Adán Ramírez Serret
El novelista, poeta y dramaturgo francés, Jean Genet, autor de obras provocadores y geniales como Las criadas y Santa María de las flores; luego de pasar alguna larga temporada en la cárcel, cuando descubrió el segundo volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, dijo que sus días futuros en prisión serían más llevaderos con esa lectura. Lo entiendo porque hay ciertos libros que son lugares, sitios en los que uno se siente cómodo; pueden ser una casa, un bosque, una ciudad o las tres cosas a la vez. Espacios conocidos en los cuales es posible serenarse y disfrutar la vida.
Fue algo similar lo que me sucedió cuando leí esta semana El nervio óptico de la escritora argentina María Gainza (Buenos Aires, 1975), pues su escritura es una extraña mezcla de muchos géneros. Me sentía en territorio conocido al leer historias de pintores como con Vasari; en preguntarme por qué me gusta una obra de arte, como con Ernest Gombrich; o en recorrer Europa como con Stendhal.
La periodista Ana Wajazaczuk la describe este esta forma: “Una novela que es también autobiografía, crónica social, reseña de arte, diario íntimo, aguafuerte porteña, guía de museos… Un artefacto híbrido”. En efecto, se trata de un texto algo inclasificable que al no tener alguna forma concreta, es definido como novela, aunque, en realidad, a lo que se parece más, es al ensayo; a la forma original con la que escribía su creador Michel de Montaige, quien ahora, por cierto, sería acomodado en las librerías en la sección de narrativa, porque en los libros de Montaigne aparecen muchas historias, cuenta mucho. Desde la historia de reyes egipcios, poetas griegos, amigos o conocidos. Se parece mucho al diálogo que se tiene con intelectuales encantadores. Álvaro Uribe o Juan Villoro cuentan, por ejemplo, que así era platicar con Augusto, Tito, Monterroso; hablaba de los clásicos como si fueran sus amigos por lo cual contaba, apenas sin cambiar de tono, ora una anécdota de un vecino ora un pasaje del Quijote.
Las novelas de María Gainza, hasta ahora dos, la ya mencionada El nervio óptico y La luz negra son dos obras que al ser tan híbridas, tan multidimensionales, se parecen justo a una conversación con alguien divertido, profundo y erudito.
Gainza ha sido periodista de The New York Times, ArtNews y Artforum, entre otros; por lo que es una experta en arte, en museos; pero también en historia y en las calles de Buenos Aires y de las personas que las habitan. Las páginas de sus libros son diálogos informales en donde pueden aparecer temas como un pintor francés del siglo XIX como Gericault; o el choque que tuvo una vez en contra de un colectivo; o las manías de la aristocracia argentina. Anécdotas personales mezcladas con la historia de Sudamérica. En Luz negra describe a una mentora –un rasgo genial de las novelas de esta escritora es que los límites entre ficción y realidad se cruzan de manera tan indistinta que terminan por confundirse– que sin duda puede ser un retrato no sólo de sí misma sino una descripción de su escritura, dice: “A las seis de la tarde los empleados del Banco desaparecían por los pasillos como ratas por las alcantarillas. Entonces, nosotras subíamos a la azotea del edificio para continuar nuestra conversación. En la platea preferencial de un crepúsculo, Enriqueta podía hablar durante horas sobre Vasari, Karel van Mander, Picco della Mirandola, pero no disertaba mediante la jerga plomiza y solemne de los académicos, hablaba sobre ellos con intimidad, como alguien hablaría de un amigo de toda la vida; cerraba los ojos y los llamaba con apodos cariñosos…de golpe yo la veía como lo que era, una artista sin obra, una obra de arte en sí misma”.
Son obras multidimensionales, parajes familiares llenos de una luz tan potente, que son un refugio.
(María Gainza, La luz negra, Barcelona, Anagrama, 2018. 141 páginas).