23 octubre,2017 7:17 am

Sociedad amenazada

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan

Es inadmisible corroborar que en el segundo informe del gobernador Héctor Astudillo Flores, no hayan estado presentes las víctimas de la violencia, sobre todo cuando centenares de familias guerrerenses han quedado en la orfandad por la inacción del gobierno y su colusión con el crimen organizado. No leyó ni una palabra de solidaridad con las madres y padres que buscan a sus hijos e hijas y que exigen justicia. La población que sufre el flagelo de la violencia y que se encuentra sumida en la pobreza extrema no fue tema de interés para el Ejecutivo estatal. Sus principales interlocutores estuvieron dentro del recinto legislativo, que en correspondencia adularon con aplausos su mensaje.

La convocatoria sobre “un nuevo Pacto por la Seguridad en Guerrero” la circunscribió únicamente para la clase política excluyendo a la sociedad civil. Fue un llamado para cerrar filas en torno a un aparato de poder que se niega a transformar sus estructuras y se empecina en proteger a quienes delinquen al interior de las instituciones gubernamentales. Su diagnóstico sobre la violencia y la inseguridad está muy lejos de mostrar lo que a diario acontece en nuestro estado. ¿Cómo rendirle cuentas a una sociedad  agraviada que no encuentra una respuesta eficaz de parte de las autoridades para contener la espiral de violencia? ¿Qué avances sustantivos hay en las investigaciones relacionadas con los asesinatos políticos, los líderes sociales y periodistas? ¿Por qué tanto descuido en la atención a  las víctimas de la violencia y nulos resultados sobre el paradero de las personas desaparecidas? ¿Por qué empecinarse en una estrategia de seguridad que se ha traducido en un mayor empoderamiento de los grupos delincuenciales? El llamado a que cesen las protestas por parte de una población hastiada de tantos engaños y trámites burocráticos, ¿es la mejor forma de resolver demandas añejas y de hacerse eco del legítimo derecho de las comunidades a satisfacer sus derechos básicos?

La contribución histórica de los pueblos indígenas en la forja de nuestra identidad y en el legado a nuestra nación, para lograr la independencia y alcanzar una legislación de vanguardia que reivindica los derechos del pobre,  ha sido denostada por los poderes centrales. En la actualidad, el gobernador en turno sigue catalogando los aportes de los pueblos indígenas como separatistas, cuando en esencia la lucha de los pueblos indígenas por su autonomía es para robustecer una sociedad plural cimentada en las culturas, los idiomas, las leyes y las formas diversas de gobierno. Los pueblos indígenas de Guerrero han dado un aporte inusitado al país con su modelo exitoso de la Policía Comunitaria, que desde hace veintidós años ha demostrado ser un proyecto viable materializado en la protección de la vida de sus pobladores, el resguardo de su patrimonio y la tranquilidad de sus habitantes.

No se puede garantizar un pacto de seguridad cuando se ignora a los pueblos indígenas y se corta de tajo un modelo de seguridad comunitaria que cuenta con controles civiles efectivos, con un sistema de rendición de cuentas centrado en las asambleas regionales, con cadenas de mando bien estructuradas y con un compromiso probado por parte de los miembros de la Policía Comunitaria dispuestos a defender la vida de sus pobladores. Seguir desdeñando esta policía ciudadanizada y reafirmando un modelo militar de seguridad es apostarle al fracaso y a una mayor polarización social por la violencia imparable y el uso letal de la fuerza contra las organizaciones y líderes sociales, dejando intocadas las estructuras delincuenciales.

Por su parte, los partidos políticos han claudicado en su mandato principal de ser representantes de la sociedad y más bien se han aliado al poder en turno para poner a salvo sus intereses facciosos. En sus intervenciones palidecieron con posturas tibias y alejadas de una realidad violenta que ha hecho trizas el Estado de derecho. A excepción de la diputada de Morena, los demás partidos se empeñaron en adular al Ejecutivo estatal. La aplanadora de la clase política del estado se ha engallado en vísperas del proceso electoral para ir colocándose dentro de las disputas de los poderes públicos. Ha dado la espalda a la población que en medio de tantas adversidades está escribiendo páginas dolorosas ante un poder impune en nuestro estado. Guerrero es el reservorio de las luchas históricas, de hombres y mujeres que han dado su vida para que hoy los que dicen representar nuestra sociedad se sienten en las curules y lucren con el poder público. Las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, los desplazamientos forzados, y los casos de tortura, utilizada como único método en las investigaciones, forman parte de esta escalada de violencia institucionalizada que derivó en la violencia criminal, manteniendo el mismo patrón de impunidad. Han sido las mismas víctimas de estas graves violaciones a los derechos humanos las que han dado la batalla contra un aparato de justicia corrupto y encubridor. Han tenido que romper el silencio en un ambiente hostil y persecutorio. Aún persiste la cultura caciquil donde la voz discordante corre el riesgo de sufrir una agresión o de ser víctima de una acción letal.

