COSAS QUE LA GENTE OLVIDA
Alan Valdez
Es agosto. Mi vida va a cambiar.
Lo presiento.
Raymond Carver
Son más de las 5 de la mañana. Por el altavoz una persona da instrucciones en inglés. Que nos dejemos de amontonar en la puerta. Que no tengamos desparramado nuestro equipaje por el suelo de la sala. Y que todos, sin falta, tengamos listo el boleto, porque en cualquier momento puede iniciar el abordaje y no quieren que nadie esté retrasando la fila.
Una señora revisa varias veces el mismo papel como buscándole el español a las letras chiquitas de su itinerario. Se acerca una vez más a la encargada de nuestro destino, que fuma en camisa de mezclilla azul oscuro, un cigarro de una marca, para mí, desconocida. La autoridad no deja de fumar, y entre calada y calada, mira a la mujer hablar en español, insistiéndole varias veces la misma pregunta, señalando el blanco de la hoja como señalando un rostro. La autoridad apaga el cigarro con una de sus botas. Las pequeñas brasas se extienden momentáneamente sobre la banqueta, mientras el empeine oscila de un lado a otro después de imprimir la gravedad de su peso sobre la colilla como si fuera un bicho no bienvenido.
La autoridad hace una pausa para construirse el rostro severo. Observa a la mujer por última vez, señalándole militarmente la sala de espera, y se aleja hasta alcanzar el micrófono por donde vuelve a repetir por el altavoz las mismas tres indicaciones.
El altavoz en una esquina. Empolvado, casi estoico, aquella bocina negra que trae noticias de quién sabe qué mundos demasiado lejos, está empotrada justo encima de un anuncio de prohibido fumar.
La autoridad, después de su enérgico anuncio, enciende otro cigarro.
La mujer, ahora no sólo sin respuestas, sino también regañada, jala su maleta y se para al lado mío. Le pregunto en mi español de madrugada que si necesita ayuda. Me contesta también en un español de madrugada, que no le ha entendido ni madres a la guardia de la estación más que el pinche regaño. No nos preguntamos nuestros nombres. Ella va a una vida. Yo voy a otra. Ella viene de Zacatecas, cruzó el desierto caminando y va a trabajar a Washington, D.C. Limpiará cuartos de hotel. Yo no tengo nada más que agregar a todo eso.
Me muestra las hojas varias veces dobladas. Viene desde Albuquerque y aún le faltan 32 horas para llegar. Me acerco a la autoridad que fuma un nuevo cigarro, le pregunto en mi inglés de madrugada por el andén de la señora. Termino también regañado, pero al menos con una respuesta.
Regreso con la señora y le explico dónde tiene que pararse. Al acabar las precisiones, continúa platicándome de su amiga de la secundaria que lleva más de 20 años trabajando en Washington, y que gracias a ella se ha animado al portentoso exilio. Le comento que nunca he estado en Zacatecas. Sólo he pasado por ahí, le clarifico. Me dice, pero bueno, eso cuenta, ¿no? O cuánto tiempo tiene que pasar para decir que uno estuvo que aquí y que allá. Yo sí voy a decir que estuve en Omaha, Nebraska, aunque solo fuera un tantito.
Hacen el anuncio para que volvamos a subir al camión los pasajeros que van con destino a Iowa. Yo continúo mi viaje hacia el centro del Midwest, ella, al menos por la siguiente hora tendrá que esperar a que llegue el camión que va de Omaha, Nebraska hasta los límites del río Potomac entre Maryland y Virginia.
Nos sonreímos de despedida. Buena suerte, también nos decimos y abrazo aquella sensación como un augurio bien cumplido. Desde el camión la observo una vez más. La miro ahí parada, revisando sus hojas como si tuviera que memorizarse una efeméride para un examen. Supongo que hay algo de verdad en eso. Y le doy la razón, y pienso en un futuro innecesario donde alguien me pregunta si alguna vez he estado en Nebraska.
Amanece en Omaha. Los cristales de los edificios cubiertos por un sol contenido, repiten unos colores rosas y morados. Hay gente ya corriendo, tan segura de la dirección hacia la que se dirige en licra y tenis, que me hacen sentir que voy en el camión equivocado. Pero la duda me dura poco. Me quedo dormido.
Son las 10:15, por mi ventana veo un río, uno de los tantos afluentes del Mississippi river. En la estación de camiones de Iowa City solamente desciendo yo y otros dos hombres de los cuales no reconozco la lengua. El resto continuará su viaje hasta el corazón de Illinois. Por cómo pronuncian el mundo me parece que estos hombres vienen desde muy lejos. Entramos a la estación. En la sala de espera hay un teléfono que tiene una cartulina pegada con una advertencia: Out of order.
Los hombres hacen fila. Delante de ellos hay tres mujeres. Llevan cubierta la cabeza y tratan de leer algo directamente de la pantalla de su celular en una lengua también lejana, a un recepcionista que lo único que hace es mover azarosamente las manos. Los hombres y las mujeres comienzan una conversación. Sonríen, se abrazan. Se han reconocido las horas calladas sin festejos y se salen los cinco, abriendo la contradictoria puerta de la estación para inaugurarnos el día.
