8 julio,2023 5:04 am

Regreso Uno

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

 

No me hace mucho sentido estar parado afuera del hospital donde mi madre me regaló la luz. En frente hay un Soriana, más allá, una venta de seminuevos de la Ford, y mucho más allá, los cerros de Chihuahua. Digo que no me hace sentido, porque toda esa carga casi mítica que me hizo preguntarme por el origen, no puede ser respondida mirando la fachada gris con las siglas del ISSSTE y el nombre del presidente Lázaro Cárdenas en letras metálicas y doradas.

La arquitectura se me entrega estéril para las ambiciones de mi pregunta. Así que ni siquiera me animo a entrar a la asepsia intermitente del recinto, y me vuelvo un actor más del drama preciso pero incoherente de la calle a las 12 del día.

Sé que algo no se cumple en mi visita. No hay ritual ni nada misterioso que me revele las potencias de mi nacimiento. Supongo que 30 años, aunque me digan que no son nada, sí son. Afuera, en la parada de camiones, la gente espera como si deseara que el siglo ya no continúe más con sus acrobacias suicidas. Ya estuvo, de verdad ya estuvo, parece que gritan desde sus cabezas siendo lamidas por un sol que no fue entendido para la tregua. Alguien vende fruta con limón y chile. Alguien compra esa fruta con limón y chile. También hay unos niños rarámuris pidiendo korima (compartir) a cualquier transeúnte, pero nadie responde. Yo tampoco respondo a su pedido, aunque sé que tengo 10 pesos en la bolsa. Y como parte final de la escenografía, un modesto pero laborioso puesto de burritos que se hace llamar El cuñao, le avisa a un cliente que ya nomás le quedan dos de chile relleno, y el hombre, con el clásico uniforme guinda de maquilador en Honeywell, no los compra y se va jugueteando con las monedas entre las manos casi con el mismo cuidado que tendría alguien que va cargando con dos ojos recién pulidos en negro.

Es evidente que en toda la escena no hay nada generoso en la mímica de la tarde que me explique para qué chingados vine a pararme a este mundo. No sé, quizá uno espera revelaciones más grandilocuentes, atravesadas por el fuego y la llegada de una letanía que venga a consolar la experiencia de estar vivo. Pero no pasa, porque también es posible que tal cosa no exista, aunque, al menos a mí, me suena bonito cuando alguien tiene como propósito, sí desesperado, buscarse, encontrarse el verdadero e insustituible nombre, no sé, saber si tienen sentido tantos malabares de la respiración y el llanto.

Resignado como quien se confiesa pero no recibe ningún don, camino sintiendo las suelas de mis zapatos en una competencia con la temperatura de la acera. El calor es, sí, insoportable, pero casi como obligación por haber nacido en el desierto, abrazo la falta de sombra de esta llanura de caballo güero porque aquí aprendí a hablar y, aunque tardé en entenderlo, se debe ser agradecido, pero no de la forma simple, esa que demanda el estornudo o la que llega después del molestísimo provechito que alguien avienta quién sabe porqué a cualquier hora de la comida, sino la otra, la que respeta completamente a su madre latina gratia, alabanza.

Sólo se alaba lo que reconocemos más amplio que nuestra propia naturaleza y forma. Lo que no puede ser recogido en nosotros, lo inabarcable. Más nítido aún, lo que nos da identidad porque nos ha repetido lo breve e innecesario que somos, es decir, el milagro que cabe sospechosamente en la dedicación de cada quién por estar vivo. Y uso la palabra milagro, porque ningún milagro es necesario, y por eso maravilla su irrupción en el orden y anatomía de las horas. Lo que no debe ser, pero es. Nosotros así también. No debíamos ocurrir, pero ocurrimos neciamente y sin saber para qué.

Llego a la catedral de la ciudad. Sus árboles, sus edificios, su atracción turística de letras en varios colores anunciando Chihuahua, en donde mucha gente se toma fotos, a mí me parece ridícula, y por un tantito más hasta diría que obscena. Y sé que es una postura justificada porque el rechazo de la ciudad hacia mí es mutuo.

Hay imágenes que se aparecen mientras recorro las calles y trato de rehuir de cada una con la misma ansiedad de quien no quiere toparse a una expareja. Pero no lo logro. Me falta adoctrinarme en las maniobras de escapismo contra mi memoria. Así que allá, en ese lugar que antes era un miadero, ahora se presumen bonitas jardineras, y de inmediato aparece mi cara ingenua por universitaria, donde me metía a beber con mis amigos de la facultad sin esperar nada a cambio, porque pues, qué cambio, si ni dinero para el camión había. Y otra más, ese café que aún sigue insistente y donde alguna vez le dije a alguien, me voy a ir de Chihuahua, no sé cuándo regrese. Oye, dondequiera que estés, sigo sin saberlo, o más bien, sigo regresando.

