10 enero,2019 7:35 am

Acapulqueña Linda 1

Anituy Rebolledo Ayerdi
Laureana W. de González
Que ni mandado a hacer el título de esta entrega para adentrarnos en el recuerdo de mujeres acapulqueñas que, siéndolo con orgullo y reciedumbre, han participado en la construcción de una sociedad cuya armonía luchan hoy por preservar. Una sociedad vital que aparenta muchas veces indiferencia y sumisión, pero que al final no se arredra ante  los avatares del destino. Saca las uñas por  Acapulco ¡y cuidado con ellas!. Mujeres acapulqueñas insumisas que no aceptaron la consigna superior de vivir en la ignorancia, que era el estado deseado para ellas dizque por ser simples “costillas del hombre”.

Hija de estadunidense y mexicana, la taxqueña Laureana Wright González de Kleinhans será precursora del feminismo y de la lucha por el sufragio universal. Foto: Internet

Mucho tendrá que ver con esta lucha emancipadora, pensamiento avanzado y revolucionario, la señora Laureana Wright González de Kleinhans (1842-1896), paisana originaria de Taxco de Alarcón. Ella dará en 1891 un campanazo libertario con su libro La emancipación de la mujer por medio del estudio, cuyas primeras letras dicen así:
“Desde los primero días del mundo pesó sobre la mujer la más dolorosa, la más terrible de las maldiciones: la opresión. Y era preciso que así sucediera pues el hombre, que se ha dado el pomposo título de “señor de todo lo creado”, no podía conformarse con subyugar a todas las demás especies vivientes; era preciso que subyugase también a la suya, que redujese un cincuenta por ciento de su raza a cero, y este cincuenta por ciento, por la razón de su fuerza, debían ser mujeres. El mismo hombre que hallará arbitrios para legar su pensamiento a la posteridad, atribuyendo en todas las tradiciones de los pueblos un origen inferior  para mujer, o procedente del suyo”.
Hija de estadunidense y mexicana, la taxqueña será precursora del feminismo y de la lucha por el sufragio universal. Lo hará organizando a las mujeres y a través de su revista Violetas de Anáhuac, la primera publicación mexicana confeccionada exclusivamente por mujeres. Laureana, como pedía le llamaran, simplemente, epiloga su texto referido con estas palabras:
“Lo repetimos: sólo hallándose la mujer a la misma altura que el hombre en conocimientos podrá levantar su voz, hasta hoy desautorizada, diciéndole: ‘Te reclamo mi reivindicación social y civil; te reclamo mis derechos naturales para poder cuidar de mí misma y de mis principales deberes que son los de la familia, de cuya educación, dirigida por mí, dependen la sólida cultura de las generaciones futuras. Conozco el lugar que debo ocupar; yo no soy la esclava sino la conductora de la humanidad’”.
Sólo para varones
Fue en el siglo XVII cuando se creó en Acapulco lo que sería la primera escuela de enseñanza elemental. La establecen en su propio convento los recién llegados misioneros franciscanos, atrás de la parroquia de la Virgen de la Soledad, donde más tarde se levantará el Palacio Municipal, Convento de San Francisco cuyo último uso, el de hospital, se lo dará dos siglos más tarde el jefe Morelos. Los frailes franciscanos procuraron la doctrina católica para los muchos niños del puerto y es casi seguro que les hayan dado luces sobre el alfabeto. Aunque quien sabe porque “no eran niños de razón”.
El censo de población levantado en Acapulco en 1777, a cargo de don Juan Josef  Solórzano, revela aquí una abigarrada composición social basada en etnias y extranjerías. Mujeres y niños españoles no los había, si soldados en la fortaleza de San Diego esperando a piratas que nunca llegaron. Los dignatarios españoles atendían los asuntos de la Corona desde poblaciones vecinas. El puerto les resultaba inhabitable por causa del calor, las miasmas, los murciélagos y los terremotos, entre otras amenazas constantes.
El censo citado, quizás el primero de Acapulco desde su fundación, arrojará un total de 2 mil 565 habitantes integrados en  605 familias. Mestizos, indígenas, chinos (¿filipinos?), negros, mulatos y lobos (nacidos de india con negro). El universo  infantil era de 803 menores –433 niños y   370 niñas–  y por los números y las lenguas es difícil pensar que todos hayan sido atendidos  por los franciscanos.
