30 diciembre,2022 5:12 am

Carta al fin de año

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

(Segunda de dos partes)

Alan Valdez

Te voy a contar de la vez que era 31 de diciembre y el camión se descompuso en un lugar en medio de la nada entre Jiménez y Chihuahua.
Pensaba que llegaría, aunque barrido para el festejo, a lo mucho, a las 10:30 de la noche, pero ese inconveniente de la banda del alternador, imposible de conseguir a esa hora, en ese preciso día, en ese lugar que Dios seguramente después de crear el mundo ni siquiera volvió a mirar, aniquiló por completo mis planes de estar en una mesa con mantel floreado y cubiertos decentes, y de reírse de las mismas historias, las de siempre, pero de las que uno se ríe de todas formas, aunque ya se las sepa de memoria, porque la risa en ese momento es más bien un acto de amor y no un síntoma de la comedia, y de abrazar a los amigos medio ebrios con la ropa deliberadamente lustrosa y lo que le sigue.
Resignado a una oscuridad de carretera, a veces sólo interrumpida por algún tráiler con dirección a quién sabe qué lugar de la frontera, esa coreografía del brindis, de las uvas y los propósitos excesivamente entusiastas, iba a ser apenas una imagen que tendría que repetir en mi cabeza mientras mantenía la frente pegada a la ventana del asiento número 20.
A las 11 de la noche, algunos pasajeros empezaron a preguntar si alguien tenía algo de beber en su equipaje. Nos juntamos afuera del autobús a compartir el hallazgo. Había algo de brandy que el chofer sacó del compartimento donde descansan todos los choferes al intercalar turno con sus compañeros. Una pachita llena de un tequila rasposo como lija para metal que un señor que iba con su esposa y sus dos niñas ofreció, y una botella de Coca-Cola de dos litros con un líquido que al olerlo quemaba la nariz, y obviamente la garganta, y que nunca estuve seguro de quién la dispuso para los siete, a los que nos pareció buena idea esperar el año nuevo a un costado del camión, padeciendo el aire nada amable de las últimas horas de diciembre.
Ya después, cuando le conté a un amigo sobre el sabor de esa botella de plástico de dos litros, me dijo que seguramente había sido sotol. Y aunque posteriormente ya probé el sotol en condiciones menos improvisadas, aquel brebaje tenía algo particular. Quizá podría decir que el ardor que provocaba ese líquido era semejante a aguantarse las ganas de llorar afuera de un hospital. Pero, honestamente, te lo digo, nunca voy a estar seguro.
Pero, mira, te sigo contando, la corona del vicio fueron dos cajetillas de cigarros Camel blancos que un señor que venía de Saltillo decidió, después del tercer trago a la botella de Coca, confesar y compartir a cambio de tomarse él solo, el resto del Don Pedro. Nadie reparó en el trato. Sonaba, de hecho, sorpresivamente justo para ese lugar donde seguramente la única ley era la alquimia del hambre, la hemorragia de la sed y la ininterrumpida ambición de ir a cualquier parte que tiene una noria.
Como lo demandaba el tabaquismo, llegó el fuego mínimo pero asertivo de un encendedor Bic, y una nube de humo de alquitrán nos fue regalada como testimonio de lo lejos que estábamos de nuestro destino, o más bien, de que el tiempo, cuando uno está en pausa indeterminada a los costados de las carreteras, tiene una prioridad distinta al tiempo de las ciudades. ¿Sabes cuál?, ese tiempo de oficina o de tráfico que a toda costa busca ir hacia adelante. Ahí, en ese paréntesis del mundo, más bien el tiempo era sólo otra piedra como todas las demás piedras, sin hacerle daño a nadie, logrando apenas una pequeña sombra que únicamente testificaba que la quietud es importante, quizá lo más importante. Pero qué te voy a decir yo sobre eso, si la cosa de los comienzos y los finales tú la inventaste.
El chofer predijo que quizá la corrida que salía a las 5 a. m. podría auxiliarnos. Y ahí ya el pronóstico no fue más que un hecho. Tendríamos que pasar toda la noche en el camión y buena parte de la mañana, a menos que agarráramos raite conforme comenzaran circular más autos animados por la primera luz de enero.
Hacía un frío jodido, los brebajes ayudaban, pero no lo suficiente como para ya olvidarse de las mañas del fuego. Nos dimos el abrazo. La felicitación fue insípida, pero no podía esperar nada más de ese grupo de desconocidos, con los cuales sólo compartía ese pedazo de mundo porque no había de otra. Aunque acabé reconciliándome con esa idea porque pensé que muchas de las relaciones que se entablan en esta vida están obligadas por el azar y sus sinónimos.
Un pasajero que llevaba destino a Ciudad Juárez me ofreció uno de los últimos cigarros, a cambio de escuchar la historia sobre lo miserablemente pagado que era el trabajo en su ciudad, y cómo después de pensarlo mucho y prometerle a su esposa que regresaría al cabo de juntar un buen dinero, se iría a buscar jale en algún lugar perdido de Arizona. Mencionó el nombre de varios conocidos que llevaban años trabajando por aquellos lares, ya hasta habían mandado suficiente feria para construir una buena casa, con azulejo y todo. Sólo le daba miedo que no pudiera regresarse tan pronto como deseaba, o que lo regresaran antes de que pudiera guardar los dólares necesarios para cuidar bien de su familia.
