17 septiembre,2018 11:35 am

Memorial 19S… Un año sin ell@s

Un mes después de que el terremoto del 19 de septiembre de 2017 sacudió al país, la organización Quinto Elemento Lab se ha dedicado a reconstruir la vida de quienes fallecieron ese día. Como un pequeño homenaje a su memoria, a sus logros y a sus sueños, sus vidas merecen ser contadas. Los muertos del sismo no son sólo los muertos. Eran maestras, contadores, amas de casa, obreras, mercadólogos, estudiantes, jubiladas, administradores, fotógrafas. Todos tenían nombre y apellido. Fueron y siguen siendo. Todos tenían una identidad. No son un número más. Este lunes, martes y miércoles publicaremos algunas de esas historias de vida. Para leerlas todas, visita www.memorial19s.mx

Texto: Daniel Melchor / Quinto Elemento Lab
Ciudad de México, 17 de septiembre de 2018. Fernanda habitaba en el planeta de las Fernanduchas. Al menos eso le decía a su madre, Norma Escárpita, cuando la encontraba absorta en sus pensamientos. Ese planeta estaba gobernado por la Reina Fernanducha, cuyos súbditos eran más Fernanduchas. “¿Y el rey?”, preguntaba su madre. “Ah, no, ningún rey, sólo la reina”, respondía cuando sólo tenía cinco años.
Aquel mundo imaginario representaba para Fernanda la versión ideal de lo que debería ser éste. Un mundo con licencia de permanecer en silencio y hablar con las plantas, sin que nadie te juzgue por ello. “En la primaria no tenía amigos, era buleada porque le gustaba hablar con las plantas”, recuerda Norma.

(Fernanda Meraz Escárpita, 14 años, estudiante de tercero de secundaria. Colegio Enrique Rébsamen. Foto: www.memorial19s.mx)

Su ensoñación llegó al punto de preocupar a sus profesores del Colegio Enrique Rébsamen, quienes propusieron que acudiera con un psicólogo para recibir ayuda. En alguna de las consultas, Fernanda desoyó a propósito las indicaciones para realizar una actividad que consistía en seguir a su madre: “Es que yo no estoy de acuerdo”, le respondió a Norma.
Norma, madre soltera y residente de Medicina, llegó de Durango a la Ciudad de México con sus dos hijas, Fany, de 10 años, y Fernanda, de dos. Se instalaron en un departamento frente al Colegio Rébsamen, cuando éste solamente contaba con dos pisos.
Dada su forma de ser, Fernanda era conocida por todas las profesoras. En una ocasión, se le ocurrió que ladraría cuando le preguntaran algo. Desesperadas, llamaron a su madre, a quien también le contestó con ladridos. Por estos desafíos, sus compañeros la ofendían, pero ella se defendía con una seguridad asombrosa: “Qué importa lo que digan, yo sé que soy muy lista”. Tenía mucha confianza en sí misma. Por eso, no dudaba en solicitar audiencia con la directora del colegio para quejarse del material de lecturas, que consideraba inapropiado.
Pasaba las tardes leyendo o dibujando, algo que le enseñó su hermana Fany, quien la cuidó durante muchas tardes mientras su mamá se preparaba y estudiaba dos posgrados. Su libro favorito era El Principito y sus dibujos, de un estilo único, eran figuras humanas a los que incorporaba rasgos de animales o plantas, aunque también dibujaba ángeles que descendían del cielo a ayudar a niños.
Sus inusuales rasgos de conducta desconcertaban a los docentes, hasta que la maestra Claudia dio en el clavo. Luego de tener una sesión de terapia con Fer, concluyó que no había nada malo. “Lo que pasa”, le dijo a Norma, “es que no la entendemos”. Eso era.
Fernanda también era amante de los sitios arqueológicos. Su madre grabó un video cuando su hija menor tocaba una flauta prehispánica en Teotihuacán. “Decía que teníamos que poner atención, que no veíamos la importancia de este centro”, cuenta Norma.
A Fernanda le gustaba decir que desde antes de nacer ella había elegido a su propia madre e incluso hizo un dibujo al respecto. Norma la define como una persona muy espiritual, “era un alma vieja”.
En una ocasión, durante un viaje a Puerto Vallarta, Fernanda se metió a bañar al mar y habló con él. Luego clavó su rostro en la arena y le dijo a su madre: “Para que nunca se le olvide a la tierra que yo estuve aquí”.
Y no. No habrá manera de que se olvide de que ella estuvo aquí.
Gustavo López Arce Ortiz, siete años, Estudiante de 2o de primaria, Colegio Enrique Rébsamen
(Gustavo López Arce Ortiz, 7 años, estudiante de segundo de primaria, colegio Enrique Rébsamen. Foto: www.memorial19s.com)

