24 agosto,2023 5:04 am

Restaurante Villa Demos: cena entre balas

 

Anituy Rebolledo Ayerdi

 

La mesa

El italiano capitán de meseros del restaurante Villa Demos, en el fraccionamiento La Condesa, se deshace en explicaciones frente a tres individuos con evidente aspecto castrense. Los hombres que visten guayaberas rabonas le han solicitado una mesa para esa noche y la que piden está reservada permanentemente para los barones Di Portanova.
Los barones italianos Sandra y Ricky Di Portanova forman una pareja multimillonaria, sin hijos, dedicada a la filantropía en favor de los niños y de la Cruz Roja. Pasaban aquí los inviernos en su Villa Arabesque (Guitarrón), un palacio sacado de Las mil y una noches con 10 recámaras y 22 baños. Para él, las tres mejores cosas de la vida empezaban con “s” (sol, sexo y spagueti).
–¡Imposible! –exclama el anfitrión con tono meloso. Les podría dar cualquier otra mesa pero esta nunca. ¡Es la mesa de los ba-ro-nes- di-Por-ta-no-va, quienes tienen invitados a cenar esta noche, subraya silábico para impresionar con los blasones italianos. ¡Im-po-si-ble, deveras, ¡im-po-si-ble!, reitera con deletreo feminoide.
–¡La mesa, mister, es para la esposa del presidente de México! –replica enérgico el aparente jefe del trío.
Lo hace con la convicción de que la republicana referencia humillará a la presunción monárquica, decidido a terminar con aquél absurdo y humillante regateo.
–¡Haberlo dicho antes, caballeros! –exclama el italiano con sorpresa y entusiasmo fingidos. ¡Será un honor para Villa Demos recibir la visita de nuestra querida prima donna! (miente como su paisano Pinocho). Por aquí, si me hacen favor.
¡Voila! Esta mesa, caballeros, es la mejor del lugar y la tenemos reservada permanentemente para la familia presidencial (miente, otra vez). Muy reservada, ajena al bullicio y alejada de las miradas indiscretas. ¡Es perfecta!, ¿no lo creen, así los caballeros?… ¿Perdón, cuántas personas? – interroga con la libreta en mano.
El capitán de meseros (mandil, en Italia) estará al borde del soponcio cuando escuche a su interlocutor diciéndole que es todo lo contrario a lo que buscan. Revela que la primera dama odia los reservados y no soporta el aislamiento en un sitio de reunión. “¡No estoy leprosa para que me alejen de la gente!”, suele reprochar la señora a su guards de corps, quienes sólo cumplen con los rígidos protocolos de seguridad del Estado Mayor Presidencial. Abatido, el hombre ya se ve a bordo de un barco desterrado a Italia. Pide comprensión y ayuda. Y entonces jugará su última carta.
–¡Ya lo tengo! –grita emocionado. Si ustedes me lo permiten –implora– llamaré por teléfono a Sandrita Di Portanova para explicarle la situación. Estoy seguro que ella misma ofrecerá su mesa a tan distinguida y admirada dama. ¡Aún es tiempo…!
–¡Ni madres! –estalla el militar ya muy encabronado–. La primera dama de México no puede estar sujeta a un sí o un no de una pinche vieja extranjera, por muchos títulos de nobleza que presuma…. ¡A la chingada!¡Vámonos! –ordena a sus dos acompañantes.

Ufff

–¡Uuuufff, de la que nos libramos! –estalla eufórico el gerente de Villa Demos que ha llegado en apoyo de su capitán de meseros–. ¡Estos cabrones se sienten los dueños del mundo, ojalá que los cabrones no nos manden a cerrar el restaurante! –acota nervioso.
–¡Ojalá que nomás fuera la clausura! –alerta el italiano derrumbado en una silla, víctima de una crisis nerviosa. Sus muchos años en México le hacen concebir un negro presentimiento que no revela para no asustar a su jefe.
Y no se equivocará.

