31 agosto,2024 6:03 am

Una canción hermosa que habla de algo que no entiendo

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

Camino sobre la calle Dubuque. No sé cómo pronunciar esa palabra. No sé qué significa. Es de mañana. Las 8. Hay personas yendo. Siempre hay personas yendo. Yo soy una persona. Y también me dirijo, aunque nadie sospeche a dónde. A pesar de que estoy a unas cuadras de una clínica llamada Emma Goldman, ya logro distinguir una pequeña reunión de gente con cartulinas.

Ahora estoy justo en la banqueta de la primera clínica de aborto que se abrió en Iowa. La gente sostiene imágenes ampliadas con la cara de Jesucristo y para ser inclusivos con los siempre por ahí latinos, hasta una virgencita de Guadalupe es usada como estandarte, contra quien sea que entre o se retire de aquella estructura que tiene todas las ventanas tapadas.

Continuo, un pie tras otro, en tránsito automático, porque mi cabeza está pensando en otra clínica en la ciudad de Chihuahua. También tenían un Cristo, pero a este no lo habían pegado en una cartulina. Era un cuadro protagónico colgado en el centro de un lugar que en realidad no era una clínica de aborto, aunque eso fuera lo que implicaba su página de internet. Voy a clase. Ahora enseño español. Ahora vivo en Iowa y el verano.

Digo buenos días, cómo han estado y los estudiantes practican el pretérito perfecto. A lo largo de la sesión me preguntan cosas de México y respondo como si mi país fuera un inventario de cosas quietas y desocupadas. La clase termina, ellos tienen tarea y yo me retiro del 468 para ir a otro edificio, entrar al salón 103 desde el que se mira el río y escuchar a un maestro pronunciar las frases Hey, how is it going? Did you do your reading? Easy, right? Ahora tomo clases de literatura. Ahora vivo en Iowa y el verano es una fruta recién partida.

Al terminar la clase, me quedo platicando con una compañera que viene de Venezuela. Entre que me cuenta sobre su mudanza y el desayuno, la palabra dictadura es aseverada muchas veces. Abandonamos esa conversación para iniciar otra con un compañero que nos cuenta cómo le fue hoy enseñando su clase de portugués. Nunca he estado en Maceió, le comparto. Y en el ocurrir de un salón hacia otro, surge nítidamente un verso de un poeta brasileño llamado Lêdo Ivo. El tiempo imita a las olas. Estoy totalmente de acuerdo.

Salgo de clase, he aprendido que, En una hoja de papa, junto a una gota de rocío, un caracol. Nunca he estado en Japón. No sé que se siente morir en el siglo XIX. Nunca he escrito un haikú, pero debe ser hermoso llamarse Kobayashi Issa. Detengo cualquier indagación sobre la poesía y continúo mi caminata contradiciendo el horizonte del río. La tarde.

Personas ahora corren buscando a propósito la fatiga. Solos o sincronizados, deportivos reafirman su belleza antes de que agosto se termine. Me dan ganas de ir con ellos y a la par de mi deseo, me pongo a hacer cuentas para ver en qué lugar me sale más barato comprar la cena.

Estoy adentro de un pequeño supermercado. Hay una barra con platillos apuradamente sazonados. Mujeres hablando español con cubrebocas y red en el cabello, mueven charolas vacías y traen nuevas. Hablo en mexicano, me contestan en colombiano. Me sirvo un pedazo de tilapia y unas verduras al vapor. Me siento a ensayar la precisión de mis cubiertos de plástico y lo rápido que puedo ensuciar una servilleta. Un hombre limpia mesas mientras habla con la persona que barre. Acomódate la ropa que vos se te está saliendo la guatita. No lo corroboro, pero termino de reírme y la comida.

El sol que hace unas horas estaba decidido a erradicar toda cosa viva, es desplazado por unas nubes. Pasa un viento, unas aves se recorren hacia el Oeste, me parece, y unos ciclistas suenan las pequeñas campanas de sus bicicletas para alertarnos de otra vida. El sonido de la campana al dejar la campana, dijo Yosa Buson. Qué se sentirá ser un pintor japonés. Qué pasara en la mano de alguien que retrató la lluvia de Tokyo en el siglo XIX.

El apático puntillismo inicial de la lluvia en las banquetas me da la idea equivocada de un temporal nada virtuoso. Pero antes de enterarme de las intenciones verdaderas del agua, decido tomar el regreso largo hacia mi pequeña esquina en el primer piso de una casa en el Midwest. La tarde ahora, casi la noche.

De algunos patios se advierten reuniones y gente aventando bolas de ping pong a vasos rojos cargados con una sustancia más que amorosa y dulce. Algo va a ocurrir, lo presiento. Ahora la noche, pero también la lluvia, cada vez más la lluvia. No me intimido en el primer minuto, pero mi criterio es más lento que las decisiones del mundo a su manera. Y la lluvia ya no es una metáfora gastada que vuelva excesivamente dramático cualquier texto. Está lloviendo y las fiestas universitarias se repliegan. Me apuro, llevo la computadora en la mochila, la novela de un escritor colombiano que se suicido a los 25 años y un pasaporte con una foto que me tomaron cuando yo también tenía 25. Qué viva la música, dijo Andrés Caicedo. Qué viva, por supuesto, aunque yo, en el entonces de esa foto no tenía ganas de decir nada.

