Humberto Musacchio
Un tal Jeffrey Lichtman, abogado de Joaquín El Chapo Guzmán, acusó a policías de México y Estados Unidos, a jefes militares de este lado e incluso al ex presidente Felipe Calderón y al mandatario actual, Enrique Peña Nieto, de recibir sobornos de su defendido.
Lichtman declaró que hay una “historia que los gobiernos mexicano y estadunidense no quieren que se conozca” y que los funcionarios del “más alto nivel pueden ser sobornados y hasta participar en delitos… incluyendo al gobierno de Estados Unidos”.
No es algo nuevo que de aquel lado se levanten voces que acusan a México y a sus autoridades de todos los males, especialmente los derivados del negocio trasnacional de las drogas. Se emplea a algún personaje menor, como es el caso del abogado del Chapo, para hacer señalamientos que la prensa de aquel país difunde en forma intensiva y magnificada.
Conseguida la difusión de las acusaciones, el gobierno estadunidense y sus agencias policiacas cuentan con elementos para presionar y chantajear a las autoridades de nuestro país que, débiles como son, aceptan condiciones vergonzosas, como esa que permite la actuación de policías gringos en territorio nacional, el tráfico de armas y cosas peores, como se supo al descubrirse la operación Rápido y Furioso.
Por supuesto, nadie cree que no exista corrupción del lado mexicano, pero los señalamientos contra el presidente en funciones y su antecesor es la primera vez que se hacen de modo tan directo y público. Tanto Peña Nieto como Calderón niegan haber recibido sobornos, pero la acusación resulta grave, no por venir de quien viene, sino por su impacto en ambos países.
Dejar el asunto en una simple negativa no será suficiente y tampoco lo será dejar todo en manos de la Fiscalía de Nueva York que atiende el caso. Peña Nieto y Calderón tendrán que recurrir a medidas más drásticas para desmentir a Lichtman, lo que incluye eventuales demandas ante tribunales del país vecino o, si procede, recurrir a instancias internacionales para dejar en claro que no tienen fundamento las acusaciones. De otra manera quedará la sombra de la duda…
La corrupción de las autoridades mexicanas es un tema recurrente en Estados Unidos desde hace muchísimos años. Por otra parte, más de una vez se ha publicado que, en su afán de debilitar a una mafia del narco se fortalece a otra, algo que también mencionó el leguleyo que defiende a Guzmán Loera.
Sin embargo, esta vez lo novedoso es que repetidamente se mencione que la corrupción también existe de aquel lado. Es algo sabido, pero pocas veces mencionado. Policías aduanales, la DEA, el FBI y otras corporaciones están metidas hasta el cuello en el narco y se benefician de él, no sólo en el aspecto monetario, sino también en el que toca a la conciencia puritana, pues resulta tranquilizante creer que la maldad existe en otras sociedades, no en la suya.
Si alguien duda de la corrupción que priva en Estados Unidos, tendrá que explicarse cómo es que camiones cargados de droga cruzan la llamada Unión Americana desde la frontera mexicana hasta Chicago o Nueva York, o por qué, según el dicho de Lichtman, las grandes ciudades estadunidenses reciben “hasta 10 o 15 aviones repletos de cocaína cada día de Colombia” (David Brooks en La Jornada, 14/XI/18).
El desarrollo del juicio contra El Chapo tiene aspectos siniestros que, allá y acá, permiten explicarnos la impunidad que beneficia a muchos de los involucrados en el narcotráfico. Para el tribunal neoyorkino que lleva el juicio, ha sido muy difícil integrar el jurado de 12 miembros y seis suplentes que debe emitir el veredicto en este caso. La razón es que no todo mundo está dispuesto a condenar al delincuente por miedo a una venganza.
En Estados Unidos hay numerosos antecedentes sobre la intimidación que suelen sufrir los jurados cuando el acusado es un criminal relevante. De ahí que el temor de los ciudadanos llamados a integrar el cuerpo que dicta si el acusado es culpable o inocente, pues está de por medio su seguridad y la de sus familias.
Por lo pronto, el juicio de Joaquín Guzmán Lorea se desenvuelve en medio de medidas extraordinarias. Cada persona que ingresa al tribunal es cuidadosamente revisada ¡dos veces! para evitar el paso de armas y explosivos y una multitud de reporteros se amontona en la sala y durante las sesiones, por lo demás rigurosamente vigiladas, no pueden dejar la sala ni siquiera para ir al baño. El espectáculo también es parte de la paranoia.