Villa Demos, un infierno

A eso de las 10 de la noche, tres civiles armados penetran al restaurante Villa Demos y sin ninguna advertencia accionan sus armas de asalto. El estrépito de la artillería ahoga el vocerío de los aterrorizados comensales y empleados. Pronto todos estarán lamiendo el piso llevados tan solo por un instinto animal de conservación. El tableteo de las armas largas sofoca los ayes de dolor de quienes tocados directa o indirectamente por las balas, optarán temerosos por el silencio. Algunas turistas estadunidenses implorarán en medio de aquél infierno nunca imaginado : Oh, my God… oh, my God… oh, my God!
Son tan buenos tiradores los agresores que no necesitan apuntar sus armas, las usan como acostumbra Silvester Stalone en su personaje de Rambo. El objetivo central son las botellas exhibidas en la elegante cantina. Cada disparo certero es festejado por ellos mismos como si estuvieran tirando al blanco de la feria de la Garita. Los impactos sobre la cristalería ponen un toque estridente a la demencial sinfonía de balazos. Una mezcla de vinos y licores de distintas marcas y nacionalidades corre formando un carísimo arroyo nunca imaginado por el más fantasioso de los cantineros. Corre por un declive a partir de la cantina para integrarse a un pequeño lago hemático.
–Oh, my God… oh my God… oh my God!
El ulular de las sirenas policiacas se escucha a lo lejos y el jefe de los agresores dispone la retirada. Lo hacen ordenadamente. Tanto que uno de ellos llegará a balbucir un tímido sorry cuando aplaste con su pesada bota la delicada manecita de una anciana de Minneapolis. ¡Oh, my God! No han transcurrido ni cinco minutos a partir del primer disparo, que a los presentes les ha parecido una espantosa eternidad. La mayoría de los clientes permanecen pecho tierra, incluso cuando la policía se ha hecho cargo de la situación. ¿Cómo diferenciarlos de los que se acaban de ir?

Narcos, los autores

Los jefes policiacos de entonces no eran diferentes a los de hoy. Vivían y viven convencidos de que todo mundo padece de pendejismo agudo. Saldrán con su batea de babas de que la agresión del Villa Demos se dio entre dos bandas de mariguaneros (la palabra narco no se usaban entonces) y presentan como prueba irrefutable un costal de cannabis encontrado en la barra del lugar.
Los acapulqueños de la última generación ignoran –y esto no debería ser motivo de orgullo para nadie–, que la ciudad y puerto bautizó por mucho tiempo a una mariguana supreme. Se denominaba Acapulco Golden y estaba ranqueada como la de mayor calidad en el mundo, incluso sobre la asiática. Se cultivaba en el macizo sierramadrino de la Costa Grande donde, por cierto, los más ricos cultivaban copra y café. Los Beatles, por cierto, figuraban entre las grandes estrellas del espectáculo universal que la tenían como favorita. Tanto que uno de ellos estará aquí para probarla recién cortada y llevarse un cargamento. “¡Carajo, ni eso pudimos mantener,” lamentaba el colega Manuel Ávila.
El “encuentro de mariguaneros en Villa Demos” –según un documento para consumo interno de la Procuraduría de Justicia (nunca revelado)–, tuvo un saldo de varios lesionados leves, quizás uno delicado, todos turistas extranjeros. Un reporte policiaco confidencial obtenido por el reportero de la fuente José Arzola Ná-jera, de Novedades Acapulco, el mejor, precisaba que tres turistas estadunidenses presentaban heridas de bala en diversas partes del cuerpo. “Dos de ellos en los glúteos, vulgo nalgas, pero sin tocar hueso”, apuntaba el documento.
Para Arzola Nájera –cuya muerte por atropellamiento vehicular jamás fue investigada, a pesar de una reciente amenaza mortal–, la agresión debió ser ejecutada por tiradores expertos pues de otra manera hubiera sido una masacre. Aquellos habrían hecho más de 100 disparos cuidando siempre de sus trayectorias para evitar blancos humanos. Lo probaba el hecho de que las víctimas presentaban lesiones producidas por balas rebotadas o bien por pedazos de cristalería. Tenía Arzola la convicción de que se trataba de un escarmiento ordenado desde las más altas esferas del poder y en este caso el más alto. ¿Una mujer histérica humillada? O como decía el querido “valedor” Carlos Iglesias Soto: “¡Pa’ que sepan que hay gobierno, cabrones!”.

