4 noviembre,2023 4:56 am

Crónica de los días después

 

Aurelio Peláez

 

¿A dónde se van los pajaritos cuando hay un ciclón? Bajo las suelas de los zapatos crujen ramas. Crac, crac. Los árboles de mango, una decena de la calle Riscos, en Mozimba, están en el suelo. Y los que quedan, pelones. En mayo, en temporada, la calle está plagada de mangos aplastados. Un olor dulzón de fruta recién caída y de cientos en edad de pudrición, perfuman entonces el ambiente. Ahora los árboles están en el suelo, tapando la calle, entrelazados con postes de electricidad, de teléfonos, y láminas de aluminio que la madrugada del martes volaron como alfombras mágicas desprendidos de los techos. Es sábado a mediodía, cuatro días después del inicio del superdesmadre del huracán Otis, nombre de cantante de jazz, qué cosa. Una vecina me encuentra subiendo la empinada calle.
–¿Va a ver cómo quedó su departamento? Mejor regrésese, acá esta todo muy feo. Hace cuatro días que sin teléfono, sin internet, no sé nada de Acapulco.
En la subida, encuentro un solitario pájaro, en los restos de un mango. Está en el suelo, aplastado entre ramas y cablerío. Ser valiente sale caro.

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Veinticuatro horas después de que el presidente AMLO informó en su conferencia manañera que enviaría a la Guardia Nacional a poner orden en Acapulco, tras dos días de saqueo y rapiña en supermercados, tiendas de conveniencia y lo que se atravesara enfrente, en el Bulevar de Las Naciones no se habían enterado. Viajo de raid desde la Ciudad de México, antes, escala en Chilpancingo. La calle es un mosaico antropológico de lo que se llevó la gente, un día, dos días antes. Cajas vacías de aceites, champús, etc, en el suelo, aplastadas por el paso de los camiones, en los camellones. En un súpermercado algo queda. Un pelón cincuentón mete dos cajas en la cajuela de su auto, una sonrisa petrificada. Alcanzo a leer la de arriba: Flor de Caña (ron), y la de abajo tienen de imagen unas uvitas. Festín de alcohol. Allá mamá e hija empujan un pesado carrito metálico de demostraciones. A lo lejos, en los mercados alrededor del fraccionamiento Colosio, más familias dejando en pelotas lo que quedaba de un centro comercial. La camioneta camina entre tumbos –nos venimos por la caseta de Metlapil– donde la gente se organizó para saquear pero no para limpiar la calle. Árboles, postes, chatarra, estructuras de acero hechas chicharrón; condominios de ricos a lo lejos, descobijados de paredes. Vecinos de la Colosio, los de departamentos de interés social, en los bajos del llano donde los fraccionadores vendieron casas, se conduelen al observarlos de lejos: “pobres, lo que habrán sufrido”.

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El Sol después del mediodía del martes está de la fregada; la tierra que el fenómeno desplazó a las calles, a las zonas habitadas, aún está húmeda. Lodos que serán polvo. Polvo que con el tiempo, será el recuerdo de aquéllos ingratos lodos. A partir de la Base, bajando de la ya despejada avenida Escénica, trabajan en la limpieza empleados del gobierno de la Ciudad de México. Lo dicen sus overoles de trabajo, verdes: “CDMX”. Hay maquinaria para remover escombros, carros de volteo. Están de ahí hasta la zona de la Condesa. Se ve que sufren por el calor. El rostro colorado. Algunos se quitaron la parte de la camisa de este traje hecho para el frío del centro del país. Palas, picos, botellas de agua. Algunos ven con nostalgia o recelo –¡a poco el pinche mar hizo esto¡– hacia el mar. Quizá es la primera vez que ven el mar.

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¿A poco había tanto metal en el cielo? Es un decir. En toda la Costera hay estructuras de acero derribadas. Estructuras sólidas rotas como palillos. En cada esquina, montones de basura. Ya comienza a oler a caño y lo que le sigue. El tránsito es lento. ¿Dónde están los agentes de tránsito de Acapulco? El tráfico lo resuelven –es un decir– elementos de la Guardia Nacional. Hay uno cada diez metros. Vienen de Puebla, dice uno. Sudan bajo su gorrita y bajo el grueso traje de manga larga. Sólo mueven la mano de ‘pase, pase’, aunque se avanza a velocidad de tortuga. El metal, los árboles siguen en el suelo; tierra, basura, plásticos. Detrás de ellos, locales saqueados, vidrios rotos, gente que camina esperando que alguien le dé raid, porque no hay camiones ni taxis. Las heroicas fuerzas armadas se aburren, pero en este sexenio donde el gobierno federal les dio tantas funciones, controlar el tránsito civil es como la propina. En una de esas aprenden a morder.

