17 enero,2024 4:18 am

El Acapulco que vivió y nombró José Agustín

Federico Vite

 

Todo acapulqueño que intenta ser escritor sabe que José Agustín es un sol. Escribió sobre este puerto como nadie. Deslumbró; lo sigue haciendo. Nombró todo lo de Acapulco, lo quieto, lo rabioso y lo inmarcesible, el sexo recreativo, las gringas, los gays, los trans, los springbreakers, los old springbreakers; el Acapulco de las putas, los borrachos, los mayates, los dealers, los reporteros, los gandallas y los lacrosos, gente del Rena, de la Zapata, de la Cima, priistas de abolengo, esos rancios modelos políticos del PRD y ahora de Morena. Todo eso fue el caldo de cultivo de este hombre que posó la mirada en el paisaje y entendió que Acapulco es una región del alma. ¿Qué otra cosa puede ser este sitio sino una extensión del paraíso?

Toda esa fauna que ponía en marcha los mecanismos de la noche tropical fue nombrada por José Agustín, desde el mítico table dance Tabares hasta el cursi Beto’s Safari, la Plaza Bahía, Caleta, Caletilla, Condesa, La Mira. Templó el metal del paraíso como ninguno, porque tomó esos moldes y trabajo en el estilo de una libro modelo, algo que sólo un rockero podría haber hecho: Se está haciendo tarde (final en laguna). Muchos creen que es una piedra angular de la literatura contracultural; pero es algo más. Para nosotros –los nacidos en los 70– fue la biblia. La biblia, insisto, de una generación que asumió una actitud punk, más que rocker: hablar de lo que uno quiere y como quiere.

José Agustín nos enseñó que en la literatura no se puede ser complaciente. Dicho de otra manera: se quitó el frac; después, con soberbia autonomía, se puso la bermuda y una camiseta para escribir, porque era un oficio de absoluta honestidad. Yo veo en esta actitud un hecho chejoviano, porque se colocó atrás de una raya imaginaria y empezó a elegir personajes que no encarnaban ideales puros, sino que puso en el ruedo a los que iban a contracorriente. Tomó a los desadaptados y, tal cual haría Anton Chejov habló de las preocupaciones de los seres que van a ras de piso. Eso es vital para nosotros, porque desde este punto geográfico del país –siempre atribulado, siempre fregado, siempre mísero–, sabemos que escribir no es oficio de ricos, sino de valientes.

Redescubro aún que el proyecto escritural de José Agustín posee magníficas estancias; en cuento, por ejemplo, es digno de mención ¿Cuál es la onda?, un texto que nos ayuda a entender que la literatura es una forma de ejercer la libertad. De su obras maduras, yo pondría en la mesa Cerca del fuego, aún más, lo propongo como un ejercicio de lectura para este año en el que la política parece ser un sinónimo de amnesia.

Más que entenderlos como un manifiesto a favor de la contracultura, sus libros muestran la necesidad expresiva de un hombre que buscaba con ahínco la innovación. Este rasgo de su trabajo narrativo es algo que ahora parece muy extraño, es muy difícil de hallar entre gente de piel suave, bien educada, acicalada y buena ondita, sumamente sensible, por cierto, pero sin ganas de romper moldes antiguos. Sin ganas de incomodar.

Tuve la fortuna de platicar con él varias veces; en momentos muy extraños, como su estancia en la Beneficencia Español, después de su caída en el Teatro de la Ciudad, en  Puebla; una época de mucha tensión para él, entre medicamentos, pastillas, vendas y sueros. Nos vimos durante los homenajes que le realizó el gobierno de Guerrero en el Centro Cultural Acapulco, primero; después en Casa Borda, en Taxco; pero la charla más amena fue durante el trayecto de Taxco a Cuautla, obviamente en carretera. Quería oírlo hablar de J. D. Salinger, de la traducción que hizo de Tristessa, de Jack Kerouac. Conversar con alguien que uno admira tiene matices interesantes. En especial, porque deja una impronta. Siempre he admirado la sencillez de José Agustín, la disposición que tenía para hablar con los jóvenes, su afecto por viejos camaradas y por sus maestros.

El último estertor del Acapulco dorado aparece en Dos horas de sol, esa novela marca el fin de una época, donde los escritores de este país y los extranjeros (no pierda eso de vista, Acapulco sigue siendo tema para italianos, gringos, alemanes y uno que otro inglés) comenzaron a narrar la vida de este puerto de forma sanguinaria. En ese libro un huracán es tema y modela la trama. El factor clímático, como agravante de este paraíso, también quedó signado por la pluma de José Agustín.

Aunque la conversación memorable que yo tuve con él fue en mi juventud, cuando él dio una conferencia en la Fundación para las Letras Mexicanas. Yo era becario, de Acapulco; el, expositor, de Acapulco. Habló de sus proyectos, de la técnica que tuvo que pulir para finiquitar algunos libros y de algunas películas que le gustaban. En especial, me comentó que lo importante en este negocio de la literatura era la voluntad de contar una historia. Es algo que poco a poco he tratado de asumir, la voluntad, no el ansia ni la prisa por narrar, sino la voluntad a plazos, a ratos, a medio gas, enfermo, sano, aburrido. La voluntad es lo único. Recuerdo también que le pregunté algo difícil de olvidar: ¿qué se siente ser escritor? Se ajustó los lentes, me miró un par de veces, sonriendo. Es algo muy chingón, contestó. Y le creo. Sin duda alguna. Quiso saber de qué iba el libro que yo estaba preparando. Le hablé de mi noveleta Parábola de la cizaña. Es algo grueso, finiquitó así la conversación.

De José Agustín no podremos hablar en pasado: su trabajo renovó un tono literario, agrandó la perspectiva de la literatura mexicana y sembró algo que apenas está germinando. Es un sol sin ocaso. Un mito para todo aquel que intenta aprehender el alma de este puerto. Es el rey que se acerca a su templo.