20 mayo,2022 5:42 am

De luchadores y recuerdos

LA POLÍTICA ES ASÍ

 

 

 

Ángel Aguirre Rivero

 

 

 

Cuando invité a Antonio Banderas, el famoso protagonista de la película La máscara de El Zorro al Festival de Cine de Acapulco, le ofrecí una cena en el restaurante La Concha del hotel Las Brisas, cuando intempestivamente se presentó El Hijo del Santo, y pude observar cómo Banderas se levantó de inmediato de su lugar para ir a saludarlo y pedirle fotos a este maravillo luchador no sin antes decirle: –Desde España disfruté de todas las películas de su padre, era mi ídolo, agregó. Carlos Slim, quien también se encontraba en la cena, se quedó muy sorprendido y me confió: –Gobernador, creo que El Santo fue más conocido que cualquier presidente de la República que hemos tenido en México.

Siempre cultivé una gran relación con los luchadores de mi estado. Había uno en especial en Chilpancingo que era mi fiel seguidor y gran amigo, quien usaba como nombre de batalla El Diablo, pero como estaba muy pasadito de peso, los paisanos le llamaban “El Diablo Pozolero”.

Recuerdo que cuando mi hijo Ángel tenía escasos 6 años, lo llevé por primera vez a una función de lucha libre acompañado de mi sobrino Paquito, hijo de mi hermana Lupita, quien era un verdadero apasionado de este tipo de espectáculos.

Cada quince días o cuando me era posible, acudíamos a disfrutar de este espectáculo cien por ciento mexicano, y a la salida era de ley que yo le comprara una máscara o un pequeño ring a quien me dejó un hueco en el alma que nunca se podrá llenar.

Así mi hijo Ángel y mi sobrino Paquito empezaron hacer su colección de máscaras cada uno.

Cuando le celebramos sus 6 años le pregunté a mi hijo: –¿Qué quieres que te regale hijo mío?, y me contestó de inmediato: ¿Podrías invitar a un luchador a mi fiesta papá?

Pensé de inmediato: –Me la puso difícil (siempre vivirá en mi memoria y en mi corazón), pero me hice el compromiso de cumplirle su petición.

Con Antonio Murrieta Necohechea, nos habíamos conocido desde la Secretaría de Comercio y presidía la Comisión de Box y Lucha de la Ciudad de México. Me decidí a llamarlo: –Hola Toño, ¿cómo estás?, le dije.

–Mi querido Ángel, un gusto saludarte, ¿qué se te ofrece amigo?

–Te quiero pedir un favor, si está en tus manos. Quisiera contratar a un luchador para la fiesta de mi pequeño Angelito.

–De ninguna manera yo te mando no uno, sino dos… Ese será mi regalo para tu hijo.

Yo había contratado un trompo de tacos al pastor y en plena fiesta infantil, aparecieron los dos enmascarados, uno de ellos muy famoso en esos tiempos, se trataba de Pierrot.

Cuando miré la carita de mi pequeño Angelito no lo podía creer, y se fue a refugiar a mis brazos pues no sabía cómo reaccionar.

–Papá (me dice lleno de alegría), ¿es Pierrot?

–Sí hijo, es Pierrot, y el luchador se acercó hasta él para darle confianza.

Cuando empezaron a servir los tacos, Pierrot se acercó hasta el trompo de carne al pastor y llamó a quien era mi clon para decirle: –Ven Angelito, hoy vas a conocer la identidad del luchador Pierrot que nadie la conoce…

Angelito se pegó a mi cuerpo y lo subí a mis brazos para que conociera de cerca a ese gran luchador e ídolo de muchos mexicanos y poco a poco fue descubriendo su rostro, hasta quitarse totalmente su máscara, Angelito me apretaba de mi cuello pues no daba crédito a lo que estaba viviendo. Pierrot le obsequió su máscara y de inmediato se colocó otra que ya llevaba prevista.

Ese día, Pierrot le rindió honores a veinte tacos de pastor (en proporción a su gran dimensión corporal). Mi hijo Ángel sólo asertó a abrir los ojos como grandes ventanas, no lo podía creer.

Por la noche Ángel no podía dormir, pues llevaba muy fijo en su mente haber conocido la identidad del campeón mundial de lucha libre.

En otra ocasión mi sobrino Paquito se negaba a comer, y tuve que inventar una mentira piadosa pues le hice creer que yo era El Ángel Azteca, luchador también muy famoso por aquellos años.