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Bostezan, semiadormilados. Ocupan como hogar lo que hace tres días fue quizá un local de ropa, cuyos anaqueles lucen vacíos. Las puertas de ese pequeño ex negocio, ya prontamente abandonado, están rotas. Tras de ellos, hay un cerro de latas de tequila preparado, New Mix, palomas. Las sillas salieron de algún lado. En estos días, de beber no les ha faltado. Uno de ellos se levanta, va a una bola de basura, husmea, la patea enojado. Sacaron durante la rapiña las bebidas que pudieron. Se les olvidó la comida. Ya tiene hambre.

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A una cuadra de la Costera, donde está concentrada la Guardia Nacional, Regino –el del raid desde la Cdmx– busca cómo llegar al departamento que tiene deshabitado en la colonia Cumbres de Figueroa. Es la zona de la Condesa, clase media y media alta sus habitantes, lo menos. Entrada por una calle, bloqueada; arboles, postes de electricidad caídos, de Telmex, láminas de aluminio, piedra, basura. Intentos por acá, por allá. Cero agentes. Optan por regresar a la Costera, para reorganizar la ruta, donde cientos de la Guardia Nacional siguen moviendo el bracito derecho.

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La Laja. La Ruiz Cortines es un embrollo de basura, más arboles caídos y láminas. Pero ahora los vecinos sacan sus muebles inservibles para contribuir al paisaje de escombros. A lo largo de la avenida se ve gente sentada. Esperando quién sabe qué, estoicos. ¿Ayuda del gobierno? Hay gente reunida alrededor de las puertas de alguna casa, platican. En la gasolinería se acumulan más láminas de alumnio, calurosas bajo el sol, pero al parecer, del gusto de los arquitectos costeños. Mi amigo trae acá despensas a un familiar (gallletas, atunes, agua, huevos). Deja en tanto una botella de agua de medio litro a medio tomar en la camioneta, y me la vacío en la cabeza. Ah. Allá no lejos se ve un grupo de gente. No es una reunión. No están platicando entre ellos. Tienen el celular al aire, como quien usa lentes para ver el eclipse. Hay señal. Están hablando para otro lado. En esta parte del anfiteatro. Cada vecino con su tema. Desde algún lado se oye el grito de una niña: “tengo hambre”.

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¿Cuántos Oxxos hay en Acapulco? Según el censo del Inegi de 2020, la ciudad con mayor número de estas tiendas de conveniencia en el país, es Mexicali, con 539, y con cerca de un millón 200 mil habitantes. Acapulco tiene alrededor de 800 mil. ¿300 Oxxos, 250? Para las estadísticas a futuro, no quedó ninguno en pie. Ni Circle K ni Seven Eleven; ni supermercados. Desconozco el principio motivador de esos saqueos, de la rapiña, que comenzó en pleno despertar del miércoles. ¿Cuál es el rostro del vecino de la calle que se dio a la tarea de llenar carritos o bolsas con mercancía de diversos tipos? Reconocería en la calle el gesto de quién tomó ventaja de la situación, del insolidario, del mezquino ¿Como quien se mete a la cola del banco o de las tortillas? 24 horas después de que el presidente anunció el orden en Acapulco, en la Mega Comercial de La Diana aún salía gente con bolsas de mercancía, con pantallas de televisión. Elementos del Ejército los miraban de soslayo. La policía municipal, ausente. ¿Dónde se fueron? ¿Están acuartelados? Más tarde mi amigo desiste de llevarme hasta las puertas de mi casa. O más bien, me apiado, y después de cuatro horas de deambular por la ciudad, le pido, ‘acá déjame’, cuando el tránsito se bloquea en la calzada Pie de la Cuesta. Camino con mi bolsa de enseres para la posible remodelación del daño a mi Depa, y la bolsa con tres botellas de agua de dos litros de Bonafont que compré en la Ciudad de México. Subida, sol, mentadas de madre por los cláxones. Adelante, el atorón, Los de la CFE están bajando postes y uno de ellos dirige el tránsito de lo peor, al cerrar la calle de salida a Coyuca: pasan 20 de allá, uno de acá. Ningún tránsito. Subo Granjas echando el bofe. Pasan a mi lado lo que supongo una señora y su hija. Sonríen mirando hacia mi bolsa, la escrutan. Pasan chuchiceando despectivamente. Más adelante me detengo, siguen mirándome, con sus bolsas vacías, sonriendo con desprecio. Han visto, están seguras, a un saqueador.

