26 octubre,2024 6:06 am

Tsuchinshan-ATLAS

Alan Valdez

 

Tengo un árbol favorito. No me ha interesado su nomenclatura científica. Pero le puse Berta porque el día que nos conocimos estaba leyendo a Berta García Faet. En las inmensas ciudades ocurrimos inútiles.

Donde vivo ahora es todo menos inmenso, un College town, un pequeño lugar donde la mayor parte de la población la conforman alumnos universitarios. La ciudad de Iowa está rodeada de maizales y granjas dedicadas a la crianza porcina. Desde que llegué aquí, he escuchado que hay más cerdos en el estado de Iowa que personas. De vez en cuando, el olor de los corrales invade el campus como un aviso de la desventaja numérica de los estudiantes frente a los cerdos.

Voy, entonces, hacia el parque de la ciudad, los nogales y los maples entregando sus hojas al rojo mientras más avanza el frío. Un sol inclinado, púrpura, casi a nada de dormir, obsequia la metáfora del corazón y el ciego. Me conmovería más si el hedor cuino no estuviera replicando mi nariz, pero no reniego ni me persuade la idea del asco, porque gracias al miasma cebón, la excesiva y policiaca búsqueda de limpieza que siempre están imponiendo las ciudades estadunidenses, al menos por un respiro, se muestra fisurada.

Es por completo de noche. El viento que me traía noticias de las granjas y sus marranos menesteres ha cesado. Vuelvo a respirar azul cielo a pesar de lo oscuro. Corredores con lámparas se presentan y desaparecen como luciérnagas bien educadas. Escucho, Excuse me, on your left. Y los corredores, de los cuales no logro asir la mínima idea de cuerpo, se alejan de mí, con sus pequeñas esferas luminosas, como si se tratara de algún deseo no cumplido ni por cumplirse.

Paso al lado de Berta. La saludo como se saluda a alguien querido. Le pregunto si no se cansa de las estaciones, si el mundo que le dio vida aún permanece de alguna forma en este mundo, si no se ha agotado de ir, tan adrede, cada noche hacia todas las formas del río. Berta, amable, arbórea y apropiada, espera el signo y el aire para decirme.

Plinio el Viejo, el romano, designó en su Historia Natural a los bosques como uno de los primeros lugares que decidimos para la plegaria. Yo a Berta le tengo fervor. Creo en ella como se cree en el silencio. Aquí todas sus respuestas. Y así, avanzo como avanza la noche, los peces debajo del agua de la noche, y me despido hasta llegar de nuevo a la luz artificial de una calle cualquiera.

Desposeído ya de todo presagio bueno o desafortunado, de regreso a mi casa, me pongo a calificar la tarea de español de mis estudiantes. Personas desconocidas, con nombres que no sé pronunciar realmente, escriben en español sobre la importancia que tendrá el saber español en el futuro de su país. Les creo, quedo insatisfecho, pero les creo. Pero da lo mismo, ellos no me deben nada, apenas quizá, o, sobre todo, saber usar el futuro simple. ¿Será?

Antes de acostarme, hablo con mi madre. Me cuenta que a la vecina se le ha antojado la maravillosa idea de cortar el árbol de almendro. La justificación es que le tapa la vista de su coche. Mutilado hasta la semilla, el almendro y su sombra con la que crecí han sido extintos con el pretexto de una calle más segura.

Plinio el Viejo, en sus investigaciones del año 77 d. C., afirmó que en tiempos anteriores no se adoraban con mayor fervor a las resplandecientes estatuas que a los bosques. Es obvio que el gran esfuerzo de la modernidad ha sido, ante todo, erradicar la forma pretérita, primera y antigua, de la sangre. Qué triste. No tengo nada más que decir sobre eso.

La muerte de un árbol propone un dolor distinto que la muerte de un animal por el simple hecho de creer que solo aquello que se mueve tiene el privilegio de morir. Qué ingenuos. Sin embargo, los árboles se mueven, van, se alejan y crecen, solo que más lento que nosotros, señores con prisa, que pretendemos dirigirnos a un lugar donde nadie nos espera. Qué absurdo.

Yo, de niño, vi morir muchos árboles. El primero, un amate enorme que entre sus raíces guardaba la canción del ojo y del agua. Por las noches, ahí en la colonia Hermenegildo Galeana, íbamos mi abuela, mis padres y yo con cubetas oscuras a recoger agua del pozo, en silencio a veces, pero más bien murmurando la discreción de quien se avergüenza por estarse robando algo. ¿Qué nos estábamos robando? Agua. Qué absurdo.

Fue un domingo. Las motosierras sonaban con su aria corrupta pero acertada. Mi abuela y mi madre discutían con la vecina que dio la instrucción en un lenguaje que hasta ahora entiendo. El pozo obviamente desapareció. Mientras los troncos eran aventados a la caja de un camión de volteo, yo, niño, mínimo y niño, agarrando la mano de mi abuela, miré el mar desde la azotea de la casa. La bahía de Acapulco repetía el sol en cada una de sus olas. Un crucero dejaba un eje impreciso que dividía el agua del este del agua del oeste con dirección hacia un país de Sudamérica. Era mitad de junio. Después, nos fuimos a misa. Sobre el altar, un Cristo que a mí me daba miedo. Y ese Cristo, personaje encabalgado a una pared blanca, blanquísima como la savia de las hojas de un árbol recién amaestrado, no dijo nada.