Siglo XIX
Un brinco espectacular nos lleva al levantamiento armado de Porfirio Díaz contra el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. Memorable para los niños porque aquí se cierra la única escuela de gobierno, eso sí, exclusiva para varones. Recuerda Rubén H. Luz que la omisión gubernamental en materia educativa fue suplida por particulares. Don  Daniel H. Luz y don Antonio Martínez, por ejemplo, instalaron en sus domicilios escuelitas para enseñar el abecé. Notables las acapulqueñas que hicieron lo propio durante la mitad del siglo XX.
Recrea el autor de Recuerdos de Acapulco aquellos días de escuela. Las calificaciones, por ejemplo, iban del 0 al 4: mala (0) regular (1), buena (2) muy buena (3) y excelente (4).  Ora que en materia de castigos las cosas no eran menos drásticas. El “flojo” se quedaba de guardia en la puerta del plantel y sólo entraba al salón hasta después del recreo. El díscolo o relajiento recibía una buena ración de azotes en la espalda con varas de zazanil o bien tres palmetazos en las manos extendidas  (palmeta: trozo de madera con forma palmeada). La exhibición del alumno en una ventana a la calle luciendo orejas de burro de cartón, era un castigo menor. Cruel: hincarlo  con las rodillas descubiertas sobre arena gruesa. (El fruto maduro del zazanil, además de sabroso, pegaba mejor que hoy todos los resistoles juntos).
Siglo XX
El nuevo siglo XX, con don Porfirio en plena borrachera centenaria, encuentra un Acapulco cubriendo apenas sus necesidades educativas. A la escuela para varones con el nombre de Miguel Hidalgo y Costilla se ha sumado a regañadientes una “escuela para niñas”. Ambas se localizan en la calle México (hoy, 5 de Mayo) esquina con el callejón de El Mesón (hoy Mina). Pero entonces “vino el remolino y las alevantó”. Irrumpe en efecto la lucha armada y lo primero que hace uno de los alzados es desalojar ambas instituciones educativas. Las habilitan como cuarteles militares y caballerizas. Pero no todo terminará allí, la paranoia del atoyaquense general Silvestre Mariscal irá mucho más lejos.
El gobernador del estado con asiento en Acapulco decreta, “nomás por sus tompiates azules”, dijo, la militarización de la escuela Miguel Hidalgo. Uniforma al alumnado con el color caqui castrense e incluso lo dota con rifles de madera. Los chamacos aprenden con ellos a marchar y los más chiquillos hasta los disparan apuntando y ¡puuum! La indisciplina se castiga con plantones “con dos fusiles en posición terciada”, hasta por dos horas. No faltan los sablazos en la espalda, estos con el espadín de Mariscal, según lo recuerda el periodista Jorge Joseph Piedra,  alcalde de Acapulco en 1960.
Finalmente, la escuela Miguel Hidalgo encontrará acomodo en una casona localizada en la esquina de los callejones de El Brinco y El Mesón (hoy, Galeana y Mina), prestada generosamente por don Simón Chamón Funes, un personaje icónico del puerto. La escuela para niñas, por su lado, encontrará albergue en una casa de la calle Progreso, cerca del Pozo de la Nación. Dirigida la primera por el maestro Miguel Carrillo Robredo y la segunda por la maestra Hipólita Orendáin, más tarde directora del Colegio Guadalupano.
La escuela “Real”
Todas las escuelas oficiales de México estarán sometidas, incluso durante los primeros 40 años del siglo XX, a la atávica denominación de “Real” con la que se exaltaban las bondades de la Corona española. Concitaban desde luego el agradecimiento de los súbditos ultramarinos para la bienhechora monarquía absolutista. Nadie nunca notó la contradicción que significaba la denominación de “Real”, por ejemplo, para la escuela Revolución del Sur, de San Jerónimo ¡de Juárez!, la de este escribano
La Altamirano
De acuerdo con el testimonio del cronista  Enrique Díaz Clavel, la profesora Felícitas Victoria Jiménez Silva –espigada, pequeña,  muy blanca– egresada a los 18 años de la Escuela Normal de Tixtla, su tierra natal, cumple aquí su primer contrato laboral. Llega al puerto en 1905 acompañada por su mamá Benigna y su hermana Gregoria. Viene recomendada ampliamente para hacerse cargo del colegio confesional Guadalupano, sostenido por el párroco Leopoldo Díaz Escudero. Está dedicado a las niñas de la colonia española, sin posibilidad de que se les colara ninguna negritilla porteña.
