8 abril,2024 5:12 am

Recuerdos de mi padre

RE-CUENTOS

 

Silvestre Pacheco León

Hace 105 nació mi padre en Quechultenango, el 5 de abril del año 1918. Fue el menor de sus hermanos, tres hombres y tres mujeres.
Su padre se ocupaba en el comercio, llevaba sal y pescado de la Costa Chica a la Montaña y de allá traía petates, morrales, sombreros, huaraches.
Mi abuela y sus hijos vivían en Quechultenango, y aunque nunca supe ni pregunté si era la única familia que tenía mi abuelo, todos sabíamos de tíos que no conocimos y que vivían en Ayutla de los libres.
No tuve el privilegio de conocer a mis abuelos paternos, Lorenzo Pacheco y Luciana Chavelas pero nos cuentan que él era un hombre moreno, de pelo crespo, “de “buena presencia” y señor “respetable” decía de él mi abuelo materno, y su mujer una persona de estatura más bien bajita, muy trabajadora y de sangre indígena, dueña de un huerto de árboles frutales, mangos, naranjos, mameyes, aguacates, granados y limones, con un jardín de tantas flores que hacía ramos para vender de jazmines, rosas, tulipanes y cola de novia.
Mi padre Vicente Pacheco Chavelas vivió hasta los 73 años y murió víctima artritis reumatoide tras muchos años de sufrimiento.
Mi madre, de 98 años de edad, lo recuerda con gratitud porque en una acción temeraria la sacó de su casa siendo menor de edad. Se huyeron juntos y se escondieron corriendo el riesgo de que mi abuelo los encontrara y su amor terminara en tragedia.
Cuenta mi madre Guadalupe León que mi padre ya hecho un hombre la enamoró con apenas verse algunas veces cuando ella iba al río por el agua.
La joven novia se conformaba con escuchar la risa de mi padre en reunión con sus amigos en la esquina de su casa todas las noches.
Con el apoyo de sus hermanos y un tío, mi padre se la “robó” y la escondió en una casa dentro de un sembradío mientras mi abuelo los buscaba hecho un energúmeno, armado y dispuesto a cobrarse la afrenta.
Mi madre nos hace reír cada vez que nos platica los detalles de su huida porque dice que luego de acudir en su búsqueda a la casa de mi padre sin encontrarlo, mi abuelo Juventino fue a tocar en la vecina puerta del hermano.
-Sidonio! Sidonio! le gritaba con coraje para que saliera, pero mi tío asustado no quiso responder.
La que salió fue mi tía Nina para decirle que su marido no estaba en la casa, aunque siendo tan noche no era explicable su ausencia, y menos cuando se escuchó dentro de la casa el ruido que hizo mi tío al esconderse porque en la oscuridad tropezó con la garrocha del arado que hizo ruido al caerse al suelo asustand a la gallina criandera que dormía con sus pollitos junto a ellos.
Pero mi abuelo no insistió en interrogar a mi tío y se retiró dejando constancia de su enojo. Con el tiempo las cosas se arreglaron con el casamiento de por medio.
Cuando mi madre describe a mi padre lo evoca siempre como un joven apuesto, de fácil y franca sonrisa, popular entre las muchachas y su gusto por el baile. Es curioso pero ella prefiere recordarlo más mirándolo bailar y disfrutando sus piezas favoritas.
En este aniversario de su nacimiento mis hermanos y hermanas reunidos en la que fue su casa recordarán a mi padre siguiendo la tradición familiar de hacerlo con una comida de su gusto.
A la distancia he aprendido a definir lo que el ejemplo de mi padre representó para mí.
Era un hombre callado pero de plática amena, de ingenio creativo, metódico y organizado que dominó el arte de vivir a pesar de sus extremas limitaciones materiales. Yo lo veía como un hombre capaz de hacer todo lo de provecho. Era curioso en las cosas que le importaban y tenía un ingenio natural para resolver problemas. Parecía no tener miedo de a nada. Vivía entregado al trabajo, materia que debíamos dominar para interactuar con él.
Vivía feliz en el campo y con el menor pretexto dejaba la casa para volver por la tarde con algo en el morral que era siempre una sorpresa para nosotros. Mi padre era un hombre autosuficiente que lo mismo construía una casa que amansaba una yunta. Los días memorables eran los de ocio, cuando podíamos ir de pesca al río o cortar los frutos de los árboles con el “chicol” con gancho y la bolsa para que no se golpearan y subiéndose a ellos cuando era necesario.
Tenía especial resistencia bajo el agua y tardaba ratos largos escondido hasta que un poco desesperados y a punto del llanto pensando en que se había ahogado salía de su escondite sonriendo.
Nos enseñó cómo echar la carga sin ayuda a un animal y también para ayudarle a levantarse si llegaba a caerse con la carga a cuestas. Aprendimos con él los diferentes nudos de cuerda, corredizos o a “muerte” para no ahorcar al animal.
De muy niño lo acompañé en el trabajo de su último tlacolol, el método agrícola de tumba, roza y quema del bosque y la selva. Era una ladera agreste en los confines del ejido conocido como el Tecomate, allí viví una de mis mejores experiencias a mis escasos siete años. Como en el tiempo de la cosecha era obligado quedarse a dormir en el campo para cuidar la mazorca amontonada, mi padre me llevó para hacerle compañía, y cuando en la noche prendió una fogata para la cena se me enchinó el pellejo de miedo al escuchar los aullidos de los coyotes tan cerca como nunca los había oído. Mi primer impulso fue correr para abrazar a mi padre pero me controlé al ver su actitud pasiva mientras me explicaba que el fuego los ahuyenta.
Antes de dormirnos me platicó su plan para el día siguiente que consistía en levantarnos de madrugada para llevar un viaje de mazorca al pueblo, pero como la distancia era larga y la caminata cansada me propuso que si quería también me podía quedar cuidando el montón de mazorca mientras él venía con el almuerzo, y esto último me pareció lo más adecuado.
Cuando mi padre se levantó para marcharse, la oscuridad del campo era total. Nos alumbramos con una tea de ocote para cargar las bestias y mi padre se marchó con la recomendación de que me volviera a dormir en la cama de varas levantada sobre estacas, con un techo formado de escobas “temacosas” que me permitía ver el cielo acostado.
Recuerdo que se me fue el sueño al ver frente a mí, tan cerca de mi cara la bóveda celeste donde se podía distinguir con meridiana claridad lo que en mi pueblo se conocía como la “carrera del Señor Santiago”, de la que después supe que su nombre científico era Andrómeda, la galaxia más cercana a nosotros” cuyo polvo cósmico que la identifica es más parecido a una tolvanera levantada por un caballo y su jinete en fuerza de carrera.
Me quedé tan absorto con el espectáculo que me olvidé que estaba completamente solo en el campo a merced de los coyotes. Cuando mi padre regresó con el almuerzo me encontró profundamente dormido.
Ahora que lo recuerdo no olvido sus costumbre del día domingo. Iba siempre a la primera misa, acicalado, con su ropa limpia y planchada, sin faltarle su austero sombrero de astilla y sus huaraches calentanas.
Su religiosidad no pasaba de ir a misa los domingos y de cumplir con el diezmo mientras no hubo en la familia quienes cuestionaran esa práctica para enriquecer a la iglesia a costa de la pobreza.
Mi padre murió hace 27 años pero vivirá por siempre en nuestros recuerdos.