AMERIZAJE
Ana Cecilia Terrazas
Uno de los más añejos vehículos de poder está en el hablar o en la palabra que no refracta luz alguna. Esto resulta especialmente lamentable porque significa que el hablar coloquialmente, calificado como lenguaje “dominguero”, se erige todavía como uno de los muros menos franqueables para lograr la igualdad.
Restarle importancia o burlarse del habla especializada tampoco es la solución. Abandonar el gusto por el mote adecuado o el concepto correcto, desdeñar la lucha inclusiva detrás de la palabra, también es impensable.
Esta autora no es filóloga, pero esperaría de una humanidad sostenible, por lógica, tendiese a ser un organismo que en lo individual y en lo colectivo se pudiera entender mejor.
Esto, con la gran precaución de siempre –desde que apareció lo que se llama el giro lingüístico– de tener presente que, el habla, la persona hablante, el lenguaje, no son unívocos, esenciales ni inmodificables. Cada sujeta y sujeto es un mundo y un universo particular e irrepetible. Además, las palabras tienen millones de entradas; no solamente tienen tantas interpretaciones como el número de personas que las digan y el número de personas que las quieran desentrañar, sino por los contextos, frases, modos, tiempos y lugares en donde se hagan sonar.
La única manera, quizá, de dar la batalla por poner sobre una mesa común conceptos, términos y palabras con más luces, tiene que ver, no con la simplificación o achatamiento del vocabulario, no con utilizarlo sin cuidado gramatical u ortográfico, ni con infantilizarlo utilizando solamente unas cuantas palabras y artículos o adjetivos.
Una buena forma para ensanchar el universo de sentidos que abrigan las palabras, rimbombantes o simples y llanas, es el ser cuestionadas sobre el sentido mismo que hacen para más personas; es decir, entrar a un concepto por universalidad, por su sonoridad, su origen, su potencia e imaginería, su fuerza en el contexto, su forma más frecuente de resonar, su protagonismo o bien su grisura dentro del discurso.
Decir aporético, por ejemplo, no puede ser simplemente tachado de sangronada. Menos aún cuando lo aporético es el sino de estos tiempos. La Real Academia Española define aporía como “paradoja o dificultad lógica insuperable”.
En torno del lenguaje contemporáneo, de las palabras más utilizadas, del habla común y del habla especializada, hace falta arrojar conocimiento, curiosidad, opiniones, rutas nuevas, actualizaciones, cuestionamientos, inclusiones.
Es injusto atacar al vocablo sofisticado o al dicho vulgar sin contrastar la complejidad que logran reflejar o decir de cómo estamos a estas alturas de la socialización humana global. Imposible será expresarlo de mejor manera que como reza el título del texto de la filósofa, teórica de la literatura y escritora francesa de origen búlgaro Julia Kristeva, El lenguaje, ese desconocido: introducción a la lingüística (1987).
Ahora se ponen al servicio de la interpretación tres citas para dar cuenta de lo inasible del lenguaje.
Dice la ecuatoriana Cristina Burneo Salazar, joven escritora, traductora y docente universitaria: “el lenguaje es vehículo de transformación de un sistema y no un conjunto inorgánico de recomendaciones”.
Por su parte, apunta el filósofo, teórico político y escritor postmarxista argentino, Ernesto Laclau: “el lenguaje se convierte en el campo donde se ubican las condiciones de posibilidad de los significados que le damos a los objetos y la manera en que los experimentamos por medio de las prácticas sociales”.
Finalmente, la cita del filósofo alemán, Friedrich Nietzsche: “el lenguaje es muestra de que la objetividad es una ingenuidad, una búsqueda ingenua en tanto el lenguaje nos abre significadamente al mundo, el lenguaje mismo es concepción del mundo, concepciones del mundo. Esto es, el lenguaje no está ahí para dominar y controlar la realidad y la verdad”.
Por estas razones, este Amerizaje considera que no hay que cerrarle la puerta al lenguaje. Hay que echar toda la luz que se pueda sobre la palabra, el lenguaje, el habla; porque es territorio de posibilidad, es la forma más pulida, con todo y todo –aunque lograrlo sea imposible– de colocar temas en común y porque también, por vía del lenguaje, se puede disminuir el diferencial de poder entre los seres humanos.