25 abril,2018 6:20 am

Crisis renacentista y literatura / 9

POZOLE VERDE
José Gómez Sandoval
 
Monjas y hermitaños impenitentes
Terminemos, para empezar, con el caso de la vida en los conventos en el Quijote: mientras el Triste Hidalgo de la Mancha  y Sancho platican con la “caterva de dueñas” que servían en el palacio ducal, la Dolorida exclama: “que mal haya la bellaca que en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a dueña”. Una más: platicando con Sancho-gobernador, el maestresala de la Ínsula Barataria sugiere “que vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo”.
Cuando, tras salir de la cueva de Montesinos, un personaje del que no quiero acordarme sugiere que cerca de ahí está la casa de un ermitaño, asistimos a este diálogo entre don Quijote y Sancho: “¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño?, -preguntó Sancho-. “Pocos ermitaños están sin ellas –respondió don Quijote- porque no son los que ahora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquellos no lo digo de aquestos; sino que quiero decir que al rigor y estrechez de entonces no llegan las penitencias de los de ahora”. Y enseguida, de acuerdo al mencionado recurso cervantino de poner, criticar o, de a tiro, satirizar, para enseguida retroceder un paso y cubrir su verdadera intención, aclara don Quijote: “Pero no por eso dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos no los juzgo; y cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno, que el público pecador”.
 
“Cosa mala y de otro mundo”
En la segunda parte del Quijote prosiguen las alusiones a las procesiones y a las peregrinaciones religiosas. Destaca el capítulo en que el Quijote se topa con los encamisados que transportan un cadáver en una litera, a los que el Quijote pide explicaciones. Como no se las dan, arremete contra ellos, de hecho “los apaleó a todos”; cuando las cosas se aclaran, dice don Quijote que “el daño estuvo… en venir como veníais, de noche, vestidos de aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente parecíais cosa mala y de otro mundo; y así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos; y os acometiese, aunque verdaderamente supiese que erais los mismos sataneces del infierno, que por tales os juzgué y os tuve por siempre”.
Cada que puede, Cervantes subraya la opulencia con que viajaban los clérigos. A los benedictinos el Quijote los ve viajando en mulas que le parecen dromedarios, con quitasoles, mozos y opíparos antojos para el camino. En el caso de los encamisados, Sancho “hizo costal de su gabán” para meter las provisiones que aquellos llevaban sobre “una acémila de repuesto”.
 
Los disciplinantes
No faltan en el Quijote los disciplinantes, forma de penitencia que predominó en Europa durante la Edad Media y que en España se prolongó hasta finales del siglo XVIII, aunque en Taxco, México, en pleno siglo XXI, perdure esta práctica inhumana, enajenante y cruel. Los penitentes iban a una ermita y, “don Quijote, que vio los extraños trajes de los disciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los debía de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura y que a él solo tocaba, como caballero andante, el acometerla”… Sancho explica que es “la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla” la que llevan en la procesión, pero don Quijote exige que “al punto dejéis libre a esta hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado la habéis hecho”, haciendo reír hasta a los disciplinantes. La risa encoleriza a don Quijote, que arremete contra ellos, quienes terminan golpeándolo y caer al suelo.
 
En el siglo XXI como en la Edad Media
Hay más en el librote de Cervantes Saavedra sobre reliquias, supersticiones, confesiones, milagros y culto a los santos. Según Johan Huizinga, a fines del siglo XIII, muerto santo Tomás de Aquino, los monjes de Forsanova, “ante el temor de que desapareciesen las reliquias del santo, confitaron literalmente su cabeza, le decapitaron, y la cocieron. Durante el tiempo que estuvo expuesto el cadáver de santa Isabel de Turingia, hasta que lo enterraron, un tropel de devotas cortó y arrancó, no sólo trozos de los paños en que estaba envuelto su rostro, sino también los pelos y las uñas, e incluso trozos de las orejas y de los pezones”. En una fiesta solemne, Carlos VI distribuyó costillas de su antepasado San Luis Pierre d´Ailly y sus primos Berry y Borgoña, y dio a los prelados una pierna para que se la repartieran, como lo hicieron después de la comida”.
En los siglos XVI y XVII regían la superstición, la creencia en las artes diabólicas y los agüeros. Se creían en apariciones del demonio, se predecía el porvenir en las líneas de la mano y en las llamas de lumbre, se echaban las cartas (costumbre morisca), se acudía a curanderos en caso de enfermedad o por filtros amorosos. Se temía al mal de ojo y el martes era “día aciago”. Un panorama demasiado parecido al de nuestros días.
 
Albedrío libre de hechizos
En uno de los galeotes que liberó don Quijote estaba un anciano condenado a cuatro años en galeras, por alcahuete. En su cuello llevaba un collar de hechicero. Don Quijote lo absuelve del cargo de alcahuete, pues “no merecía él ir a boga en las galeras, sino a mandarlas y a ser general de ellas”. Y explica: “sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero, aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay fuerza ni encanto que lo fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples, y algunos embusteros bellacos, es algunas mixturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad”.
 