Paquito empezó a engullir la comida hasta que le dolió la panza.

Así que en uno de esos días, me compre la máscara y la vestimenta del Ángel Azteca, para cumplirle la promesa a mi querido sobrino. Siempre se quedó con la idea de que su tío era el Ángel Azteca.

¿Quién de niño no disfrutaba del espectáculo de la lucha libre? Así en Acapulco nacieron grandes figuras como el Fantasma de la Quebrada, vecino de mi excolaborador, (pero sobre todo amigo) Ricardo Castillo Barrientos, él se convirtió en ayudante personal de esta leyenda de la lucha; Ricardo cargaba con sus toallas y era el depositario de la vestimenta del luchador acapulqueño, a cambio de que le permitieran el acceso a la Arena Coliseo sin pagar un solo centavo.

Con el paso de los años conocí al mejor luchador de nuestro estado: Lizmark, el geniecillo azul, quien toma su nombre por la admiración que guardaba al acorazado alemán Bismark.

Lizmark fue campeón múltiple y estuvo a la altura de luchadores como El Santo, Blue Demon, Huracán Ramírez, El Mochocota, Rayo de Jalisco, Canek, entre otros.

Lizmark y yo nos hicimos grandes amigos, a tal grado que se involucró en mi campaña para gobernador, haciéndome promoción en diversos lugares.

Lizmark ganó un sinnúmero de cabelleras y máscaras durante su reinado en la lucha libre: así cortaron las cabelleras de Mario Valenzuela, El Invasor, Mister “La Cerveza” Américo Roca. Y máscaras como las de El Insólito, El Tiburón, El Cíclope, The Animal, entre otros.

Cuando asumí mi segundo mandato, lo llamé para invitarlo a colaborar en mi gobierno, agradeció el gesto y me pidió que mejor le ayudara a formar nuevos luchadores en nuestra patria suriana, y así lo hice.

Era un hombre sencillo y honesto, que nunca le interesó el dinero, un deportista ejemplar.

A mí alguna vez me preguntaron si también había sido luchador y le contesté que sí, pero luchador de la vida y por los guerrerenses.

Y usted… ¿a qué bando pertenece?, ¿a los rudos o a los técnicos?

 

Del anecdotario

 

Esta semana desayuné y platiqué largamente con el cónsul de México en Orlando, Florida, y exgobernador de Chiapas, mi muy querido amigo Juan Sabines, quien me narró un capitulo de su vida política que vale la pena compartirlo con mis lectores.

Cuando concluyó su mandato y entregó a Manuel Velasco el nuevo gobierno, un día antes éste le había manifestado su gratitud perenne y lealtad por toda la ayuda que le había brindado para alcanzar ese propósito.

Cuando Juan se trasladaba al aeropuerto para dejar el estado, encendió la radio y pudo escuchar parte del discurso del nuevo mandatario, el que manifestaba la herencia de una deuda pública impagable, un terrible desorden financiero, actos de corrupción, degradando la figura política del gobernador saliente.

Juan se vino a vivir a Acapulco, donde pasado algún tiempo, Velasco le envió una comisión de funcionarios de su gobierno para que hablaran con el exgobernador, sobrino del gran poeta Jaime Sabines.

Sabines recuerda: –Los invité a comer al Kokaburra, Ángel, y a los pocos minutos, uno de ellos soltó: –Le traemos un mensaje de nuestro gobernador para que nos entregue una cabeza de sus funcionarios y de esa forma apaciguar las cosas en nuestro estado.

Juan los miró fijamente y los siguió escuchando: –Dice el gobernador que usted elija: El de Obras Públicas?, ¿Finanzas?, ¿Desarrollo Social? No importa, sólo quiere una cabeza.

Juanito (quien me llama “Ángel del Pueblo”), en un acto digno de admiración contestó a sus interlocutores:

–¿Entonces el gobernador me pide una cabeza?

–Sí señor, el que usted diga, y asunto arreglado.

–Pues la cabeza ya la tienen…

Los miembros de la comisión esbozaron una sonrisa y preguntaron:

–¿Qué cabeza sería?

Y Juan, contestó con toda la firmeza:

–díganle al gobernador que la cabeza es la mía.

Juan pagó la cuenta y salió apresuradamente.

Por algo es mi hermano, mi amigo.

La política es así…