Harto ya de estar comparando lo que yo entendía como la ciudad, sobrepuesta a la nueva velocidad y geometría de sus lugares, me dirijo a un restaurante que desde la universidad me daba pequeñas alegrías por menos de cien pesos. Nunca he probado nada más del menú que su sopa de tortilla. Encuentro una satisfacción enorme en ordenar exactamente lo mismo que hace 10 años. Una sopa, una Carta Blanca de media. Así de pueril y simple es mi felicidad en ese momento del día, y lo amo y el gesto me ama de vuelta replicando su sabor con la misma coreografía entre la sal, el picante y la tortilla. La verdadera trinidad enseñándome una vez más que lo divino no necesita demasiada liturgia para presentarse.

Así, mi turisteada en el centro caduca y decido regresar a la casa donde ahora soy invitado. El trayecto en taxi se me hace más corto y rápido, y entiendo esa reducción en el traslado porque después de estar varios años en la Ciudad de México cualquier intento de tráfico, justo es eso, tan sólo un vago intento.

Abrazo a mis hermanos como si nos debiéramos años de juego y sí. Y hablamos de cómo cada uno se ha ido a construir sus metáforas. Y decimos, bueno, bueno, de vez en cuando está bien reírse como si uno tuviera 12 años comiendo en calcetines. Así que ordenamos una pizza quesosísima y nada recomendable para los aterrados del colesterol, y la devoramos al mismo tiempo que vemos una película animada infame en Canal 5. Eso también es la felicidad. Toda felicidad es divina. Esto no quiere decir que sea eterna, sino que, en su fugacidad, se dona a nosotros como un acontecimiento tan verdadero que encerrarlo en el para siempre, sería cruel. Esta bien que las cosas terminen.

Amanece, no hay nada sorprendente más que la irreparable repetición de los ademanes del día por la ventana. Aún así me encuentro conmovido por los cerros y por la manera en que la luz les demanda el color con el que han de vestirse para cada una de las horas. Los miro y me dan unas ganas que, por excesivas, ya son insensatas, de estar en la cima de alguno de ellos. Pienso, por qué no habría de ir a su principio, y me animo al recorrido.

El día promete 40 grados centígrados. Nada mal para un sitio ubicado en el desierto a inicios de julio. Es más, que el calor llegara titubeando, me hubiera parecido una grosería para los buenos modales de una tierra estéril y punitiva. El bloqueador solar parece una broma de mal gusto, pero me lo pongo porque, pues, hay que cuidarse, ¿no?

Media hora caminando y siento que mis ojos ya no son míos, sino que le pertenecen a una cosa antigua que no sabe cómo detenerse. El cerro al que voy no es ninguna hazaña del senderismo. Nadie me dará una medalla, no saldrá mi foto en el periódico presumiendo una nueva marca personal para el autodescubrimiento, no le pondrán mi nombre a una calle aún no pavimentada.

La ruta está trazada por miles de pisadas de personas anteriores, y aunque reconozco que mis huellas no son inaugurales, siento en su impresión sobre el polvo grávido una conquista enorme para mi propia genealogía. Mi sangre ahora tendrá una nueva seña en su heráldica y yo soy Elcano terminando de darle la vuelta a la promesa incumplida de Magallanes.

En la cima, y quiero creer que fue un regalo surgido de la admiración y no de la piedad al moribundo, el cielo se admite parcialmente nublado. Miro una cerca trazada por montañas que de tan grandes podrían ser la imagen más nítida de cómo en realidad nunca pasa el tiempo. Veo toda la ciudad, silenciosa a pesar del movimiento del humo saliendo de las chimeneas industriales de las fábricas cementeras. Con razón Dios no ha regresado, desde acá arriba pareciera que no hay necesidad de ordenar y reivindicar nada.

Comienza a llover, aunque el cielo seguramente ni sabe cómo. Una lluvia indecisa que apenas. Gotas que no acaban por llegar al suelo, pero se permiten mojarme los lentes. Aprovecho la inusual sombra para bajar. Regreso al ruido, a la torpeza y al asco permanente de las ciudades.

Al llegar a la casa me bebo el agua fría del refrigerador como si mis entrañas sólo hubieran crecido dentro de mí, preparándose para este único y certero trago. Uno de mis hermanos me pregunta que si vi algo y sólo le contesto que no lo sé, pero que los siguientes días estaré subiendo hasta saberme algo.

Una mañana, sumada a otra mañana, repito mi labor creyendo en mi tránsito como el real propósito para el que fui creado. Voy, subo, no pienso nada o a veces pienso tanto que no pienso nada. Me crece el color de los brazos, mis ojos se duplican como las montañas se van duplicando en cada una de mis afrentas a la cima.

En alguna llamada con mi padre, me reclama considerar una visita a Acapulco. Del agua también has aprendido palabras, me dice haciéndome visible la deuda que le tengo a la marea. Y es cierto, pero ahí entiendo que desierto y mar no son antónimos, sino consecuencias de una misma cosa, lo que no se abarca.

Hacía años que no estaba en Chihuahua, esta es mi última noche aquí. ¿Cuál es mi origen? ¿A quién le debo mi nombre? Y nada más no puedo contestarle a esa silueta que me abarca el reflejo por las madrugadas. Y a pesar de la falta de respuestas, llego a una simple pero clara afirmación. Yo sólo quiero estar vivo y creo que no hay nada más suficiente que eso, al menos por esta hora, aquí, mientras hablo con ustedes, un ustedes sin rostro, que hasta este momento me han acompañado.