Le pregunté la razón de viajar en pleno 31 de diciembre, y su respuesta hasta ahora me parece sobremanera razonable. Dijo: pues todo el mundo descansa para año nuevo, ¿qué no? Hasta la migra. Ojalá Manuel sí haya llegado con bien a Arizona, que sí haya logrado buena feria, y que tenga esa casa de dos pisos, con un patio grande, lo suficientemente grande para sembrar un mango, para colgar dos hamacas, una para él y otra para su esposa, y para que los niños jueguen hasta que el lodo les deje bien tapizadas las piernas.
Ya en los tragos finales de la pachita me preguntó cuáles eran mis deseos de año nuevo. No recuerdo qué le habré contestado, seguramente alguna vil invención repentina, porque en ese momento tenía 20 años, y si ahora con bastante trabajo tengo una frágil idea de lo que voy a hacer, dudo mucho de que supiera en ese momento qué pensaba hacer por los siguientes doce meses.
Por ahí de las 2 y media de la mañana, ya con el sueño haciendo de las suyas, miraba desde mi asiento el anuncio luminoso que señalaba si el baño estaba libre o no. Era una luz verde. Y después miré el reloj que tenía la hora muy adelantada, o mejor dicho, tenía la hora de un lugar donde la gente habla un idioma que seguramente tiene una palabra que significa: es la madrugada del primero de enero, estoy en un camión varado en medio de quién sabe dónde, pero nada me preocupa, la prisa no siempre es necesaria.
Antes de quedar completamente dormido, recuerdo muy bien que desde la cabina del chofer llegaba un acordeón y un contrabajo y una voz que decía, Hasta el sueño se me quita aunque esté bien desvelado /Aunque esté bien desvelado, y fue que me llegó también una imagen del verano, y de mis tíos en la labor con las uñas llenas de tierra, y de mi madre peinando el infinito cabello de mi abuela Cirila, y de tomar café soluble en tazas de peltre, y sobre todo, pensaba en eso de sentir que cumplir años es sólo un pretexto para llenarse de pastel la cara y de no saber limpiarse bien los mocos. Y luego, sin más Quisiera estar a tu lado, para vivir más contento / Para vivir más contento.
Llegué a Chihuahua el primero de enero, más de 12 horas después de lo esperado. Me preguntaron lo sucedido con más detalles, porque sólo había mandado unos tres o cuatro mensajes desde en medio de la nada con bastante dificultad. La única forma de tener señal, era irse a una pequeña lomita obedeciendo el capricho de mi teléfono, al que muy apenas le daban ganas de mandar noticias mías. Platiqué sobre las bebidas, pero no le conté a nadie sobre Manuel. Jamás volví a ver a ninguno de los pasajeros, pero recuerdo esa pausa con ellos como si de amigos de siempre se tratara.
Hoy, a un día de que termines, me pongo a pensar en qué le diría a Manuel si me volviera a preguntar sobre mis deseos de año nuevo. Sé que hay cosas que deseo hacer, sé que hay cosas que deseo tener, sé que deseo. Pero en el fondo quisiera no desear nada, y simplemente estar atendiendo el pulso de la vida como venga y que las cosas ocurran sin esperar nada a cambio. Una especie de libertad porque al sentir que ya todo está completo, no buscas exigirle a la vida ser más de lo que ya es. Y admito que suena muy próximo al conformismo, pero en realidad, pienso que esta postura es una pequeña afrenta contra la ansiedad y las demandas del mundo, que implican siempre estar mirando hacia afuera y sentir que algo nos hace falta, que estamos incompletos, que necesitamos más, que no somos en tanto que no tengamos esto o aquello. Sin embargo, reconozco que esto es una irremediable ficción, y que además es contradictoria, porque es en sí mismo esa ambición de la ausencia de deseo, un deseo. Siempre te sales con la tuya, ¿verdad?
Pero no me importa mucho la contradicción, como te dije, acepto que esa es una condición de vivir. Entonces, siendo conciliador, ¿qué puedo hacer? Intentar, en medida de mis posibilidades y como lo disponga el clima, preocuparme por las cosas que puedo cambiar directamente y reconocer que los milagros existen, dependiendo de quién los narra.
Te debo agradecer mucho, muchísimo por la creatividad. Pero qué habilidad para joder, para hacer que las cosas sean más interesantes, para demostrar que todo tiene que moverse, porque de otra forma, esa pasividad tan anhelada es en cierto sentido una sentencia de muerte. El cambio, aunque no nos guste, es necesario para sabernos vivos.
Por supuesto que yo no soy ninguna autoridad sobre cómo vivir. En realidad, entiendo muy mal eso de ir cumpliendo años. Pero como ustedes me están leyendo por alguna razón, espero que no en contra de su voluntad, estas son las cosas que me incitan a mirar por la ventana, a poner cara de preocupación como esa que pone uno cuando no se sabe bien si se apagó la estufa o no, y pensar que al menos por lo que duran estas palabras, el tiempo sólo es una broma de mal gusto.

P. D. Feliz año nuevo, o lo que sea que implique, para cada uno de ustedes, saberse realmente vivo, por esta hora, en este día, que es siempre el último, pero también, siempre, siempre el primero.
El Alan.