8 octubre,2024 5:49 am

El huracán zombie en el puerto demasiado oscuro

 

(Segunda y última parte)

Federico Vite

“Desperté con una desolación que me estremecía. Por supuesto, seguía lloviendo con fuerza. ¡Me lleva la chingada!”, esa frase es de Nigro; la tomo de la novela Dos horas de sol (México, Seix Barral, 1994, 213 páginas), de José Agustín, y me permite ejemplificar la urgencia por encontrar nuevas maneras de narrar Acapulco; es decir, acá sigue cayendo el agua y la tripulación empieza a dejar el barco. Cada vez son más las personas (en menor proporción que todas aquellas que se desplazaron tras el impacto de Otis; se publicó en los diarios que hubo ocho cientos mil acapulqueños saliendo por la caseta de la Autopista del Sol) que se van del puerto; otras tantas ven en la catástrofe un modus operandi pujante y exitoso. Intentan sacar más dinero, como en la ocasión anterior, cuando se anunció el apoyo para los damnificados por Otis. Esta vez será menos capital, porque es obvia la situación: los tiempos electorales ya pasaron y Acapulco cumplió dando muchísimos votos a Morena. El dinero sirvió para alguito, pero no esperemos más. La tristemente célebre alcaldesa del puerto, Abelina López, da la cifra de 50 mil millones de pesos para “reparar” el puerto. Usted y yo sabemos que ese dinero no va a llegar y que Acapulco tendrá más problemas que se agudizarán por la marginación, la pobreza y la violencia.
En Dos horas de sol se hacía una proyección de los males terribles que ocasiona un “temporal”, pero eso dejó de ser una amenaza y se convirtió en la normalidad de este puerto; así que lo normal, dadas las circunstancias, es que la población se reduzca y busque otra forma de vida. Habrá cambios radicales, pero no se espera ni de broma que los gobiernos, federal, estatal y municipal resuelvan la situación. Debemos sobrellevar nuestra “normalidad”. Es la única manera.
Las notas informativas indican que hay menor interés en la opinión pública por lo que nos ocurre. Nuestra realidad seguirá siendo ominosa. En algún punto dejaremos de importarle a los demás y por añadidura caeremos de la gracia de quienes nos ayudan. Hablo de la necesidad de reinventarnos. De lo contrario, la única opción sería unirse a las caravanas que abandonan el puerto. Abandonando así la dignidad de ser quienes pudimos reconstruir el puerto.
Hace once meses estábamos en una situación igual de grave, sin agua, con dificultades de movilidad vía terrestre, sin energía eléctrica y preocupaciones extremas. En familia fuimos a comprar víveres a Chilpancingo y en un supermercado de la capital del estado hubo un conato de robo: los acapulqueños que hicieron el viaje querían apropiarse de los víveres, como lo hacen acá, en el puerto. Los empleados pidieron apoyo a la policía y en cuanto llegaron las primeras patrullas todo se tranquilizó. Algunas tiendas de conveniencia, en Chilpancingo, padecieron lo mismo: los acapulqueños querían robarse las cosas. Las personas que nos atendían ejercitaban la aspereza en el trato y la tensión se notaba aún más. Hicimos el resto de las compras y las recargas telefónicas con una preocupante seriedad que no nos caracteriza. Tardamos horas en llegar a casa y acomodamos la despensa bajo la luz de las velas, a 30 grados centígrados de temperatura. Con todo esto en la mente, sumado a la pujante destreza del huracán John, recordé que desde hace algunos años tengo escrita una novela de 400 páginas (mi perfil definitivo sobre lo que está germinando este puerto, un libro que ha tocado las puertas de varias editoriales, pero no ha tenido aún la fortuna necesaria para salir del clóset) en la que prefiguro un credo escritural: tengo forzosamente que referir a Acapulco de una manera distinta a la nacida de todos esos atributos que le brinda la nostalgia. Hablo de evitar el pasado glorioso siempre y cuando éste funja como una negación del presente miserable y terrible. Este presente en el que el clima extremo y el desorden urbano encuentran su máximo punto de expresión en el caos. En esa novela no uso la mímesis como esgrima, transformo la geografía amorosa en islotes sumamente trastocados por la ríspida vida cotidiana de los tropicales.
La nostalgia no ayuda mucho a denunciar que alimentamos un ideal de progreso tóxico, violento y excluyente. No puedo (como escritor) abogar por la nostalgia porque su apuesta es la comodidad del pasado y sus frutos los bálsamos que evitarían la reconstrucción narrativa del puerto. Asumir la nostalgia como vía de acceso al futuro evidencia que no hemos entendido nada. No atender lo ocurrido en estos años –en el Continente literario y en la vida misma– sería negar el presente; por lo tanto, el futuro.
Imaginé (imagino aún) un puerto oscuro, porque en la sombra se desarrolla la semilla y sus frutos podrán verse únicamente a la luz. Se aprecia el florecimiento de una desorganización urbana que padece una y otra vez el azote de múltiples discursos políticos y el botín de la reconstrucción constante es para los mismos de siempre. La semilla, bajo el manto de catástrofes, de violencia y de omisiones de Estado, irradia una soledad punzante. Así entendí que estábamos en una transformación, en un proceso que puede darnos la virtud de la consciencia. Y dejé constancia de ello en esa novela.
Lo más triste sería convertir a este puerto en una vitrina para reporteros, para personas que intentan ilustrar sus espacios (informativos o de propaganda) con daños ejemplares; el caos –que desde hace años convierte a este lugar en una fuente segura de calamidades– debe servir para algo. Debe tener un para qué. “Acapulco se hallaba entre los primeros lugares del país en el consumo de alcohol, anfetaminas, cocaína, mariguana, heroína y sedantes En cambio, estaba en los últimos lugares en cuanto a enseñanza universitaria.
“–La estrategia –decía Chema, acalorado– consiste en mantener al pueblo guerrerense ignorante, inculto y desnutrido, pues saben que es valiente, inquieto, cuestionador de injusticias; si a los guerrerenses nos dieran buena educación y buena alimentación, seríamos capaces, en una generación, de cambiar el destino político del país”, esta es la enseñanza de José Agustín, cuya novela –comentada en estos dos artículos– es la piedra angular de lo que ahora podemos entender como declaratoria de emergencia. Y volver a Dos horas de sol va ser preciso en unos años más. También creo que la renovación vital y literaria van de la mano. Renovación a secas, sin adjetivos, integral, terriblemente necesaria.

@FederìVite