Las autoridades que violan los derechos humanos gozan de total impunidad, pues a pesar de las recomendaciones de las comisiones Nacional y Estatal de Derechos Humanos, los responsables siguen ocupando cargos públicos. Todo se reduce a acuerdos políticos entre las cúpulas partidarias. La ley es la excepción y el respeto a los derechos humanos es una norma que no tiene ningún efecto jurídico para quienes ostentan un cargo público. Por eso el pacto de seguridad viene bien a la clase política porque en su modelo de seguridad, lo que hay que hacer es incrementar el número de efectivos militares y elementos policiacos, como si el problema fuera un asunto de armas y de fuerza, dejando de lado el gran problema de la impunidad y la corrupción que está enraizado dentro de las mismas instituciones y que varios funcionarios públicos son parte de este entramado delincuencial. Ese es el pacto que urge y tienen que construirse desde la base de una sociedad que ha perdido la confianza en la clase política porque ésta se ha desconectado de la realidad que enfrentan las mayorías empobrecidas.

En Guerrero las autoridades tienen la obligación de escuchar el clamor de las víctimas, de atender sus demandas y de centrar sus acciones para garantizar el acceso a la justicia y el respeto a sus derechos humanos. En la misma capital del estado la violencia no cesa y los asesinatos siguen incrementándose. Esto mismo sucede en Acapulco, en el corredor Chilapa- Chilpancingo, en la ciudad de Iguala y varios municipios de la Zona Norte y Costa Grande del estado. En la sierra de Guerrero impera la ingobernabilidad, los negocios de la droga han avasallado a los poderes establecidos, y más bien, los ha supeditado a sus intereses macrodelincuenciales. Este escenario caótico sigue siendo la sombra que acompaña a las familias que luchan contra estas estructuras que reproducen la violencia  y protegen a los perpetradores. Estamos lejos de que la fuerza de las instituciones se alíe a la lucha de las familias de los Colectivos de Familiares que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos. No vemos que las autoridades municipales, estatales y federales quieran hacer un pacto por la justicia y la verdad, para dar con el paradero de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos y más de 32 mil personas desaparecidas en el país, de acuerdo con cifras oficiales.

El asesinato de Ranferi Hernández, de su esposa Lucía Hernández Dircio, su suegra Juana Dircio y su chofer Antonio Pineda el pasado 14 de octubre es un crimen abominable, que sólo se da en contextos donde la ley no funciona y donde más bien impera el poder criminal y los perpetradores se sienten cobijados por el pacto de impunidad que persiste dentro del aparato gubernamental.

El pasado miércoles 19 de octubre en Atoyac se conmemoró el cuarto aniversario luctuoso de Rocío Mesino compañera de lucha de Ranferi Hernández, quienes enfrentaron al poder caciquil y denunciaron las tropelías de un gobierno que criminaliza la lucha de los pueblos y que se empeña en pisotear sus derechos. Todo parece ensombrecer el horizonte de justicia, ante la vuelta de un poder omnívoro que quiere volver por sus fueros y tomar el control de las instituciones para acallar las voces de un pueblo indómito y avasallar los movimientos que ponen en jaque a un sistema vetusto cuya violencia forma parte del terror impuesto por el Estado.

Estamos en una encrucijada en la cual la sociedad aparece amenazada por una partidocracia que le apuesta a una contienda electoral basada en la rapiña y el engaño, alentando con sus prácticas fraudulentas la misma criminalidad que dice combatir. Es el valor de la gente lo que marca la diferencia entre un político movido por sus intereses particulares y un ciudadano o ciudadana que está dispuesta a dar la batalla para cambiar el estado de cosas que nos sojuzga. Personas como Yndira Sandoval son un ejemplo de esta persistencia, porque poniendo en riesgo su seguridad se ha atrevido a denunciar la agresión sexual, en su contra, perpetrada por policías municipales de Tlapa el pasado 16 de septiembre. Esta denuncia desenmascara lo que pasa al interior de las corporaciones policiales, que actúan pisoteando los derechos de la población. Un pacto de seguridad con estos policías y de espaldas a la sociedad es un pacto en favor de quienes violan los derechos humanos.