14 marzo,2024 4:32 am

Ayotzinapa, la gran espera

 

Humberto Musacchio

Pasa el tiempo y cada vez se complica más el caso de los 43. La Normal de Ayotzinapa hierve de indignación ante la ineptitud de las autoridades, incapaces de franquear el muro verde que permita conocer el destino de los muchachos secuestrados hace casi diez años.
Lo ocurrido hace una semana en el Palacio Nacional es una señal de lo que puede venir. No es cualquier cosa derribar una puerta, así sea lateral, del recinto más vigilado de la República, algo de lo que informaron profusamente los medios de comunicación, los que, por cierto, omitieron otro hecho que muestra la rabia de los normalistas.
Los muchachos colgaron de la fachada de Palacio una manta de 30 metros de largo que decía: “Exigimos diálogo con el Presidente”, luego de lo cual aparecía una tortuga y después, “+43Ayotzinapa+43”, lo que, suponemos, señala la lentitud y tortuguismo de la investigación, la que en septiembre cumplirá diez años de tejer una cadena de mentiras, medias verdades, ocultamientos y más de una farsa para desviar la atención de la ciudadanía.
Por supuesto, no hubo el diálogo que exigen tanto los muchachos como las circunstancias, hecho notable en un sexenio donde abunda el palabrerío desde el poder, un poder que por lo visto no puede, si se permite el contrasentido. Para que pueda producirse el encuentro del gobierno con los agraviados, se pone como condición que en él no estén los abogados ni los asesores de los jóvenes. Hasta eso se les condiciona y se les niega.
Para una comunidad agraviada, como la de Ayotzinapa, resulta toda una ofensa que se use a un grupo de padres de los desaparecidos, muy dispuestos a ser usados por la autoridad, para mostrar como intransigentes a quienes exigen resultados, unos resultados que muy probablemente no conoceremos en este año.
Más canallesco es que horas después se asesine a otro de los normalistas, en Chilpancingo, por policías criminales, lo que no parece casual, sino que puede interpretarse como desquite de la autoridad por lo ocurrido en Palacio. La airada reacción de los estudiantes, vehículos quemados y la sede de la Procuraduría con daños materiales, es apenas una probadita de lo que puede ocurrir en gran escala en un país donde los narcos dominan extensas zonas del territorio nacional, asesinan impunemente, violan, torturan y extorsionan a taxistas y comerciantes sin que la autoridad tome nota de lo que ocurre, pues todos los días nos pinta un México idílico.
La inconstitucional oferta de “abrazos, no balazos” a los delincuentes es una afrenta para una sociedad en la que cada día crece la montaña de cadáveres. Otra cara de nuestra realidad es que aumenta el número de pobres, mientras crecen las fortunas de los sectores opulentos, y cuando se profundiza la desigualdad el resultado tiene un carácter violento, especialmente si el orden legal no vale ni el papel en que está escrito.
La matanza de candidatos a diversos cargos debería ser una señal de alarma para las autoridades, como lo es para la ciudadanía. Pero en el sueño morenista vivimos en un orden plausible y somos una sociedad feliz, feliz, feliz, aunque las instituciones estén reduciendo su papel al de meros espantajos, o a nada, como lo viene haciendo el Ejecutivo con la complicidad del Poder Legislativo y ambos en guerra abierta contra el Poder Judicial, que si bien dista de ser perfecto, lo que requiere es una firme labor punitiva contra los malos elementos, no su desaparición, como lo quiere el tlatoani.
Cuando el viejo orden ya no funciona y las mayorías no ven el nacimiento de uno nuevo, firme, eficiente y con soluciones, hay que andarse con cuidado. Porfirio Díaz cayó, pero Madero lanzó al viejo ejército contra el zapatismo, ese viejo ejercito que lo derrocó y de nuevo puso al país en guerra civil, hasta el triunfo del constitucionalismo y la posterior guerra de facciones en la cual se impusieron los generales sonorenses.
Algo semejante ocurrió durante la revolución francesa o la rusa. Cae el viejo orden, pero el establecimiento de uno nuevo y aceptable para las mayorías es producto de un proceso complejo y en muchos casos intensamente salpicado de sangre. Ese precisamente es el panorama del México de hoy, pero sólo los estadistas advierten tales riesgos.