A pocos días de haber cumplido seis años, Gustavo participó en su primera competencia de triatlón en Veracruz. Como se trata de una categoría para menores, los primeros 50 metros de natación se hacen corriendo a las orillas del mar. Sin embargo, Gustavo, venciendo su miedo al agua, comenzó la competencia nadando mientras los otros niños lo rebasaban.
Este esfuerzo lo retrasó al punto de terminar el triatlón en último lugar. Cuando llegó a la meta se abalanzó sobre su madre, Brenda, y le dijo: “¿Viste, mamá? ¡Fui el primer lugar!”. Sucede que Gustavo no competía contra sus compañeros, sino contra sí mismo.
Gustavo, un chico menudo, participó en cuatro competencias similares. Entrenaba con su padre, Gustavo. Los sábados solían correr unos dos kilómetros en Bosque Residencial del Sur.
Gus, como le decían con afecto, también sobresalió en el ámbito escolar. A finales del curso pasado, ganó el primer lugar en la categoría spelling bee, pues el inglés se le facilitaba, al igual que las matemáticas.
Y así como mostraba habilidad para el estudio, exhibía un gusto particular por la música. Una tarde su padre, médico gastroenterólogo, lo sorprendió escuchando a todo volumen canciones de la banda Pantera. Si bien le gustaba todo tipo de música, desde reguetón hasta rock, su preferido era el metal. Cuando en el automóvil escuchaban Guns N’Roses, Gus le decía: “No, papá, pon algo más fuerte, pon metal”.
Esta pasión por la música lo llevó a tomar clases de batería. Y empezaba a destacar. Su familia conserva varios videos en los que Gus toca con enorme gusto y dedicación.
En su casa nunca le llamaban por su nombre. Su mamá le decía “mi vida”, su hermana, Yolitzin, “bebé”, y su padre “Chicuelinoti”. Tal vez, el único que lo llamaba Gus era su mejor amigo, Eduardo Díaz, Edu, a quien conoció desde el kínder en el Colegio Aztlán.
Ese colegio tuvo que cerrar, así que cada una de las familias buscó una nueva escuela. Sin planearlo, ambas eligieron el Colegio Rébsamen, donde los dos mejores amigos se reencontraron con emoción en el mismo grupo de primero de primaria. Al año siguiente, pese a que los alumnos eran rotados de salón, se encontraron una vez más en el 2o A.
Gustavo era muy inquieto y distraía a Edu en clases; las maestras los sentaban separados. Dos grandes pequeños amigos. Eso eran. En sus ratos libres jugaban a ser caballeros jedi. O Edu le enseñaba a él un poco de taekwondo, deporte que practicaba.
Moreno, con facciones delicadas, Gustavo sorprendía no sólo por sus aptitudes físicas y educativas, sino por un poseer profundo sentido de la vida, inusual para un chico de su edad.
Brenda solía decirles a sus hijos Yolitzin y Gustavo que, desde “el cielo”, cada quien elige desde antes de nacer a la familia que los cuidará y los querrá.
–Ustedes son los hijos que nosotros nos merecíamos. No podía ser de otra manera –aseguraba Brenda con total convencimiento.
Así que no fue sorpresa que la noche anterior al terremoto, a eso de las 19:30, ya con su pijama de Batman puesta, Gustavo abrazara a su madre, que se encontraba recostada:
–¿Mamá, de verdad puedo elegir en qué familia nacer? –preguntó el niño, con cara de preocupación.
–Claro que sí, tú puedes elegir en qué familia nacer, pero no hablemos de eso.
–Pero, mamá, ¿de verdad? ¿Yo puedo elegir volver a nacer en esta familia? Porque yo no quiero nacer en otra familia.
–Sí, pero no hablemos de eso, nada de eso ha pasado.
–Pero, ¿de verdad?
–No te preocupes por eso. Mejor disfruta lo que tenemos, que es este presente. Aquí está tu papá, tu hermana, tienes una casa, mejor vamos a cenar.
Unos segundos transcurrieron antes de que Gus respondiera.
–Tienes razón, mamá. El pasado está pisado, el presente es lo que tenemos y el futuro no sabemos.
La frase dejó perplejos a sus padres. Tanto que luego del terremoto del 19 de septiembre, su tío Hugo Ortiz se tatuó la frase en el brazo.
Ninguno de los dos amigos, que se prometieron serlo hasta la muerte, sobrevivió al colapso del colegio, pero la historia de coincidencias entre Edu y Gus no terminó ahí.
Cuando incineraron sus cuerpos, sin haberlo acordado, ambas familias dejaron las urnas en la misma parroquia de Coapa: la de Nuestra Señora del Carmen.
Mónica Blanquel D’Fargo, siete años, Estudiante de 2o de primaria, Colegio Enrique Rébsamen
(Mónica Blanquel, 7 años estudiante de segundo de primaria, colegio Enrique Rébsamen. Foto: www.memorial19s.com)

