25 mayo,2024 6:02 am

Una carta sin fecha

Alan Valdez

 

Quisiera decir(te) algunas cosas:

Durante varios meses perseguí el hilo y el hielo. No presumiría mis dotes de funambulista, pero aprendí varias acrobacias. Por ejemplo, patinaba y debajo del hielo iban conmigo unos peces. Acompañaban mis pasos con sus aletas dulces y marinas. Y claro, al llegar a la orilla nos despedíamos. Su reino y el mío, dos ambigüedades necesarias.

Me cambié el calzado muchas veces. Acostado con un calcetín puesto hasta arriba del talón y el otro, quizá cubriendo apenas los dedos como rebozo de plañidera, miraba el día descomponerse. La hierba venía hacia mí. Me abrazaba tumbado con la espalda horizontal a mi deseo. Las nubes, presagios cortos para vidas no tan cortas, y allí, animales blancos saltando en el azul de un mundo, no incompleto, pero apenas mío.

Leí, qué te cuento, historias polacas donde hay ríos subterráneos que recorren las casas de campo y que murmullan como fantasmas satisfechos, también cuentos de procesiones de venados con dirección a Checoslovaquia y una novela sobre las muertes repentinas de hombres tan altos que la gente confundía con pinos. Leí mucha poesía. O más bien, un solo poema muchas veces, que es lo mismo, ¿no? Supe, así, que la vida tiene bastantes sinónimos, uno de ellos, el que ahorita tengo guardado en el centro de mi palma, dice algo así como que la vida puede ser una tarde estival en un pueblo.

Ya casi es el verano. Regresé al desierto. Me reafirmó que nacimos juntos y que le llamamos madre a la misma persona. Mido el tiempo que tardan las sombras de sus cerros en cubrir mi propia sombra. Envidio sus secretos, sobre todo ya en las noches donde todo se parece a todo. Me busco los años, uno por uno he ido descartando sus mitos, pero no con la imaginación que requiere la biografía, sino con la misma afrenta que pide la ficción para volver todo sospechosamente nuevo.

Padezco los milagros. Aún así les prendo veladoras, porque mi abuela y porque el fuego siempre es hermoso a pesar de su hambre. Te hablo a ti, y a mis muertos, y a mi otro yo, que quién sabe qué tanto me escucha sólo para decirles a todos, aquí estoy, no me he ido tan lejos, aunque si es pertinente, en las llanuras amarillas me encontré mi propio nombre devorando una tortuga. Maquillado con la sanguaza creí ver en él a un dios infantil pero diestro. Lo dejé seguir su camino. No interrumpí su doctrina. Lo dejé hacer hasta que la incredulidad se volviera hacía mí como un presagio ligero, como barquito de papel en un día lluvioso que se dirige formal, valiente y pálido hacia la coladera de una avenida.

Me sigo cuestionando por la escritura. Cada día la pregunta es más intranquila de sus límites, en algún momento será tan amplia que abarcará todos los días de mi vida, estoy seguro. También entendí que la pregunta por la escritura es la pregunta por el amor. Para ambas interrogantes lo de menos es la intención de respuesta. Aún así no puedo no pensar, algunas mañanas, sobre todo, si en verdad he amado, si en verdad mi palabra ha sido el despliegue de un corazón lleno, si será acaso esta la hora donde percibo que no soy más que el modesto artesano de una metáfora, una sola, una mínima metáfora sobre la respiración lenta que nunca consigo.

Subo la misma pendiente, una y otra vez, como si en la fatiga de mi cuerpo contra la roca, inventara un abecedario menos tímido. Ya en la cima he enumerado mis pretensiones. ¿Quién no lo haría ante semejante espectáculo? Entonces, anhelar otra cosa, algo así como caminar en los parques de esta ciudad, precisamente, acariciar a los perritos que se acerquen, reír de lo juguetón de sus patas, sus colas y sus nombres, después ir a la tienda de la esquina, comprar algo para beber debajo de la sombra de un árbol más viejo que la ciudad, por supuesto, luego seguir el itinerario de cualquier otro transeúnte, adivinar su vida y osadamente tensar las condiciones de su felicidad y tristeza intuidas en la manera, despreocupada o no, de cruzar la calle.

Nos pensé mucho platicando. Luminosos como quienes reciben la verdad sin haberla buscado. Obviamente riendo, obviamente nada. Daba igual si la ciudad desprevenida o perfecta. Lúcidos, también, como quienes rechazaron la verdad en favor de algo menos frágil, nos contamos el mito y nos sentimos hermosos, pero ya sin esperar nada, justo como lo escribió en su diario el más preciso de los emperadores.

Por las tardes comparto la comida con mi hermano. Tomamos los cubiertos igual, pero a la vez distinto, ¿sabes cómo? Y a propósito del calor, señalamos hacia enfrente como apuntando el mar de Acapulco. Le pregunto si regresaría, si piensa en las lluvias que caen exactamente a la hora de su cumpleaños. Cuando acaba de contestarme, averigua lo mismo. Esta es mi respuesta.