Ocurro inútil en esta mañana. Es sábado. Me decido en algunas acrobacias. El desayuno. Las noticias que no he leído. Los mensajes pausados. Las breves intenciones. Trato de predecir los ademanes para este día de octubre y abro el solemne volumen de los diarios del polaco Witold Gombrowicz. Yo no tengo ni idea de cómo se pronuncia su nombre. ¿Qué hacía el buen Witold en octubre, por ejemplo? Leo una entrada de un sábado de octubre de 1959. Mi equipaje está listo. La única relación que tengo con esa fecha es por mi padre. ¿En dónde estás ahorita, papá?

Witold no me resuelve nada y me embarco en una caminata matutina hacia Berta. Quiero saber cómo amaneció. Mi equipaje está listo.

La sombra de Berta y el río. En la otra orilla, un hombre prepara su bote. Alcanzo a distinguir sus movimientos, pero no su cara. Fuma, me parece. Bebe, también me parece. Aunque en este punto ya he aceptado que mi miopía me permite cualquier tipo de ficciones.

Hace aire, pero esta vez no trae invitados. Sobre el pasto, la luz de octubre me enseña cosas nuevas, por ejemplo, siempre va a haber gente más vieja que yo o que el rumor animal o que las olas o que ese último beso, por ejemplo.

Es sábado. Hay cosas más importantes ocurriendo. Guerras que empezaron justo para que la palabra guerra pudiera inventarse, continúan, prosiguen desde entonces, allí, en el interior seco del molusco estepario. Los sumerios tuvieron toda la razón al poner en el mismo horizonte la gesticulación de la flecha para representar a la vida en el mismo ideograma cuneiforme. En fin, lo que no da vida, mata.

El fin de semana termina, no sé si los días me repiten o yo los he repetido. Extraño gente. ¿Qué estarán haciendo? Les pregunto en medio del silencio y la prisa por llegar a tiempo a mi primera clase del día.

Martes. El sol de nuevo púrpura. Desde el salón de clases, por la privilegiada ventana que me ofrece esta universidad, aburrido, persigo a las personas que transitan por la orilla del río. Termina la clase, supongo que algo he aprendido, pero abandono mis hallazgos escolares porque, como en cualquier otra columna que he escrito, mi único deseo es caminar.

Hablo contigo afuera del edificio. Decimos cualquier cosa, lo que sea. ¿Habías leído a no sé quién? –No, never, ¿y tú, conoces México? En un inglés de restaurante de comida rápida te cuento de mi inclinación al no saber explicar nada. Tu inglés, en cambio, es mucho mejor que el mío. Eres de un lugar de Alemania que tampoco sé pronunciar. Nunca hemos hablado antes. Quizá no ocurra otra vez. Me da igual porque nos dirigimos, sin saberlo, al mismo sitio. Nos detenemos al lado de unas personas que están apuntando una cámara al cielo.

Robert y su esposa son aficionados a la fotografía. Están tratando de capturar el paso del Tsuchinshan-ATLAS. Llevan persiguiendo el cielo desde antes que el cielo. Detrás de su equipo hay un grupo involuntario de siete personas dirigiendo los ojos a una noche indiferente pero tierna a nuestros propósitos humanos.

Confundimos aviones, huellas de polvo en el lente de la cámara y cualquier otra luz con una adivinanza de siglos anteriores y por clausurar. Esto no va a ocurrir en 80 mil años. Una cifra obscena que no entiendo. Quisiera ser obsceno, pero la vida no me alcanza.

Logro, sin embargo, en la cresta de lo que no es día ni noche, mirar una estela. Y lo veo. Me siento por primera vez en el siglo, un personaje adecuado para una vida inadecuada. Y una especie de alegría, por supuesto que absurda, me invade al presenciar lo que nunca.

Yo, hace dos años, casi me quedo ciego, pero decir eso en voz alta mientras te lo cuento en un inglés apresurado apenas y me dice. Sin embargo, cierro el ojo izquierdo y vuelvo a corroborar la estela de Tsuchinshan-ATLAS. Es hermosa, lejana. Y la idea del deseo se me presenta nueva.

No resuelvo nada. Pido lo de siempre. El amor navideño. La salud de los seres queridos. La congoja anulada. Y la buena intención que siempre disimula egoísmo. Nos despedimos en una esquina.
Continúo caminando. A la orilla del río hay dos personas besándose. La luz del alumbrado público hace reflejar sus cuerpos en el agua y la idea del amor nunca me pareció más precisa. Volteo una vez más. Busco la estela. No la encuentro, pero aun así reformulo mi deseo.

El segundo árbol que vi morir fue un pino partido por un rayo. Estábamos en el pueblo de mi madre. La sierra. Chihuahua. Llovía. Como pasaba la tormenta, todos los aparatos eléctricos fueron desconectados. Entonces, desde la ventana, lo vi. Un rayo. Venido desde quién sabe qué sueño. Tomó la última punta del pino. Sedujo el verde, su idea del verde. El tronco y hasta el suelo. La raíz, el veneno. Partido a la mitad, las brasas brillaban sin saber detenerse. Hasta que por fin.

Bajo esa última estrella, pedí,

entonces,

un deseo.