23 marzo,2021 4:56 am

Algunas pataditas bajo la mesa

Federico Vite

(Segunda parte)

 

En Iluminaciones y fulgor nocturno (Traducción de Ana María Moix y Ana Becciu. España, Seix Barral, 2017, 284 páginas), de Carson McCullers, puede notarse una constante que muchos de las personas que se interesan por la literatura indagan, casi siempre con la misma conclusión: se necesita algo más que el factor literario para ingresar a la República de las Letras. No es agradable que un medio laboral, como el referido, sea un nicho exclusivo, aunque a ratos parezca inalcanzable; para llegar a él se deben superar diversos obstáculos que casi siempre se esquivan con la gracia de una recomendación. Por ejemplo, Alfaguara o Tusquets sólo aceptan material por dos vías: mediante un agente literario o por la recomendación de un autor de casa. ¿Por qué? Porque a ellos no les interesa “buscar” talento. Tampoco les interesa mantener encendida la llama de la literatura; engrosan su camada de escritores de una manera que enaltece la endogamia. Hablo otra vez de esa sociología de lo literario que, por supuesto, ya he comentado en este espacio. Pero volviendo a nuestro asunto con McCullers, refiero la demanda de Greer Johnson. Ella trabajó con ese tipo en la adaptación teatral de A member of the wedding (titulada en castellano Frankie y la boda). Exigía cincuenta mil dólares porque afirmaba que Carson McCullers no había escrito esa adaptación. “Se celebró el juicio en el cual Tennessee y yo nos presentamos y juramos que yo había escrito Frankie y la boda en su casa de Nantucket. Gané el juicio, naturalmente. Nunca más tuvimos que litigar por ningún otro asunto”. El pleito, en realidad, fue que Carson, por la insistencia de Tennessee Williams, hizo una adaptación teatral de su novela con la asesoría de Greer. El resultado de ese trabajo fue un exitazo en Broadway. A la postre, me temo, más afortunado que la novela misma. Así que ese éxito en taquilla y crítica teatral llamó a los chacales como Greer Johnson, un rapaz que intentó quitarle una obra a Carson para desprestigiarla porque no era de la tribu. Una chica del sur de Estados Unidos no era bienvenida en la meca del teatro. Eso parece decirnos esencialmente el juicio que llevó con acierto Floria Lasky.

Pero en cuanto a lo valioso, ¿qué pensaba Carson de los escritores contemporáneos? “Thomas Wolfe es otro autor que amo, entre otras cosas, por su maravilloso gusto cuando describe las comidas. Le sigue Dostoievski, posiblemente una de las más fuertes influencias en mi vida de lectora; Tolstoi, claro, está en la cima. Esta semana he releído Dubliners (Dublineses, de James Joyce). Es como un milagro que semejante espasmo de poseía pudiera surgir de las calles mugrientas de Dublín de aquel entonces. A portrait of the artist as a young man (Retrato del artista adolescente), lo leo casi todos los años. Ulysses es más duro y no pertenece a la clase de libros que me gustan, aunque haya influido en tantos escritores. Finnegans wake está fuera de mi alcance y sólo disfruto con la parte de Anna Livia Plurabelle por su ritmo y su poesía extraña”.

McCullers pone sobre la misma balanza a Wolfe y a Dostoievski, me parece una exageración, pero es lo que hay. También leo, y con azoro, que ella fue fiel devota del divino Joyce. Carson no se adentra en precisiones técnicas. No es el momento ni el lugar para disertar al respecto, pero es importante señalar que lo bocetado en Iluminaciones es profundamente honesto. Así que todo lo contenido ahí lo considero valioso. A ella le pesaba mucho que Joyce hubiera padecido tanto por el dinero, pero al final de su vida tuvo un poco del reconocimiento que merecía. Al hablar de Joyce, McCullers suelta una retahíla de aseveraciones interesantes: “En París, Sylvia Beach publicó a Joyce y atenuó las dificultades de su vida. Él y sus hijos pudieron vivir con comodidad. Ojalá pudiera decir lo mismo de otro escritor, que es un escritor menor pero a quien quiero mucho. Scott Fitzgerald, siempre endeudado con su agente, con una esposa loca confinada en manicomios. Scott, extravagante, encantador, travieso e imposible. Se acrecentó su genio y escribió Tender is the night sumido en una situación psicológica realmente atroz”. Me detengo en esta parte. Carson quiere a Scott y afirma que es un escritor menor. Fitzgerald ya había escrito This side of Paradise (1920), The beautiful and damned (1922), The great Gatsby (1925), The diamond as big as the Ritz (1922), May Day (1922), The rich boy (1926). Y otros tantos títulos. Obviamente comprendo que si uno se mide contra Joyce siempre será un escritor menor. Pero me abruma que alguien con la sensibilidad de Carson diga lo que a todas luces me parece una apreciación afectada. No puede decirse que un autor como Fitzgerald es menor si consideras talentoso a Wolfe, Tennessee Williams, Eudora Welty o Flannery O’Connor. Probablemente estamos ante una de esas mecánicas naturales de la República de las Letras que consiste en buscar la manera de olvidar rápidamente el talento de los contemporáneos. ¿Para qué? Obviamente para tomar el lugar del olvidado.

Recordemos que durante diversas estancias de Iluminaciones, Carson se asume como una lectora voraz. Leyó todo lo que le llegaba a la mano. Por tanto, sus opiniones no son las de una aficionada. Leía como escritora. Así que los signado en el diario es profundamente honesto. No se busca un efecto, como ocurre con alguna campaña publicitaria; tampoco, me parece, estamos ante la maledicencia de una colega. Es una delación. La opinión que tiene de Fitzgerald está enrarecida por algo más allá de la lectura de la obra. Es más, la obra ni siquiera aparece en esas líneas.

“He estado leyendo a Papa Hemingway. Paso de un libro a otro. La estructura de los problemas psicológicos de Hemingway era ciertamente complicada, pero A. E. Hotchner hace un análisis muy lúcido. No soy admiradora de Hemingway, pero por primera vez lo percibo como un hombre, como una persona viva y que sufre. Esencialmente fue alegre, amante de diversiones, generoso y un amigo muy querido por todos”.

Papa Hemingway (1955), de A. E. Hotchner, es una investigación rigurosa sobre la vida de un narrador tan apasionante como Hemingway. Carson no menciona una sola novela de Ernest; mucho menos un libro de cuentos, donde su habilidad es innegable. ¿Por qué no le interesó el trabajo de un escritor solvente?

Noto en Carson el lugar común de los autores que tienen la fortuna de colocar uno de sus títulos en una buena editorial y reciben el respaldo de los críticos; es decir, se comporta como la gente ya instalada en la República de las Letras. Desde ahí opina. No habla de libros ni de cauces narrativos sino de gente, de personas famosas. No estamos ante una crítica literaria sino ante una confesión que hinca el diente en la sociología de lo literario. Y de eso, créanme, está llena la República de las Letras. ¿Hay tan poco literatura en la República de las Letras que es más importante hablar de la gente? Veo en este hecho un mecanismo bien afinado, y esto habla de un sistema bien estructurado, en el que los autores se ven impelidos a nulificar al otro de una manera sui generis: no hablan de la obra sino del autor. Se habla bien o mal de la gente, pero no de la obra. Nunca de la obra. Tal vez porque valorar un libro implica mayor esfuerzo y peor aún si uno dice que el libro de alguien que no es del clan es bueno. Eso sí resulta peligroso para la endogamia literaria.