5 julio,2018 4:18 am

Una rebelión cívica

Juan Angulo Osorio
En las elecciones presidenciales de 2000, las primeras que perdió el Partido Revolucionario Institucional, los votantes dieron un mandato a Vicente Fox para que avanzara hacia un cambio de régimen político. Los ciudadanos prefirieron entonces apoyar al empresario neopanista en lugar de al líder histórico de la izquierda electoral, Cuauhtémoc Cárdenas, porque lo vieron como el que tenía más posibilidades de ganarle al PRI, un partido que se formó desde el Estado y no por la voluntad de un grupo de ciudadanos que comulgaran con una ideología.
La de entonces fue la primera edición masiva de lo que después se popularizaría como el voto útil. Un voto útil que además se justificaba porque la principal promesa de campaña de Fox fue que desde el cargo de presidente de la República perseguiría a los “peces gordos” y terminaría con las “víboras y tepocatas”, como llamaba a los políticos priistas corruptos.
Pero el empresario guanajuatense traicionó este mandato popular. El régimen priista no se debilitó, y al contrario terminó incorporando al resto de las formaciones políticas que asumieron como suyas las prácticas del PRI. Nació así una partidocracia alejada de la sociedad, alimentada por los multimillonarios recursos de las prerrogativas electorales y que se alternaba en los gobiernos estatales, municipales y en 2012 de nuevo en la Presidencia de la República, sin que eso implicara un cambio real en las relaciones políticas ni en la vida cotidiana de los ciudadanos.
El domingo 1 de julio de 2018 los ciudadanos volvieron a la carga, y todo indica que esta vez verán cumplidos sus propósitos. Dieciocho años después, y acicateados por la realidad de un país devastado por la política económica neoliberal –y su secuela de violencia criminal, violaciones graves de los derechos humanos, despojo de los recursos de la nación, medidas antipopulares como el gasolinazo y una descomunal corrupción de la clase política– los electores se volcaron a las urnas y votaron por la única opción que veían para enfrentar ese desastre.
Los tres partidos puntales de la partidocracia sufrieron un golpe que será mortal para el PRI y el PRD, y muy fuerte para el PAN. Ya nada volverá a ser igual. Tras la derrota del año 2000, el PRI contaba todavía con la mayoría de los gobernadores, era el grupo más amplio en el Congreso de la Unión y seguía siendo la primera fuerza en los municipios. No es el caso después de las elecciones del domingo, pues ahora tendrá el menor número de gobernadores, senadores, diputados federales y locales y alcaldes de su historia. Para un partido con militantes acostumbrados a vivir solamente del presupuesto público –que consiguen de manera legal o ilegal– vivir fuera de ese presupuesto es condenarlos a la muerte política.
El dato relevante de la apabullante victoria del candidato de la izquierda en la elección del 1 de julio, es el claro mensaje mandado por los ciudadanos en contra de la partidocracia, en contra del actual régimen político al que identifica con el PRI y sus prácticas.
Independientemente de si desde el nuevo gobierno se emprenden medidas para profundizar la crisis del PRI, la desaparición de esta formación política histórica parece irreversible. No gana ni una de las nueve gubernaturas en disputa y en Veracruz, Jalisco, Morelos y Tabasco es borrado del mapa, como borrado ya estaba en la Ciudad de México, por mencionar solamente ejemplos relevantes.
Y el perfil de quienes llaman a la reconstrucción del PRI –el represivo ex gobernador de Oaxaca Ulises Ruiz, y quien fuera mapache electoral mayor en los tiempos de la hegemonía priista, César Augusto Santiago–, solamente confirma su inutilidad histórica.
La eventual desaparición del PRI –y sus secuelas– será un efecto mayúsculo del voto ciudadano del domingo que, creo, no entraba en los cálculos de ninguna formación política, ni siquiera en la alianza ganadora encabezada por el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Todos los incentivos que hacen posible la existencia del PRI –y del régimen político del que era cabeza–, volaron por los aires con la votación histórica del 1 de julio de 2018.
Ganar elecciones solamente con dinero, costosas estructuras electorales, manipulación de programas sociales y compra de votos ya será cosa del pasado.
Meter mano en el presupuesto público, buscar fondos bajo la mesa con empresarios a cambio de contratos futuros y llegar a acuerdos con grupos criminales para financiar campañas a cambio de impunidad se volverá inútil.
También se irán haciendo innecesarios los mastodónticos organismos electorales creados por la partidocracia para eternizarse en el poder. Dejará de tener pertinencia el juego palaciego para imponer a éste o a aquel consejero que garantice los intereses del PRI y arroje migajas a los otros partidos. Se volverán foco de la crítica popular los altísimos sueldos que cobran.
Se aireará la vida pública. Más temprano que tarde se impondrá la realidad por encima de las tácticas gradualistas que parecen predominar en el nuevo grupo gobernante que rodea a Andrés Manuel López Obrador.
Y esa realidad será que ya no existe más el poderoso PRI, y que ya no son funcionales sus prácticas, sus métodos, sus modos de hacer política. Y eso será una auténtica revolución.
No deja de llamar la atención que el epitafio del PRI se escriba con un presidente de la República que viene del Grupo Atlacomulco, y una dirigencia cuyos dos principales cargos están ocupados por guerrerenses.
La corrupción representada por los priistas mexiquenses, y el autoritarismo con el que se identifica a los priistas guerrerenses. Contra eso votaron el domingo 1 de julio más de 24 millones de ciudadanos mexicanos.
Y ese voto tendrá que ser honrado por la clase política emergente.