19 enero,2021 5:22 am

¿Qué puede decirnos Agustín Yáñez sobre la Iglesia y el Estado?

Federico Vite

 

Las vueltas del tiempo (Joaquín Mortiz, México, 2014, 288 páginas), de Agustín Yáñez, fue publicado en 1973, pero se escribió entre 1945 y 1948. En este volumen conocemos, desde diversos ángulos, la opinión que tienen varios personajes sobre el controvertido general Plutarco Elías Calles, quien gobernó México de 1924 a 1928, periodo en el que el movimiento armado de la Cristiada (1926-1929) tuvo su máxima expresión. Esta revuelta fue la respuesta popular a las leyes publicadas por el entonces presidente Calles, el 2 de julio de 1926, quien reformó el Código Penal para convertir en delitos del orden común diversos aspectos del culto religioso y de la enseñanza católica. Obviamente algunos de estos artículos atentaban contra la libertad de credo y la vida religiosa en México; por ejemplo, el 1° multaba a quien ejerciera el ministerio sacerdotal sin ser mexicano; muchos sacerdotes extranjeros fueron expulsados; el 3° amenazaba con clausurar escuelas que no fueran completamente laicas; el 6° disolvía todo convento; el 17, confinaba todo acto religioso al interior de los templos. Esta ley entró en vigor el 31 de julio de 1926, y por esa razón, los obispos decidieron cerrar las iglesias. Imagine usted eso. No está de más pensar en nuestra extraña vida política con un presidente de izquierda que parece un pastor evangélico. Con eso en mente, ingresemos a este libro que reserva más de una atracción.

Las vueltas del tiempo es un ajuste de cuentas. El escritor jalisciense opina con dureza sobre la gente que rodea al general Calles: vividores unos, mojigatos otros, fieles creyentes, reporteros chayoteros, abusivos burócratas, empleados rencorosos y maledicentes, políticos ambiciosos y corruptos, aristócratas pedantes, racistas y repulsivos. El caldo de cultivo es tremendo. Un autor menos hábil habría hecho una ensalada de locos, pero el decoro literario de Yáñez salva esta empresa. Crea personajes que protagonizan algunos capítulos; posteriormente, los convierte en narradores, o elementos que, con menos relevancia, dan sustento y continuidad a otro capítulo. La jerarquización de las historias se somete al estricto seguimiento de las exequias del general Calles. Es decir; la línea del tiempo inicia en el velorio; ahí confluyen todos los personajes, después focaliza las conversaciones entre ellos. Posteriormente se tiene conocimiento del cortejo fúnebre que recorre la Ciudad de México y eso propicia charlas en la cúpula empresarial (con extranjeros incluidos), en las casa de algunos aristócratas y evidentemente al final del libro conocemos la opinión de los más pobres. El rencor social es una constante en México.

Estamos ante un sagaz estudio de una figura política. El 20 de octubre de 1945 ocurre todo. Ese día, en diversos horarios, se entablan charlas tanto en los autos como en los accesos al panteón, en las casas de aristócratas y en tertulias; obviamente también en la calle, donde se resuelven de otra manera los odios y las pasiones que desata un presidente de la República. Así que el lector se adentra en las conversaciones que derivan del cortejo fúnebre del general Calles por varios puntos de la Ciudad de México. Obviamente, la parada final es el panteón. Las ideas vertidas en ese trayecto y las reflexiones que propicia la cercanía de la muerte (sirva esto para decir que lamento mucho la muerte del poeta y traductor Iván Trejo. Tuvimos una amistad que inició en 2004. Su muerte redimensiona la fragilidad de mi existencia. ¡Qué haya luz para ti, compadre! Mucha luz.) moldean este libro.

Las catorce unidades narrativas que dan forma a la viga maestra de esta novela dotan de movimiento y profundidad sicológica a ciertos sectores de la sociedad; el autor analiza grupos representativos de la vida nacional, por ejemplo, uno de los empleados de la funeraria debe cargar el féretro del general, pero él odia profundamente a ese hombre que causó la muerte de su padre. Ese mismo empleado, posteriormente, se involucra con un reportero, un chofer y un político de medio pelo; al final, protagoniza una trifulca. De esa manera Yáñez enfoca y desenfoca a los personajes con la intención de que cada uno de ellos cobre relevancia en los subsecuentes capítulos. Este libro entrevera los destinos de los personajes en aras de construir una fotografía panorámica de esa época.

Las vueltas del tiempo tardó en ser publicado. Seguramente debido al alto voltaje de la crítica política de Yáñez. Cito algunos fragmentos de una charla ríspida entre un militar y un burócrata de medio pelo. “Mire: la Revolución se ha tragado a sus hombres: desde a sus padres hasta a sus hijos: Váyalos nomás contando, y comience por el último: Calles.

–La Revolución, en lo que tuvo de indígena, fue Cuatlicue; por eso se tragó a todos los que iban traicionando al indio. ¿Qué hizo usted en favor de los indios, de los pobres, de los que no tiene tierras ni derechos, cuando dispuso del poder que le dio la Revolución, es decir, el pueblo, los indios, que lo seguían y que con una orden de usted iban a la muerte? Yo malicio que nada. Los indios fueron escalones para que usted cumpliera sus gustos y venganzas personales”.

Después de leer estas líneas, uno comprende que la vigencia de un libro como este es total. Por ejemplo, ¿qué tiene que decirnos en este momento el buen Yáñez acerca de la relación Iglesia-Estado? Me temo que simple y sencillamente algo superlativo, porque en Las vueltas del tiempo desmenuza ese punzante tema. Y aboga, por supuesto, por que el Estado y la educación deben ser laicos. Uno de los personajes que podría darnos luz en este aspecto es el jesuita Miguel Osollo: hombre libre, crítico y cristero. Un tipo que al final de sus batallas reconoce en Plutarco Elías Calles a un estadista. También dentro de la Cristiada, otro personaje entrañable es María Ortega Martínez de Ibarra y Diéguez. Mujer creyente, pero librepensante. Intenta romper relaciones con Calles. Su esposo, el ingeniero Jacobo, recibe este mensaje de Calles: “Se le adelantaron, ingeniero: ya tengo informes policiacos de que hay misa en su casa y que viven allí, como dice usted, unas monjas. Yo conozco a María; sé que no es una beata y está lejos de ser una fanática; es una quijota. Dígale que yo no mandé cerrar los templos, ni prohibir el culto; fueron los obispos para echarnos al pueblo encima. Ya conocen mi resolución: o acatan la ley, o acuden al Congreso, o toman las armas”.

Como verá, no sólo es una novela realista sino un libro que busca, a toda costa, confirmar una tesis: Calles fue un hombre complejo que debe estar a la altura de Benito Juárez y de Lázaro Cárdenas.

Para Yáñez, Calles es el estadista de la Revolución y logró con el centralismo equilibrar la debilidad de las incipientes instituciones nacionales. Obviamente cometió varios errores, pero el escritor intenta ser justo con un prócer.

Este libro finaliza con la inaplazable cita con la muerte: “Eran las cinco y cinco de la tarde. Recuento de aquellos densos minutos de la historia, bajo el esplendente sol de una tarde de octubre, en que quedaba cerrada así, una más de las vueltas del tiempo”. Este es un proyecto verdaderamente ambicioso. Aunque duela decirlo, ya no hay libros como este. Ahora, la literatura es otra cosa.