Es una mañana de verano aquí en Iowa, un río pequeño se vierte con dirección al Golfo de México. Las hojas de los quercus aletean cada vez que algo pasa, un viento me parece. Repican, se dicen cosas y algo también les entiendo.
El letrero del teléfono me parece absurdo, out of order, si todo parece en orden, me repito, creyendo, infantilmente, que la pequeña risa que me he provocado resolvió la distancia que es innata a todas las traducciones.
Llega mi taxi. Alisto mis llaves. Es la primera vez que entraré a esta casa. Al subirme al auto, el taxista me pregunta en español que si hablo español. Me cuenta los pormenores de 15 años de trabajo en cinco minutos. Me sorprende lo claro que tiene la narración de su vida. Sololá, vengo de Sololá. Yo soy de México, y justo al acabar de decir México me siento, por ridículo que suene, mexicano.
Todo estuvo fácil, pero al llegar a Nuevo Laredo, ahí sí que se puso grave la cosa, repite. Bueno, y ni se diga, también la frontera sur de México con nosotros es muy peligrosa, aclara. Si viera, yo tengo varios buenos amigos mexicanos, aquí hay mucho mexicano, bueno, en dónde no hay mexicanos, ¿verdad?, apuesta. Yo también tengo muchos amigos mexicanos, le comparto en medio de una risa exagerada de clásico convivio de oficina, y ambos, por algunos minutos, tenemos intenciones de ir al mismo lugar.
Antes de cerrar la puerta, Pedro me da la bendición, yo también le digo que Dios lo cuide y mi suerte, por un rato deja de ser laica. Ensayo la cerradura con cada una de las tres llaves que me dieron. No le atino a la primera, claro que me equivoco, abrir una puerta no tiene que ver con una destreza específica, sino con la calidad de la paciencia.
Después de una ronda nada memorable entre el metal intentando el metal, por fin abro una de las tres chapas. Consigo la ansiada victoria que cualquiera que se haya mudado ha sentido antes o después, me supongo, al menos una ocasión, y me comienzo a recorrer los delimitados rincones de lo que será una vida aún no dicha, pero más que imaginada.
Salgo a inspeccionar el perímetro del edificio. La calle se recorre larga y acentuada con árboles tan grandes que el cielo apenas. Abro mi buzón de correo. Nunca había tenido buzón de correo y me doy cuenta de que hay, de hecho, correspondencia. Los sobres tienen otro destinatario y me llega la sensación de haberme equivocado, de nuevo, de vida. Pero la idea se queda una nada conmigo. Prosigo mis exploraciones, casi todas las ventanas de esta calle están adornadas con banderas. Alguna vez supe que la disciplina que estudia la historia, símbolo y uso de las banderas se llama vexilología, pero hoy ya no me acuerdo.
Banderas del Orgullo Trans extendidas. Banderas de Palestina. Banderas Olímpicas. Banderas del equipo de futbol americano de la Universidad de Iowa. Banderas blancas, blanquísimas, secándose con este sol de agosto. El aire pasa, cada estandarte hace una reverencia y cada causa es, por el momento, bien recibida, aquí, en esta calle, mi nueva calle en esta pequeña esquina del Midwest.
Comienzo a caminar, persigo el río por varias cuadras. Busco algún sitio para comer. Antes de llegar aquí, supe que el escritor Raymond Carver iba a cenar y beber o beber y cenar, con otro escritor llamado John Cheever a un lugar llamado The Mill. Pongo en mi celular la dirección, y como buen habitante desorientado de este siglo, en exceso confío de las indicaciones que me da la pantalla.
El restaurante fue demolido. Así que de inmediato, ya desconfiando de mi celular, tan sólo continúo, así como los antiguos que andaban sintiendo cosas entre los prados y ya. Sin embargo, después de un rato de creer que me había desplazado a un lugar imposible por lejano, me doy cuenta de que he llegado, sin querer, a la estación de autobuses. Vaya prodigio de la cartografía.
Adentro hay una nueva fila de viajeros, uno de ellos enseña la pantalla de su celular al recepcionista que sigue moviendo las manos sin un propósito aparente. El teléfono de la estación, por mientras, sigue out of order, y nosotros, quizá también. Me llegan unas intenciones de querer entrar a la sala de espera, fingir que acabo de llegar hace unos minutos, salir triunfal por la puerta presumiendo que sé dónde queda el norte y qué tanta prisa lleva el río, fingir que sé usar las llaves a la primera intención para abrir las puertas, qué sé que cosas fueron demolidas y cuáles permanecen, pero no lo hago, acepto mi vida tal y cómo la he formado hasta ahorita y sigo.
Estoy sentado en el segundo piso de la biblioteca pública de Iowa. Desde hace unas semanas Marina Tsvietáieva me ha venido persiguiendo. Del carrito de libros recién utilizados alcanzo a ver un ejemplar de una selección de sus ensayos. No discuto la veracidad del acontecimiento, pero me entrego a sus predicciones. Lo abro, el texto que se me regala como mancia es uno titulado Respuesta a un cuestionario publicado 1926. Su respuesta termina así, La vida es una estación, pronto partiré: adónde – no pienso decirlo.
Cierro el libro, guardo mis cosas, son las 7 de la tarde.
Mi vida ya ha cambiado.