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Dos, tres balazos cercanos a eso de las tres de la madrugada del domingo. El sueño sin ventilador es ligero, incómodo, terrible. Sudor. ¿De dónde salieron? ¿Ya regresó la Maña a la normalidad? El sueño en este sillón Acapulco, frente a la ventana, apenas se puede llamar tal. Los mosquitos hacen de las suyas. En el cielo, luna llena. Abajo, horas más tarde, la mañana del domingo es un concierto de escobas barriendo vidrios rotos: crinch crinch por todos lados. En estos tres edificios, donde habito, al menos cada depa tributó a Otis una ventana. Mi piso, alfombrado de pedacera de cristal, vasos, y esa taza cafetera de Tin Tan cantando con el carnal Marcelo. A sacar escombros y a oir rumores. Noche sin luz, día sin agua. Volaron todos los tinacos. V. me cuenta, en uno de esas salidas de la calle a dejar escombros de vidrio, que anoche no lo dejaban pasar hacia acá. Había una barricada de vecinos que impedía la entrada a ajenos a la colonia. No llevaba cartera, credencial, y tuvo que dar santo y seña de su casa. Los balazos, contó otro vecino después, fueron hacia un grupo que andaba en una moto como ubicando casas deshabitadas para robar. Disparos disuasivos. “Es que ahora traen motos nuevas”, cuenta el chavo, que dice que estuvo en la barricada, armada con troncos y piedras hasta la 1 de la mañana. “Las motos de los saqueos se las chingó la Maña, pues”, dice en ese fraseo costeño, veloz, que tenía dos meses de no oír. “¿Viene lo peor?”. “Lo más cabrón”, me dice otra vecina. En Acapulco, el 70 por ciento de la población trabaja en la informalidad. El futuro sin un plazo para el regreso a la normalidad.

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Locales asaltados, puertas abiertas. Sin empleados. Una muchacha se detiene ante un Oxxo. Algo ve, entra y sale con una mini coca cola huérfana, seguramente caliente. La abre y se la va tomando, camino hacia algún lado. La ciudad es el deja vú de la viejísima película Un día después. Aquí ahora el dinero no vale nada. Visto esto desisto de ir al centro a buscar algo de comer. Además, no hay transporte, Unas sardinas y agua, y a seguirle dando a la limpieza. La ventana hueca cubierta con plástico. ¿Quieres repararla? A la cola de los más de 200 mil hogares dañados.

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El nido que durante años respeté en una ventana de mi casa, está chueco. Ausente de la familia que por unos ocho años se ha reproducido ahí. Ya caigo, la mañana estuvo casi ausente de trinos madrugadores. Desde mi ventana buena veo que unos vecinos se alistan a dejar el desastre; en una pequeña camioneta de mudanzas meten ropa en bolsas y lo que queda de bueno en la despensa. Ya se fue la mitad de las 30 familias. El sábado la Autopista del Sol era un escenario de contrastes; un éxodo de los que pueden salir, en autos (coches descalabrados), maletas arriba, y los que llegan con ayuda para sus familias al puerto, los menos, con bolsas de comida, botellas de agua, en la parte trasera. El que puede, huye. El recuerdo de hace 23 años, tras el huracán Paulina, donde se vivió durante días sin luz ni agua, es la referencia. Días de polvo, obras, reconstrucción, semanas, meses. ¿Será cierto que para la Navidad ya estaremos contentos, como dice el presidente?