La tixtleca, sin embargo, no estará de acuerdo en tal actitud sectaria, discriminadora; tampoco en la intromisión del patronato escolar en sus cátedras, particularmente en la de biología. Rechaza también que se cante el “somos cristianos, somos guadalupanos” con la música de la Marcha Real Española y en general que se dedique más tiempo a las cantos religiosos que a la lectura. Toma  entonces la decisión de renunciar, pero antes gestionará una escuela oficial para niñas. Lo hace ante el gobernador del estado, Manuel Guillén, con quien coincide con ella en el nombre de la nueva institución: Ignacio Manuel Altamirano. Nace como regalo de Reyes el 6 de enero de 1906.
Un primer escollo será conseguir el número necesario de maestras mujeres. ¿Profesores? ¡Ni Dios lo mande, son unos arrechos! El problema será superado mediante la habilitación de educadoras particulares que lograrán, finalmente, bajo la dirección de Chita, sacar una excelente primaria. Ellas: Amelia Alarcón, Ambrosia Bocha Tabares, María de la Cruz Martínez, Aurora Apresa y Ernestina Tina Clark. Ora que las propias aulas de la Altamirano serán formadoras de mujeres con vocación docente: Rosaura Chagua Liquidano, Paula Velarde, Andrea Olivar,  Emilia Lobato y Francisca Pachita Merel.
Cuando todo Acapulco la empiece a llamar simple y cariñosamente “profesora Chita” o simplemente “Chita Jiménez”, la educadora venida de Tixtla tendrá que olvidarse que alguna vez fue Felicitas Victoria Jiménez Silva. El agradecimiento para ella por parte de los acapulqueños será sincero y amoroso. Particularmente de las acapulqueñas que recibieron, además de la instrucción elemental, la enseñanza de su mágico bordado a mano. Allí estaban: Concepción Batani, Cristina Atim, Claudia Castillo, Olga Martínez, Guadalupe y Juana Mallani.
Acierto de Chita Jiménez será sin duda entregar la dirección de la Altamirano a la profesora chilpancingueña Carolina Vélez viuda de Leyva. Una dama gentil y circunspecta que hará de la institución  ejemplo nacional de aprovechamiento y disciplina. 
La blusa azul
El mayor número de acapulqueñas nacidas en el siglo XX vestirán en su tiempo la falda y chaleco azul con la blusa blanca del  uniforme de la IMA, creado precisamente por Chita Jiménez. De tantas y tantas que lo vistieron orgullosas aquí sólo algunas de las primeras: Elisa Batani, Victoria Sabah, Gloria Gómez Merckley, Hortensia Guerrero Polanco, Alicia del Río Quevedo, Leonor del Río Quevedo, Candelaria de la Cruz Gómez, Raquel Fox Leyva, Irma Flores Flores, Margarita Ruiz Acevedo, Leticia Salgado Román, Divina Zárate Vázquez, Ernestina  Rosas Romero, Amalia Hernández Arroyo, Julia Ávila Díaz, Filomena Karam, Amparo Añorve, María Luisa Rosas, Cristina Rodríguez, María Elena Gómez, Hilda Pedroza Villicaña, María de Jesús Estrada, Guadalupe Zamora, Guadalupe Sánchez, Gloria Negrete, Crisantema Barrientos Campos, Elia Muñoz Abarca, María Inés del Valle Garzón, Ernestina Galeana Valeriano, Aurora Quevedo Pérez, Carolina Arteaga Tapia, Indalecia Lobato Giles, María de la Luz Lobato García, Juana Grado Castañeda, Francisca Cortes Cruz, Noemí Liquidano Ramírez, Sara Sánchez Guerrero, Thelma Flores, Estela Roque Caro, María Enríquez Castellanos, Carmen Loranca Bello, Guadalupe Talavera Martínez, Zaida Vielma Heras, María Luisa Román Genchi.
Lilia Hernández Arroyo, Emma Hernández,  Magdalena García Vinalay, Carmen Salgado Román, Carmen Maganda, Carmen Sosa, Carmen Valeriano, Gisela Jiménez, Sofía Pérez, Alicia Pérez Salinas, Graciela Blanco Miranda, Elvira Hernández Pingos, Ana María Arzeta, Aurora y Gloria Jiménez, sobrinas ambas de Chita.