Y pasa que en lo que recogemos los platos, sacudimos el mantel y lavamos los trastes, es fácil llegar a la imagen de nuestros padres escuchando música los domingos mientras acarreaban grava y arena para levantar la casa, y de ahí las fiestas infantiles y el murmullo de los para siempre más adultos que nosotros aguardando la quincena en medio de la risa de sus hijos.

En estos meses di largas caminatas. Pero ya ni buscando el sueño, ni su fruto roído, ni el hallazgo torpe que deja una criatura apurada por el tráfico nocturno. Simple, me agarraba la noche caminando, iba y volvía siguiendo el rastro de un futuro más que distraído. A pesar de todo, a pesar de mi resistencia a lo grandilocuente, acababa admirando la noche por las mismas razones que hay en todos los poemas horrorosamente claros. La luz de la luna en las colinas, casi los dedos de un delicado sastre que acaricia un gato mientras fuma antes de terminar el gran vestido. Cada vez que veía a la luna así de rebosante, lo único que deseaba era escribirte y desde la imperfección de mi español enumerar todas las maravillas que participan del círculo hasta el negro.

Ahora es mayo, el mes predilecto del poeta que me dijo una cosa es segura: el mundo está vivo y arde. Quisiera encontrar una elegante ironía entre el calor infame que hace hoy y la enorme apuesta del verso ucraniano, pero llego rápido a la conclusión de que cada vez que leo ese verso el mundo al que se refiere acaba siendo un mundo muy distinto a este mundo.

Sabes, este año he sentido que lo que quedaba de mi cuerpo adolescente se ha retirado al fin. No me siento viejo, debo aclarar antes de que alguien me diga que no tengo derecho a sentirme viejo porque hay gente más vieja que yo. Más bien lo que quiero decir es que ahora me siento antiguo, casi como si un arqueólogo me hubiera despertado, sin permiso, en un obsesionado milenio.

Comencé un diario, en sus páginas, ahora que lo visito para escribir esto, noto que mis observaciones van de lo mismo al centro y de regreso. Como dije, soy una persona incesante por simple, quizá demasiado simple. Por ejemplo, mi fascinación con las piedras y sus grandes viajes. He tenido a veces la paciencia de verlas ir de un horizonte a otro, emocionarme, pero de verdad emocionarme por sus pugnas tempranas y oscilantes entre el verdor y el oro. En otros días, mi obsesión se vio inclinada a describir rutinas terrestres y áreas de los pájaros, aunque fijándome bien, las descripciones están más preocupadas por hablar sobre las personas que alimentan a esos pájaros. Gente contemplativa avienta migajas, sabiendo cosas que yo no sé. En otras, me dediqué a la bitácora de los pescadores y su tiempo anterior al anzuelo. Y en algunas más, al regocijo de los niños cubiertos de lodo y su inquietante urgencia por preguntar sin realmente querer una respuesta. De todo esto, envidio, claro, el no ambicionar ninguna respuesta.

No sé, para serte honesto, o más bien, para distraídamente consolarme, si esta carta pretende narrar mis días y sus periferias solo por el puro placer de volverme un otro mientras lo cuento, o si en realidad estoy llegando al sitio más adecuado para saberme el hueso, su cadencia, su baile y por lo tanto, la música.

Extraño ríos que nunca he visitado. Y en cuanto me desprendo de la idea de lo que nunca, salgo, es la tarde, lo definitivo de los días y ni siquiera trato de escribir o decir algo, tan solo estoy ahí, parado en el centro de lo que he aprendido a llamar como mi vida, y conmovido por el ansia de los colores que me enseñaron desde niño, creo en nosotros.

Hoy que decidí escribir esto, déjame te cuento que ha pasado. Bajé de un avión. Pedí un taxi. En el trayecto de mi casa a mi casa, la conductora me platicó de otro pasajero. Un hombre alto y ocupado que viajaba a Londres. Señaló bastantes veces su maletín de señor apurado. Yo sólo respondí que nunca había estado en Londres y de ahí empezamos a hablar de los lugares a los que nunca. Ves, de nuevo los ríos. Continúo diciéndome algo de visitar Medellín, las carreteras nocturnas y los borrachos de viernes. Cuando me preguntó que de dónde había bajado, por tonto que parezca, no supe qué responder. Me hubiera gustado decirle, fíjate que fui a visitar mi otra vida, sus calles, sus plazas, la prisa y la lentitud de sus personas, la manera que tienen para perder el tiempo, la manera que tienen para fingir que no pierden el tiempo. Su amor, las uñas y los baños.

Casi al finalizar el viaje me contó que estaba embarazada, que ayer o antier lo supo. Le dije felicidades casi en automático, y al bajarme la volví a felicitar. Al cerrar la puerta y ver cómo su auto se retiraba, solo me quedé pensando que hay muy pocas ocasiones en las que uno realmente sabe qué decir. Como estos párrafos, claro está.

Ahora ya se está haciendo de noche. El aire, a pesar de que corre con más frecuencia que hace unas horas, entra asfixiado. No me puedo responder qué tanto el desierto o el mar y, sin embargo, sé que lo que sea que se guarda en medio, es, sin dudarlo, la imagen más imprecisa, pero al fin la única, que me puede decir qué contengo yo en el pecho.

No sé si me estoy despidiendo o saludando. En cualquier caso, esta carta no tiene fecha. Yo tampoco.