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“¿Qué se dice en México? ¿Saben cómo estamos acá?”, me pregunta P. P. es de la parte de los ciudadanos que no traga al presidente. Dispuesta a echarle bronca a quien le demuestre la menor simpatía. Le comento que las imágenes los primeros días sólo daban Costera, poco de las colonias. Incluso desde acá, Mozimba, poco, nada se sabe de qué pasa en Ciudad Renacimiento, Zapata, Cruces. La ciudad también está incomunicada entre sí. “Que ya se están robando las casas por allá?”. Se habla de barricadas, de saqueos igual, de robos a plena luz por parte de la Maña. Más tarde, en la primera llamada que logra hacer a sus familiares desde el Zócalo, pide, grita: “No le crean nada al Peje, acá estamos de la chingada”.

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Desde el mediodía del miércoles, jueves y hasta el viernes, A. fue un privilegiado testigo del saqueo a los supermercados y negocios de la Cuauhtémoc. No fue el asalto de una hora, sino de día entero. Desde la terraza de su casa, en la colonia Progreso, a dos cuadras de la avenida, hace el recuento. Primer round: celulares, computadoras, electrodomésticos, a cuenta de la Maña; segundo, comida, ropa, medicinas de Farmacias del Ahorro o Guadalajara, así sin prescripción medica, echadas a la bolsa. Tercero, lo que quedaba. “Como fila de hormiguitas”. Un vecino, a primeras horas del jueves, le gritó desde la calle: “!vente cabrón, ya abrieron el Office Depot!”. Le deseó suerte. Dos horas más tarde, el vecino regresó con un refrigerador en su camioneta. “¡Ya viste, cabrón!”.
Cuando se aburrió –el domingo– de estar sentado en la terraza, el veterano sociólogo tomó el volante de su auto –descalabrado– y agarró rumbo a la Ciudad de México, donde viven sus hijos. Además, en el mercado de la Progreso cerraron las fondas.

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El huachicol, el asalto a las gasolinerías, comenzó la mañana del jueves. No es que hubiera desabasto del energético. De hecho, en la Base Naval, en Icacos, está el centro de distribución a la región. Chilolo fue hasta el viernes. A la gasolinería a la que llegó los tipos apenas acababan de abrir la tapa del depósito. “un huequito así”, explica uniéndo los dos pulgares y los índices. Les ayudó a armar una latita amarrada a un palo para sacar el líquido. En premio, le dieron 20 litros extra… ellos, los tipos, la Maña que encabezó y se apoderó de la distribución. Una labor social donde no hay Estado.

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Este reportero no quería que el saqueo y la rapiña ocuparan la mayor parte de sus apuntes. De hecho quería ir a ver su Depa y saber de su familia, sus amigos. En las calles, los primeros días, la gente se organiza para sobrevivir. Ya se describió a los primeros; por el otro, están los vecinos despejando calles, barriendo, reorganizando sus casas. Vigilancia, comidas comunes, reparto de agua, preocupación del a qué hora alguien pasa por la basura. Cálculos del gasto para remodelar lo abollado; para comprar la sala, el colchón, la televisión, la computadora. “Es que ya no pudimos salvar nada güey, la verdad, nos atrincheramos en el baño, el edificio temblaba”.
Luego, este reportero regresó el lunes al confort de la Ciudad de México. La mañana del martes, recibe comunicación de su familia. Está bien. El hermano, policía, sobrevivió en la zona Diamante –es guardia privado– trepado seis horas a un árbol de guamúchil; su casa en tanto se quedaba sin techo. El jueves se retorcían de hambre cuando los vecinos les avisaron de que abrieron Soriana. “La verdad nos da pena, pero también fuimos a saquear”, le confesó una sobrina, que habita en una colonia donde deberle a Coppel y esconderse de los cobradores es una cuestión de estatus.
A mediodía del miércoles este reportero sale a la calle a comprar el periódico. En el camino, los pajaritos caminan despreocupados, sin miedo al peatón, por las banquetas. Ya comienzan a armarse los batallones de niños disfrados de vampiros, de Merlina, de diablos, con su calabaza de plástico en pos de la “calaverita”. De paso queda el salón Guerrero. El barman, previamente informado del viaje, pregunta cómo está Acapulco. Este reportero toma aire para platicar. La verdad, esta Corona fría y esta botana de chicharrón ahora no tienen sabor.