Cualquiera podría saber si las hermanas Mónica y Mariana Blanquel D’Fargo habían llegado a la escuela. Bastaba con poner atención y captar la siguiente escena: una motoneta conducida por un hombre, con dos niñas, de 7 y 10 años, con uniforme escolar y pequeños cascos, aferradas a la cintura de su padre, Adán, quien una vez en la escuela sacaba dos instrumentos de alta importancia para dos niñas avispadas que gustaban siempre de estar bien arregladas: un peine y un espejo.
Mónica y Mariana desbordaban creatividad y compartían la afinidad por el uso de las redes sociales. Por eso eran unas fieles seguidoras del canal de YouTube de Los Polinesios, un grupo de jóvenes que se graban mientras viajan por el mundo y comparten con sus suscriptores la belleza de conocer otras realidades.
Ese canal fue su inspiración. Por eso rogaban a sus padres visitar los lugares que sus youtubers favoritos habían recorrido, como Japón o Disneynandia. “Veían los videos y corrían a decirme: ‘¡Tenemos que ir!’”, recuerda su madre Adriana.
Mónica y Mariana compartían además una fascinación por unos muñecos a los que a veces les organizaban fiestas muy elegantes. Ellas les diseñaban su vestuario: faldas, accesorios, sombreros y hasta antifaces.
Luego combinaron su amor por esos juguetes con su facilidad para el uso de redes sociales y decidieron abrir su propio canal de YouTube: Los Tips de las Ksi Meritas. “Hola, amigos de YouTube, yo soy Chivatita. Hoy les voy a presentar la rutina con mis pimpollos”, dice Mónica en uno de los cinco videos que logró subir a esa red. En los videos, en los que ella es la protagonista mientras Mariana graba, se aprecia una de sus cualidades: la elocuencia. Se expresaba con soltura, sin timidez, al hablar o leer en público.
Por influencia de las amigas de Mariana, Mónica comenzó a imitar algunos movimientos de gimnasia. Pronto se dio cuenta de que las vueltas de carro y los splits le salían fácilmente. “Decía que era gimnasta profesional, pero en su vida fue a una clase de gimnasia. Le encantaba”, relata su madre.
A pesar de que cada una tenía su propio cuarto, Mónica prefería dormir con Mariana, a quien siempre llamó “mana”. Los adornos de su puerta eran, por supuesto, estampas de redes sociales como Instagram o YouTube.
Además de que tenía mucha facilidad para las matemáticas, Mónica sentía fascinación por los puerquitos. Cualquier objeto que tuviera esa forma podía ser parte de la colección que armaba. Además, en sus ratos libres los dibujaba. “Súper Cerdito”, “Cerdito Galaxia”, titulaba a sus ilustraciones.
El 19 de septiembre llegaron, como siempre, en la motoneta. Se bajaron y se arreglaron frente al espejo que Adrián, su padre, llevaba. Seis horas más tarde, el piso se sacudió violentamente. Mariana, alumna de 5o grado, alcanzó a salir del edificio. Mónica, de 2o, no pudo. Estaba en el área de la estructura que colapsó.