Jacqueline Petit

Aun cuando ningún medio local o nacional había mencionado la balacera del Villa Demos –originada por la probable negativa de una mesa para la esposa del presidente de la República–, la empresa propietaria convoca una conferencia de prensa. Lo hace seguramente para probar la vigencia de la omertá, o el silencio de la mafia, encargando la convocatoria a la public relations Jacqueline Petit.
La empresa niega que la primera dama de México tuviera ninguna relación con el incidente. Rechaza que se hubiera encontrado mariguana en el lugar. Que en realidad lo que había pasado era que un loco alcoholizado había hecho unos disparos en la puerta del lugar y nada más. Que convocaba al patriotismo y mesura de los medios para que el caso no afectara el prestigio de Acapulco e incluso a “la ¡seguridad nacional!” (¡órale!).
Antigua “chucha cuerera” y coronela de mil batallas, la señora Petit competía en malicia con los dueños de periódicos del puerto, que estrenaban una novísima Asociación de Editores de Acapulco (alguien propuso para ellos un lema: “¡esto es un asalto!”, obviamente rechazado). No será entonces difícil para ella capotearlos. El vocero de la poderosa AEA va a lo suyo durante la conferencia de prensa:
–Dice el Antiguo Testamento –se hace el chistoso– que según el sapo es la pedrada y estamos ante un sapototote tan grande y duro como la Piedra de Alcholoa. No obstante, por tratarse de un asunto enojoso que involucra a una muy querida y admirada dama, además de atentar contra el prestigio de nuestro Acapulco, quedaríamos satisfechos con un “toleco” y asunto enterrado.
–¿Un “toleco”?… ¿qué ser un “toleco”? –indaga con aire de inocencia el hermoso paradigma del savoir vivre acapulqueño. Alguien se le acerca al oído para informarle que se está hablando de “50 mil pesos por periódico”.
–¡Ora sí que te bajaste gacho, maestrazo! –surge un vozarrón reprochando el monto solicitado. Se trata de un periodista independiente quien lanza su propia estimación: ¡Esto vale por lo menos un “ciego”!…, ¡un “ciego”, sí señor!”.
Jaqueline Petit se dice confundida al grado de no entender de lo que se habla.
–¿Díganme muchachos, por favor, qué tiene que ver un ciego en el asunto que nos convoca?
Surgirá entonces una voz anónima que la ponga al tanto de que se habla de “100 mil pesos por cabeza”.

¡Chaca… chachan!

Cansada del lenguaje críptico usado por sus convocados, la dama conocida en el jet set internacional como La Reina de Acapulco, decide poner fin a tan cínico regateo. Se dirige entonces con taconeo garboso hacia una puerta situada al fondo de la estancia que los aloja. Viste un caftán blanco revelador de formas armónicas, macizas y tostadas por el sol. Abre teatralmente la puerta y –¡chaca-chachán!–, aparece en el umbral el comandante de todas las policías habidas y por haber en Acapulco. Carga una pesada grabadora de carrete.
–¿Chicos, ya conocen ustedes al coronel Mario Arturo Acosta Chaparro? –interroga la dama a una azorada concurrencia y en su bello rostro se dibuja una sonrisa pícara y triunfal–. ¡Ay, pero que tonta soy! ¿Quién no conoce en México al jefe Mario Arturo?… Por cierto, muy amigo de todos ustedes, ¿verdad, chicos?
–¡Ups!
–¡Esto ya valió madres… este cabrón nos tiene grabados… mejor nos vamos a la chingada! –ordena discretamente a los suyos el líder de la AEA .
–¡Pinche vieja tan chingona, ya nos partió todita la madre! –susurra el vocero de los periodistas independientes, ya de salida.
La omertá italiana había triunfado una vez más en Acapulco.
(Nota: La Piedra de Alcholoa era una enorme roca en el poblado del mismo nombre de la Costa Grande, referida en el habla popular como dura y eterna a pesar de ser dinamitada todos los días).