21 noviembre,2022 5:51 am

Hacia una cultura de paz

Jesús Mendoza Zaragoza

Las situaciones de las diferentes violencias generan una subcultura que poco a poco va permeando en la sociedad y en la vida de los pueblos, de manera que, como conjunto de creencias, hace aceptables algunas. Es el caso de los narcocorridos o el de la violencia machista y patriarcal que complica tanto la convivencia social, al grado de que esta creciente subcultura de la violencia conduce a un clima generalizado de inseguridad en el país, en unas regiones más y en otras menos. Hay violencias sistémicas y violencias institucionales, hay violencias comunitarias y violencias individuales. Hay violencias económicas y violencias políticas, también. Hay violencias en el lenguaje y en los gestos, y hay violencias muy visibles, pero también hay otras invisibles. En todos los casos, todas las violencias manifiestan una patología social que se sustenta en ideas distorsionadas y en carencias emocionales y espirituales.
El alto nivel de polarización política y social que ahora tenemos en nuestro país es una expresión patológica que está enfermando muchos ambientes en cuanto que algunas violencias se han vuelto aceptables para políticos y ciudadanos. Hay que entender que ninguna violencia puede ser aceptable. Hoy por hoy, lo que hemos aceptado es que el Estado tiene el monopolio de la violencia, siempre y cuando se conduzca de manera legal y legítima y no viole los derechos humanos.
Las violencias, que se han vuelto parte de la condición humana como una tendencia patológica, requieren ser procesadas y transformadas para que pueda mejorar la convivencia social y política. Y para que esto suceda, es necesario hacer un trabajo profundo de transformación de las conciencias hacia una cultura de paz. Las transformaciones sociales siempre van acompañadas por procesos culturales, para que sean duraderas, profundas y consolidadas. Es algo parecido a un cambio de paradigma o de modelo de vida. ¿Qué implicaría abrirle paso a una cultura de paz en México?
Una primera condición está en privilegiar una visión de la historia en la que se pone relevancia en la transformación de conflictos, a diferencia de esa visión que exalta la violencia como algo inevitable y, aún, aceptable. Esa visión exalta el conflicto como lo realmente decisivo para valorar el pasado y para entender el presente. Así se entiende que son los conflictos, en cuanto tales, los que van hilvanando los cambios y la ruta de la historia. En ese caso, se puede mirar el presente y el futuro como una concatenación de hechos violentos con capacidad para mejorar las condiciones de vida. Esta visión exalta el lado violento de la historia y deja en la penumbra el lado constructivo de la transformación de los conflictos mediante procesos que incluyen la razón, la ley y el diálogo.
Otra condición para diseñar una cultura de paz está en la relación flexible y libre entre identidades, entre grupos, organizaciones e instituciones sociales. Cuando los grupos que dan identidad se cierran y se bloquean a la relación fluida con otros grupos, por razones de prejuicios ligados a la clase social, a la etnia u otros, abren la posibilidad a los conflictos con difícil resolución. Las fobias son verdaderos obstáculos culturales para la paz. En la medida en la que las identidades no son excluyentes sino incluyentes, en la medida en que se miran como complementarias, en esa medida se diseñan relaciones de equidad y de reconocimiento de derechos de los otros. Los discursos que satanizan y excluyen identidades avalan los conflictos y las violencias que tenemos en los escenarios públicos.
La cultura de paz facilita la participación ciudadana que, a su vez, refuerza dicha cultura. El individualismo que padecemos desde décadas, nos impide asumir nuestras responsabilidades sociales y comunitarias, nos separa de la comunidad y nos introduce la creencia de que lo que cuenta en todos los campos de la vida es la individualidad, desconectándonos de nuestros entornos humanos y ambientales. El individualismo deteriora a las personas, a las comunidades y a la sociedad misma. Nos pulveriza y nos fragmenta. En cambio, la solidaridad es un componente fundamental en cuanto que nos vincula con otras personas, con la sociedad y con la nación misma. Nos apropiamos solidariamente del interés general del país y de los intereses comunitarios.
Los procesos de cambio suelen encontrarse con situaciones complejas en las que aparecen las frustraciones, los desencantos, la impotencia y la resignación. Estas situaciones límite revelan un vacío de esperanza, pues ésta es la generadora de resiliencia, de adaptabilidad ante las adversidades, de búsqueda de nuevas vías, de buen humor, de creatividad y de fortaleza. Es en este contexto que se puede entender la necesidad de la vía de la resistencia civil no violenta, tan necesaria para vencer los contextos violentos. Y no hay esperanza si carecemos de utopías capaces de movernos hacia el futuro que deseamos. En los embates políticos que tenemos hoy en el país hay una gran carencia de utopías, pues de ambas partes sólo hay embates pragmáticos en la lógica del poder público, lo cual genera polarizaciones desgastantes en lugar de la necesaria esperanza que nos aliente a superar las confrontaciones.
Por otra parte, la cultura de paz hace una apuesta por la restauración de la confianza donde se ha perdido y renuncia a generar más desconfianzas que puedan bloquear los procesos de transformación de conflictos. Con las actuales polarizaciones, vamos perdiendo el capital humano representado en la confianza. Se va deteriorando la confianza en la política como tal, como herramienta apta para buscar el bien común y para construir la paz. Y la política necesita ser rehabilitada porque en nuestro contexto está inhabilitada para el diálogo, para generar acuerdos básicos y para abrir caminos de reconciliación social y política.
No aspiramos a la sola seguridad pública que atienden policías y militares, aspiramos más alto, aspiramos a la paz que se construye con verdad y con justicia y requiere, además, un cambio cultural profundo, un cambio de las personas, las comunidades y las organizaciones, que mediante actitudes y acciones no violentas pongan ese plus necesario y fundamental que se construye en las conciencias y en las mentes abiertas al prójimo y al país entero. Solamente así, con una cultura de paz, se puede construir una paz sostenible en los territorios y en nuestro país.