Las fogatas reducidas a un humo largo. El humo alzándose como una lengua extranjera en una noche llena de charcos y sonajas y yo corro tratando de no perder mi identidad a costa del agua. Lo consigo. Me sacudo el día contra las escaleras de la entrada. Reviso mi buzón, aunque sé que ninguna noticia me espera. Ofertas, descuentos, folletos de consultorios dentales depositados en un código postal para siempre nuevo. El buzón está señalado con mi nombre, pero lo leo como si se tratara de otra persona.

Cuelgo mi ropa en el cortinero del baño. Reviso que la vida en mi mochila haya quedado intacta. Todo sigue igual que antes. ¿Será? De la calle me llega el ruido de la lluvia tan necesitado de decirse. Y me asomo para ver hacía dónde. Gente, sí, apurada por abandonar las calles, replegándose como mamíferos pardos en una hora razonable de la noche, pero otros saltan en los charcos y se divierten como pájaros en una fuente recién prendida el día domingo. Deseo estar afuera, hago una breve genealogía de mis horas jugando con mis hermanos con la lluvia de Acapulco cuando éramos niños y al acabar de acordarme de Acapulco, me jalonea la sensación de estar demasiado lejos.

Desde mi ventana persigo a los saltimbanquis y llego a la conclusión de que el ser un simple espectador para mí ya dejó de ser suficiente. Así que el short y los tenis.

Salgo.

La lluvia me decide unas formas. Soy anterior a toda prisa. Siento cómo mis tenis beben de los charcos con una sed de corredor olímpico siempre después de la medalla. Pero mi hora y la lluvia caducan rápido, así como llegó la nube, su paso y su ambición, así también antelándose a todo futuro, termina y yo me quedo en medio de una banqueta, pareciendo un loco al que nadie le creerían la idea del diluvio. Pero pasó, juro que pasó.

Regreso, en el cortinero de la regadera ya no hay espacio para más ropa mojada, así que improviso y a la usanza de un tianguis distribuyo las prendas donde se pueda. El respaldo de la silla, las chapas, la orilla de la mesa. Me llega un miedo niño de que me pueda resfriar si no me baño después de haberme mojado, pero me peleo también con mi infancia y así decido irme a dormir con el pelo sin secar. Una disculpa, madre. Ya sé que me lo dijiste.

Amanece.

Del día aún no se nada, pero él bien que me conoce. Me lavo los dientes. En la regadera tengo algunas consideraciones distraídas sobre la lluvia de anoche, pero sonrío porque vuelvo a recordarme niño jugando en la azotea de casa de mis padres y el mar allá, muy seguro de sí y mi abuela contenta regando su jardín y mis hermanos aventando piedras contra un bote por el puro placer de nada.

Vagamente me lamento por mis zapatos aún mojados, pero no me atrevo a cuestionar mis decisiones nocturnas, al meno estas no. El espejo tampoco dice. Su autoridad momentáneamente es clausurada, y cuando regresa, de reojo me checo brevemente los años y vuelvo a sonreír, carajo, porque reconozco, sin mucho esfuerzo, que algo se mira otro.

Salgo.

El mismo itinerario, aunque esta mañana no hay nadie afuera de la Emma Goldman Clinic y continúo sin preguntarme ya por el paradero de Cristo y María. En la sala de maestros hablo con un compañero, que, también apurado como yo, trata de organizar su español para poder enseñarlo. Y nos percatamos de lo raro que es acomodar en categorías un lenguaje que más bien aprendimos buscando animalitos entre la vaga hierba. Nos deseamos buen día. Y cada quien se dirige al momento de la lengua que a cada uno le corresponde explicar.

Termino la clase. Afuera el calor me enumera las pestañas y me apuro a una sombra. Sentado, persigo las sutilezas de una ardilla, pero luego me aburro y ella también se aburre y desaparecemos para siempre de la vida del otro. De nuevo una nube intranquila, incierta, merodea un cielo al que antes no le cabía más sol y ahora, una gota, dos, y así en números irreconciliables con mi paciencia, hasta que es definitivo. La lluvia me comienza, obliga a una ciudad de estudiantes apurados a la retirada. Yo también me retiro. Ya no entiendo de qué se trata el clima, al llegar a mi casa todo, afuera, parece que nunca conoció la idea del paraguas.

Como cada vez que llegó, abro el buzón. Hay algo para mí además de los mismos folletos de lugares para comer y consultorios. Un amigo me ha mandado una carta. Va a tener una hija, me cuenta de su día, me platica de la nueva música que le gusta y de cómo le está ayudando a su suegro a construir una cabaña. Guardo la carta entre las páginas de un libro que quizá nunca lea. Y pienso que quisiera contarle de lo mucho que ha cambiado mi respiración en tan poco, y de Yannis Ritsos diciendo Justo cuando el nadador saltaba, me distraje y también decirle que cada vez que camino por cualquier calle trato de decidir cuál es mi árbol favorito.

Una vez más la gente se dirige y la tarde va con ellas. Y me salgo y escucho a las cigarras entonando una canción hermosa que habla de algo que no entiendo, pero entender, me he dado cuenta hace muy poco, no siempre es necesario.