Los milagros
Si para Erasmo hacer milagros “es antiguo, pasado de moda”, don Quijote no se queda atrás. Cuando el astuto Basilio finge suicidarse, en el pasaje conocido como las bodas de Camacho, y en trance de muerte pide a Quiteria que sea su esposa y no de Camacho, “el cura oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación (de matarse). Basilio, “herido” y tenaz, replicó que no se confesaría si antes Quiteria no le daba la mano de esposa. Y “en oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y además muy hacedera”.
Cervantes sigue mostrando escepticismo por los milagros cuando, tras fingir su muerte con tal de arrebatarle al rico Camacho a su amada Quiteria, Basilio se levanta, “quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos de ellos más simples que curiosos, en altas voces comenzaron a decir: “¡Milagro!, ¡Milagro!”. Entonces Basilio replicó: “¡No milagro, milagro sino industria, industria!”… Y enseñó el “cañón hueco de hierro” y la sangre con que se ayudó a fingir su muerte a propia mano.
 
Otra ironía sobre santos  
Al salir del castillo de los duques, don Quijote y Sancho encuentran a unos labradores que descansaban junto a unas imágenes que conducían a su aldea. Informado que se trata de San Jorge, San Martín, Santiago y San Pablo, el caballero de la Mancha no deja de destacar a su zumbón modo las virtudes caballerescas de cada uno. Cuando aparece la efigie de San Martín, don Quijote comenta con donaire la actitud en que parte su capa con el pobre: “este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y sin duda debía ser entonces invierno, que si no él se la diera toda, según eran de caritativo”.
“-No debió ser eso –dijo Sancho- sino que debió atenerse al refrán que dice que para dar y tener, seso es menester”, lo que hizo reír a don Quijote de buena gana.
Quizá cuando el Quijote alega que la diferencia entre él y los santos “es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano”, esté sugiriendo que la única virtud de los santos era la de rezar. En la contienda, San Pablo salé bien librado, por su predicación: es el único santo a pie, caído del caballo, a quien el Quijote no le pone el irónico “don”.
Osterc señala que a varios santos, incluyendo a Santiago (cuando el grito de guerra de los españoles era: “¡Santiago, y cierra España!”), Cervantes les confiere mañosamente el “don”, en su cauteloso y sagaz procedimiento literario. El estudioso yugoeslavo refifa el diálogo (ya citado) en que Sancho asegura que ha oído decir “que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes”, que termina con el Quijote reconociendo que hay muchos andantes, “pero pocos merecen nombre de caballeros”, para advertir que a medida que avanza el diálogo, autor va sustituyendo a los hombres ilustres del mundo pagano de la antigüedad por los caballeros andantes, como sinónimos de los mismos, para enmascarar su pensamiento y ampararse en ellos.
Hilando fino con intenciones truculescas de ser invisible tejió Cervantes Saavedra los ecos erasmistas de la época: “…y a estos santos –preguntaba el de Rotterdam-, ¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a la necedad? Entre tantos exvotos que veis por todas las paredes de ciertos templos y aun cubren las bóvedas, ¿habéis encontrado alguna vez el de alguien que se haya curado de la necedad y que haya adquirido siquiera un adarme de sabiduría?”.
 
Arzobispos y curas de aldea
Las cuentas que las dignidades arzobispales tuvieran con Miguel de Cervantes, las habrá de cobrar don Quijote o su fiel escudero. Don Quijote está en Sierra Morena haciendo romántica penitencia y Sancho lleva un mensaje a Dulcinea cuando se encuentra con el cura y el barbero. Les cuenta sus aventuras y “dijo también cómo su señor, en trayendo que le trajese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso se había puesto en camino a procurar cómo ser emperador, o por lo menos monarca, que así lo tenían concertado entre los dos, que era cosa muy fácil venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo”. Aquéllos “no quisieron cansarse en sacarlo del error en que estaba…; y así le dijeron que rogase a Dios por la salud de su señor; que cosa contingente y muy agible era venir con el discurso del tiempo a ser emperador, como él decía, o por lo menos arzobispo u otra dignidad equivalente. Sancho preguntó “qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos” y dijo el cura: “Suélenles dar algún beneficio simple o curado, o alguna sacristanía que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto”.
Una alusión socarrona, aunque vaga, al mero Santo Oficio de la Inquisición la suelta Sancho, según Osterc, mientras conversa con la duquesa en el jardín ducal: iluminado por antorchas donde empezó a oírse una música suave, que hizo decir a Sancho: “-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala”. “-Tampoco hay luces ni claridad –respondió la duquesa. A lo que replicó Sancho: –Luz da fuego y claridad las hogueras…” En esta frase, dice el minucioso Osterc, Cervantes emplea la palabra “claridad” en doble sentido: en el primer caso significa “la luz”, y en el segundo “el saber”, con lo cual insinuó que la cultura llevaba a los hombres a la hoguera… inquisitorial. Como prueba pone los términos con que Sancho termina: “…y bien podría ser que nos abrasasen… las hogueras”.
En la próxima pozolada asistiremos a la humillación que don Quijote y Sancho sufrieron a manos de vasallos del duque, y, si los inquisidores lectores permiten, empezaremos a ver cómo le fue a Cervantes con la nobleza o, quizá, cómo le fue a la nobleza con Cervantes.