24 diciembre,2017 6:31 am

RAZONES VERDES

Eugenio Fernández Vázquez.

 

De desacuerdos y democracia

Uno de los retos de la vida en democracia es lidiar con los desacuerdos, y entender qué es tolerable y qué no. Hay muchos que piensan que ser tolerante es asumir que hay algo de razón en cada posición. Hay muchos otros que, siguiendo ese razonamiento, consideran que todo es tolerable, y que con ello consideran permisibles posiciones que atentan contra el marco mismo de convivencia en libertad. Esta concepción tiene su espejo en quienes piensan que el desacuerdo es necesariamente producto de la deshonestidad o de la maldad. Ambas tienen en común la condena del desacuerdo, sea porque lo consideran aberrante o porque lo consideran ilegítimo. Conforme se acercan las elecciones de 2018, estas posiciones se hacen cada vez más presentes, y cada vez más dañinas.

Una de las bases fundamentales del pensamiento democrático es entender que la verdadera tolerancia implica aceptar que el otro puede tener una posición con la que uno no comulga en lo más mínimo, y que ambos están en su derecho. La riqueza de la democracia estriba no sólo en las posibilidades del consenso, sino en que establece reglas y condiciones que permiten el disenso. Yo tengo pleno derecho de pensar que el otro está equivocado de pies a cabeza, y no estoy obligado en lo más mínimo a pensar que tiene razón, ni siquiera un poco, pero no tengo derecho a golpearlo por ello. Lo mismo ocurre en sentido contrario: el otro puede estar en completo desacuerdo conmigo, pero mi derecho a pensar diferente es inalienable.

Por eso hay cosas que no son tolerables, y que no deben permitirse en democracia. Son tolerables y respetables todas las posiciones siempre y cuando no atenten contra los derechos de los demás, siempre y cuando acepten las reglas mínimas que nos permiten a todos convivir sin matarnos, y que establecen las condiciones para que el disenso no se castigue. No es tolerable quien piensa que la diferencia es condenable; no es tolerable quien piensa que hay seres humanos de primera y de segunda; no es tolerable quien atenta contra el marco democrático de convivencia.

Aceptar estas reglas implica también aceptar que las posiciones que no comparto tienen la misma legitimidad que las mías. Se es verdaderamente tolerante –y con ello, verdaderamente demócrata– si se acepta que quien no comparte la posición propia es honesto en lo que dice, que llegó a sus conclusiones por una inteligencia más o menos igual a la propia, y que lo hace con buenas intenciones, o persiguiendo intereses legítimos.

Asumir que el pensamiento contrario tiene necesariamente raíces deshonestas o malévolas, o que es una aberración porque sale de los cánones establecidos, implica ser muy conservador y muy tirano, aunque por lo demás se tengan posiciones muy de izquierdas o muy liberales. Por un lado, quien considera que alguien que disiente del consenso general es deshonesto o condenable, está dando legitimidad a la represión de toda disidencia, de toda heterodoxia. Por el otro, al negar la posibilidad del desacuerdo honesto, se condena de antemano toda posición contraria a la propia y, de nuevo, se hace moralmente aceptable la represión de lo diferente.

Ahora que Andrés Manuel López Obrador está, por tercera vez, arriba en las encuestas y con serias posibilidades de ganar la Presidencia de la República, es importante que las izquierdas se aferren a estos valores de tolerancia, si no quieren parecerse a lo peor de sí mismas, y a lo peor de la derecha. Es importante entender que quien no esté con López Obrador no necesariamente está con el PRI, o con el PAN, o con el narco y la mafia en el poder. Asumir que hay un solo camino correcto y legítimo, y que quien se opone a él le hace el caldo gordo a los adversarios, nos llevará de nuevo a la negra noche del estalinismo o de las guerras fraticidas.

Sólo convenciendo se vence de verdad. Sólo escuchando otros puntos de vista se aprende en serio. Sólo respetando las posiciones distintas se construye una sociedad más libre. Hacer lo contrario es enfrentar a la derecha no para cambiar al país, sino para ser la derecha misma.