerse pendejo con la morralla, aunque te den una de diez centavos. Dijo, Pin Pon padre, sincronizando su indicación con el sonido de las llaves cayendo sobre la mesa cubierta con un mantel de plástico floreado.

Era sábado, y todos los niños y niñas de la cuadra sabían que eso significaba una sola cosa: los señores, a partir de las 4 de la tarde, empezarían a mandarlos por cerveza a la tiendita Abarrotes La parroquia. Y cada viaje, proporcional a la embriaguez de sus padres, implicaba un menor cuidado con el cambio. Así, hasta que por ahí de las 7 de la tarde, cada uno tendría suficiente varo para regresar a esa tienda y sentir, brevemente, la levedad de comprar lo que sea, sin tener que contar el cambio encima de la palma como buscando piedras en los frijoles antes de cocerlos.

El ya casi adolescente de Pin Pon, regresó cargando en una mano la Coca Cola de 2 litros y en la otra, una bolsa de plástico azul cargada con 15 huevos blancos. Le preguntó a su madre si metía los huevos y el refresco al refri. Pero la señora antes de responder las preguntas le dijo, con un tono jodón. Mijo, y no se te olvidó algo.

En la fila de las tortillas nuestro querido Pin Pon se encontró a otro miembro de la clica sin nombre, el Roberto, mejor conocido con el nombre de el Mina. Su apodo, cruel pero con un oficio que casi podría emparentarse con la ambición que tienen los poetas, derivaba de la metaforización de una característica física de Roberto. El apelativo completo era Mina de Oro. Roberto tenía los dientes amarillísimos, cuentan, desde que nació, por culpa de que su madre bebía mucha agua de la llave. Y para unos mocosos sin otro afán más que el de chingar, dicha característica era oro puro para un maestro en el arte de la burla, como lo puede ser cualquier niño de primaria.

–¿Y ese milagro, Mina?, ¿si le vas a caer a echar la reta más tarde o te da el uyuyuy?

–Ni que fuera tu hermana, pendejo. Replicó el Mina de Oro, mostrando sus hermosos dientes burlones, acentuados aún más en su amarillo, por el ya nada tímido sol de la mañana.

–No tengo hermanas, pendejo.

–Pues como tu jefa.

–La tuya qué.

–La tuya con sal.

Los dos se acompañaron hasta que cada quien tomó la respectiva dirección a su casa. Pin Pon, prosiguió su camino, pateando una botella de plástico como si fuera una pelota. E iba tan entregado a su destreza que no se percató de quién era el que estaba parado en la banqueta de su cantón, sino hasta que estaba a unos metros de distancia.

Y ora, tú, qué haces aquí. Hace casi dos semanas qué ya no te hemos visto. Pin Pon insistió en su reclamo llenándolo de varias preguntas. Moy sólo movía la cabeza como esas tortugas de recuerdo que venden en la playa.

Nos vamos a mudar, Javi. Fue lo primero que dijo Moy, interrumpiendo el reclamo de Javier, alias el Pin Pon, hijo.

Ahora a mí me llaman pa comer. Luego les cuento el chisme.

Continuará…